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– EVANGELIO –
En aquel tiempo, 13 le dijo uno de la gente: “Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia”. 14 Él le dijo: “Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?”. 15 Y les dijo: “Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. 16 Y les propuso una parábola: “Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. 17 Y empezó a echar cálculos, diciéndose: ‘¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha’. 18 Y se dijo: ‘Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. 19 Y entonces me diré a mí mismo: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente’. 20 Pero Dios le dijo: ‘Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?’. 21 Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios” (Lc 12, 13-21).
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Comentario al Evangelio – XVIII Domingo del Tiempo Ordinario La tentación de la “limbolatría”
Ante los placeres que la vida en esta tierra nos puede ofrecer, incluso los legítimos, el hombre se olvida fácilmente de la eternidad para la cual fue creado
I – La vocación reemplazada por una cerradura…
Se cuenta que en cierta ocasión un monje terminó abandonando su vocación a cambio de una bagatela. Habiendo trabajo durante años como eximio herrero, en determinado momento sintió en su interior un fuerte impulso para seguir el camino de la vida contemplativa. Lo dejó todo y se dirigió a un monasterio, donde fue admitido.
Algún tiempo después le asignaron una celda cuya puerta, día y noche, chirriaba y daba golpes sin parar porque no cerraba bien. Nuestro monje le pidió permiso a su superior para solucionar el problema y fabricó una estupenda cerradura. Además, aprovechó la ocasión para arreglar la propia puerta, ajustándola mejor al marco de la pared. Al final, logró transformarla en una pieza modélica para toda la comunidad.
“La avaricia” Catedral de Metz (Francia)
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Se paseaba por los pasillos del edificio orgulloso de su trabajo y se admiraba de no encontrar ninguna cerradura comparable a la suya, tan perfecta y bien hecha. Sin embargo, con el paso de los meses fue creando en su interior un excesivo apego por tal accesorio, aparentemente inofensivo.
Un día, el abad ordenó un cambio de celdas en la comunidad. Abatido ante la perspectiva de verse obligado a repetir en su nuevo destino aquella minuciosa labor, el monje-herrero pidió permiso para llevarse la cerradura. Pero el superior había dispuesto que nadie estaba autorizado a trasladar ninguna parte del mobiliario en los cambios de una celda a otra. Descontento con la decisión del prior y no queriendo renunciar a su excelente cerradura, el monje la arrancó de la puerta y decidió abandonar la vocación religiosa, recibida de las manos de Dios, llevándose el objeto de su apego y adentrándose en los caminos del mundo…
¿Qué hay detrás de la historia de la cerradura de este monje? Es lo que nos enseña el Evangelio del decimoctavo domingo del Tiempo Ordinario.
II – El peligro de la codicia
El episodio que se narra en este Evangelio tiene lugar cuando Jesús y sus discípulos iban de camino a Jerusalén, ciudad donde consumaría su misión divina. Aunque en dos ocasiones anteriores ya había predicho su Pasión (cf. Lc 9, 22.44), los discípulos no entendían el elevado significado de tal anuncio y todavía tenían esperanzas de ser los primeros en el supuesto reino mesiánico que Cristo fundaría en este mundo (cf. Lc 9, 45-46). Para corregirles ese punto de vista humano, los había enviado en misión, dándoles el poder de expulsar a los demonios, y les había enseñado el Padrenuestro, instándoles a la perseverancia y la confianza en la oración (cf. Lc 10, 1.17; 11, 1-4). Es en medio de las actividades de este ministerio tan sobrenatural cuando le hacen al Maestro una singular petición.
En aquel tiempo, 13 le dijo uno de la gente: “Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia”.
Las palabras iniciales del pasaje evangélico que estamos contemplando dejan patente la completa disposición del Señor para atender a toda la gente que está a su alrededor. Al permitir que las personas tuvieran libre acceso a Él, sin intermediarios, siempre se encontraba listo para responder a las necesidades de los que se le acercaban. Ya sólo este pequeño detalle sería suficiente para llenarnos de confianza.
De hecho, la escena narrada nos presenta el caso de una persona que se dirigió a Jesús para pedirle ayuda. Sin duda, se trataría de un hermano más pequeño que tenía dificultades en el reparto de una herencia que le correspondía. La ley civil judaica determinaba que cuando dos hermanos heredaban de su padre un legado, éste debía dividirse en tres partes: dos serían para el hermano mayor y la otra para el más joven (cf. Dt 21, 17).1 Debido al carácter codicioso del ser humano, a pesar de la ley, ese precepto no dejaba de motivar frecuentes discusiones en el momento de su aplicación. A menudo tales contiendas acababan ante un juez, un rabino u otro árbitro apropiado. Según comenta Lagrange, “los rabinos habían acostumbrado a los judíos a recurrir a ellos para terminar con las cuestiones que en cierto sentido deberían ser resueltas según los principios del Derecho”.2
Un defecto común a todas las épocas
El contendiente del Evangelio, al acercarse al Señor para pedirle que interviniera en la división de los bienes de su familia, no parece que se haya parado ni un momento a reflexionar sobre la grandeza del Maestro delante de la cual se encontraba, considerándolo tan sólo como alguien de mucha popularidad, un buen abogado para la causa que anhelaba ganar. Podemos imaginarlo sufriendo la pérdida de su progenitor ya en edad madura. La juventud había quedado atrás y deseaba garantizarse el futuro, preocupación muchas veces dominante en el individuo que avanza en años.3 Ésta es la mentalidad de los que en esa etapa de la vida pierden el sentido de la generosidad y la capacidad de entender el carácter transitorio de los bienes tema porales. Y el hermano pequeño del Evangelio está con la mirada puesta en su futuro, en lo que podríamos definir —aunque suene paradójico— como la perpetuidad de esta tierra.
Desde el primer momento de la salida de Adán y Eva del Paraíso terrenal, la naturaleza humana fue a buscar el fruto del árbol de la vida en el destierro, en la patria terrena. También en nuestros días, y con más intensidad que en épocas anteriores, existe un fuerte anhelo por encontrar, a través de la medicina, un “elixir de la inmortalidad”, para intentar vivir en un limbo permanente en este mundo. Esta actitud es muy común y —según una expresión utilizada por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira— se podría denominar “limbolatría”,4 un término que designa muy bien la posición de los adoradores de una existencia feliz en un limbo sin fin, en un continuo disfrute de placeres aquí en este mundo, olvidándose de la verdadera eternidad y de lo sobrenatural. Ante esa concepción de la vida, involucrada en la petición relatada en el Evangelio, veamos cuál fue la respuesta del divino Redentor.
La misión del Señor no era temporal
14 Él le dijo: “Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?”.
En el Evangelio no consta que Jesús se haya negado clara y explícitamente a atender ninguna petición, sobre todo si se hacía con sincera humildad de corazón. Pero en el caso de este hombre rechaza pronunciarse sobre el asunto porque no era ésa su misión. Esto le competía a jueces y rabinos que por derecho tenían esa responsabilidad. Como comenta San Ambrosio, “el que había descendido por razones divinas, con toda justicia rechaza las terrenas, y no se digna hacerse juez de pleitos ni repartidor de herencias terrenas, puesto que Él tenía que juzgar y decidir sobre los méritos de los vivos y los muertos”.5
Estos primeros versículos son suficientes para que saquemos una bonita lección de ellos. La reacción de Cristo nos muestra que cuando alguien desea un bien únicamente para sí mismo, Dios se aparta. Sin embargo, celoso por la eterna salvación de todos, quiso comunicarle a ese hombre una nueva enseñanza: el peligro de dejarse enredar de una manera desequilibrada con los problemas de una herencia familiar. “Pedía la mitad de la herencia —afirma San Agustín—; solicitaba la mitad, pero en la tierra, y el Señor se la ofrecía toda en el Cielo. Le daba el Señor más de lo que pedía”. 6 Esto se debía al hecho de que ese hombre había puesto su atención en los bienes visibles con una voluptuosidad poco común, deseando tenerlos en sus manos a toda costa.
¿Qué es la codicia?
15 Y les dijo: “Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”.
Para mostrar la importancia capital de la frase que iba a pronunciar, Jesús comienza atrayendo la atención de sus oyentes: “Mirad”. Ahora bien, en este versículo hemos de considerar que cuando habla de “toda clase de codicia” quiere decir que no debemos tener una fijación desequilibrada con el asunto del dinero. Aunque no solamente con esto. De hecho, si sólo dijera “con la codicia”, podría referirse únicamente al dinero. Al haber dicho “de toda clase de codicia”, podía o no hacer alusión a él, por tanto, abarca otros bienes materiales.
Si queremos algo para nuestra estabilidad o bien personal, divorciado del amor a Dios y ambicionado ansiosamente, a eso se le llama codicia. El Doctor Angélico nos enseña que el pecado de codicia se efectúa: “Cuando se quieren adquirir y retener las riquezas sobrepasando la debida moderación. Esto es lo propio de la avaricia que se define como el deseo desmedido de poseer”. 7 Volviendo, entonces, a la historia del infeliz monje-herrero, cabe preguntarnos: ¿cómo es posible que la vida de una persona se resuma en el amor a una cerradura?
Seamos honestos y miremos muy de frente el amplio campo de bienes de nuestro alrededor. San Juan de la Cruz los define con precisión: “por bienes temporales entendemos aquí riquezas, estados, oficios y otras pretensiones, e hijos, parientes, casamientos, etc.”.8 Estos bienes incluso pueden ser una cerradura, un animal o un objeto al que nos apegamos en exceso o de manera desequilibrada, a pesar de que nos aparta de Dios.
No obstante, existen otras clases de codicia como la del sentimentalismo o del romanticismo, que nos exigen dejar a Dios a un lado para adorar lo que es meramente humano. Cuando alguien entrega su corazón a la codicia de ese afecto y adoración de los demás —y ésa es la esencia del romanticismo—, siempre querrá más, y vivirá en una continua inquietud. Otro tipo de codicia es la vanidad, que conduce al deseo de llamar la atención sobre sí, sea por la belleza física, causando un excesivo cuidado por su propia apariencia, sea por creerse poseedor de una gran inteligencia o dotado de otras cualidades. Hasta con relación a la salud podemos ser codiciosos, al tener desproporcionados y exclusivos cuidados con el cuerpo y el tratamiento de la enfermedad.
El apego puede concentrarse en pocos bienes
Es necesario tener presente que, aun cuando Jesús habla de abundancia de bienes, si nos encontramos en una situación de escasez material, de dinero o de bienes de otra índole, no significa que estemos libres del riesgo del apego a alguna cosa, como lo demuestra la historia del monje y la cerradura.
En este sentido, San Juan de la Cruz, continuando su análisis, comenta cómo de hecho es terrible el afecto desordenado a la abundancia material, pero explica que si alguien tiene muchos bienes, el apego se distribuirá entre todos ellos. Sería el caso, por ejemplo, del que posee mil monedas de oro: si llega a perder sólo una, quedándole las otras novecientas noventa y nueve, el estremecimiento no será tan grande. Sin embargo, si pierde novecientas noventa y nueve, toda la atención que tenía por las mil monedas se concentrará sobre la que le quedó. De este modo, el que posee pocos bienes puede tener por ellos un apego tan intenso como el que un nabab tendría por toda su fortuna, olvidándose de Dios a causa de eso.
Con todo es indispensable resaltar un matiz importante. Jesús no está condenando en esta parábola la posesión de bienes, ni el principio de propiedad, sino la codicia, es decir, el descontrol en la consideración de los bienes temporales.9
Un hombre bendecido por Dios
16 Y les propuso una parábola: “Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha”.
Ya al principio, el divino Maestro llama la atención sobre la fortuna del hombre de la parábola. Era rico, bien establecido y atendido con holgura en todas sus necesidades. De hecho, la ganadería y la agricultura eran las principales fuentes de riqueza en la Palestina de aquel tiempo. Por tanto, se estaba lucrando, porque la generosidad de Dios le había proporcionado la alegría de vivir en abundancia. Tanto había sido favorecido, que sus tierras habían producido una gran cosecha y, según podemos suponer por la narración que sigue, con un resultado muy superior a lo normal.
Ahora bien, ¿esa tierra a quién pertenece? Sin duda que es propiedad del agricultor, ¿pero quién la ha creado? ¿Quién ha hecho que dé frutos? Ciertamente la semilla, no obstante… ¿quién ha engendrado la semilla? Y si seguimos así, llegamos a la conclusión de que, en el fondo, todo es de Dios y sólo a Él le pertenece. “De Dios proceden todos estos beneficios, la buena tierra, la buena temperatura del cielo, la abundancia de semillas, la ayuda de los bueyes, todo lo demás de que se vale la agricultura para producir con abundancia. Y ¿qué es lo que descubrimos en este hombre?”.10 Vemos que, ante tal bondad de la Providencia Divina, su reacción no fue de reciprocidad.
Egoísmo y codicia siempre van de la mano
17 “Y empezó a echar cálculos, diciéndose: ‘¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha’. 18 Y se dijo: ‘Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. 19 Y entonces me diré a mí mismo: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente’”.
La actitud inicial del propietario es la de quien, de repente, se encuentra ante una situación de abundancia inesperada. “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”. Fue lamentable la intención, llena de egoísmo, subyacente a ese primer pensamiento. Al encontrarse con los campos floridos y preparados para sacar de ellos el rendimiento de una siega como nunca habría imaginado, el hombre sintió bullir en sí el elixir de la “limbolatría”, es decir, el deseo de permanecer en esta tierra toda la eternidad, sin infortunios, como lo demuestran las palabras del versículo siguiente.
Dios desapareció de sus planes y cuando esto ocurre vienen las desgracias. En efecto, si lo sacamos del centro de nuestras preocupaciones, nuestra persona asume con rapidez el papel principal de nuestra vida, porque sólo existen dos amores para nosotros: o amamos a Dios hasta el olvido de nosotros mismos, o nos amamos a nosotros mismos hasta el olvido de Dios.11
El personaje de la parábola quiere guardar el producto de la buena cosecha exclusivamente para su satisfacción. Es codicioso y avaro, como lo había advertido el Señor poco antes; lo desea todo para él y sólo para él. Parte de un principio errado —el de la egolatría— y ni siquiera se acuerda de hacer algún bien a los demás. Después de haber recibido copiosamente de las manos del Creador tal cosecha, y en cantidad muy superior a la esperada, tanto que no tenía donde almacenarla, debía haberla utilizado, según el deseo divino, también para beneficio del prójimo. Pero ni se le pasó por la cabeza semejante posibilidad. Si el alma no tiene a Dios como centro de sus pensamientos, le entra un ansia propia del apego y con ella la perturbación. “Non in commotione Dominus”, en la agitación no está el Señor (cf. 1 R 19, 11). El espíritu de avaricia nos hace perder la paz.12
De la misma manera como el mencionado monje-herrero no se molestó en hacer nuevas cerraduras para todas las celdas del monasterio —a pesar de ser excelente en la profesión y tener bastante habilidad para ello—, el propietario de la parábola pretende construir los graneros pensando en una estabilidad basada en el mero gozo de su vida personal. En ambos sobresale una profunda actitud egoísta.
Por otro lado, el Maestro no afirma que exista una intención explícita de pecado en todo esto. No obstante, al poner en los labios de ese agrigultor las palabras “descansa, come, bebe, banquetea alegremente…”, nos está indicando que hay un olvido del primer mandamiento de la Ley de Dios: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. El que había sido la causa de tal situación de abundancia ahora era dejado de lado y ya no es recordado más.
Por tal motivo a ese propietario no le parece suficiente el considerable sustento reservado en los graneros que ya existían. Al año siguiente y en los próximos cosecharía nuevamente, quizá todavía más. Sin embargo, la avaricia y las ganas de disfrutar lo habían cegado. Así piensan todos lo que son dominados por la codicia. Nunca se satisfacen con los dones recibidos de las manos de Dios y ansían algo más. “La razón de que la codicia nunca se sacia es que el corazón del hombre está hecho para recibir a Dios. […] Por lo tanto, no puede llenarlo lo que es menos que Dios”.13 Esta insatisfacción provoca un desequilibrio emocional, cuyos frutos se traducen en una falta de virtud, debido al deseo desordenado de querer cada vez más. San Bernardo califica la codicia como “un mal muy sutil; virus oculto, peste invisible, padre del engaño, madre de la hipocresía, progenitor de la envidia, origen de los vicios, yesca de los crímenes, herrumbre de las virtudes, polilla de la santidad, obcecación de los corazones, adulteración de los antídotos, medicina ponzoñosa”.14
¡Ay del que construye su vida —espiritual o temporal— sólo para sí mismo! Tarde o temprano escuchará la misma advertencia que salió de los labios del Señor dirigida al hombre de esta parábola.
Al final de la vida, de nada nos servirá la codicia
20 “Pero Dios le dijo: ‘Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?’. 21 Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios”.
Continuaba acumulando trigo y bienes materiales, pretendiendo construir un nuevo granero seguro, porque había hecho de la vida en el tiempo su fin último, pensando prolongarla eternamente. Su necedad consistió en un acto de desamor con relación a lo eterno. Tal vez este pobre desdichado haya visto incluso la demolición de la antigua despensa. Sin embargo, ni siquiera pudo ver los cimientos de la nueva construcción.
El que no cumple el primer mandamiento de la Ley de Dios se encuentra en la situación de ese infeliz. Así es la actitud de muchas personas que “oscurecidas con la codicia en las cosas espirituales, sirven al dinero y no a Dios, y se mueven por el dinero y no por Dios, poniendo delante el precio y no el divino valor y premio, haciendo de muchas maneras al dinero su principal dios y fin, anteponiéndole al último fin, que es Dios”.15 Se olvidan de las dos vidas presentes en su interior: la humana y la divina; cuidan celosamente de la primera y descuidan la segunda, que es el estado de gracia.
Ahora bien, ¿quién de nosotros no ha sentido la tentación de acumular otra clase de bienes, aunque nos alejen de Dios y de la eternidad, olvidándonos de la breve duración de nuestra vida? ¡Cuántos e innumerables ejemplos hay en la Historia de personas cuya vida les fue arrebatada precisamente cuando se encontraban en el auge de una realización terrena! En efecto, San Juan de la Cruz afirma con severidad: “Todas las veces que vanamente nos gozamos está Dios mirando y trazando algún castigo y trago amargo según lo merecido”.16 ¡No seamos necios! ¿Quién puede asegurar el día y la hora de su propia muerte, si ni siquiera los médicos son capaces de determinarlo con exactitud? ¿Quién puede garantizar la duración de su vida hasta el final de la noche de hoy? ¿Quién puede afirmar que continuará existiendo mañana? Para morir sólo basta una condición: estar vivo.
Por consiguiente, es mil veces mejor estar a cada instante con la principal atención puesta en lo que es eterno. Después de la muerte viviremos para siempre y, en un momento determinado, recuperaremos nuestros cuerpos, en estado de gloria o de horror, dependiendo de nuestras obras. Si vamos al Cielo recibiremos la gloria, pero si vamos al infierno tendremos un perpetuo sufrimiento.
¿Valdrá la pena, pues, andar inquieto y vivir afligido por las cosas concretas y olvidarse de las eternas? Si procedemos de esa manera, por mucho que poseamos numerosas cosechas, deseemos construir innumerables graneros o tengamos propiedades sin fin; o, por el contrario, aunque seamos pobres, sentados a la vera del camino pidiendo limosnas, el resultado será el mismo: estaremos amargados, como el triste hombre de la parábola, dispuestos a construir con él un granero para esta tierra y no para la eternidad.
La legitimidad de hacer acopio
Sin embargo, puede surgir en nuestro interior una pregunta: ¿cómo actuar ante las incertidumbres de la vida presente? ¿Es legítimo hacer acopio? ¿Cómo armonizar las lícitas preocupaciones humanas con la estabilidad material? En realidad, el que no examine cuidadosamente el texto evangélico podrá quedarse con una impresión equivocada al pensar que se está reprobando el derecho de poseer, porque el hombre de la parábola es considerado por el mismo Jesús como un necio. ¿Estaría Dios condenando la aspiración a un derecho, puesta por Él mismo en el alma humana —el derecho de propiedad—,17 dando a entender que es pecado desear o poseer bienes? ¿Cuál fue la necedad de ese hombre? ¿Habría condenado Cristo el acto de hacer acopio, por el simple hecho de que el agricultor, habiendo reunido una enorme cosecha más allá de sus expectativas, haya querido construir un granero capaz de almacenar grandes cantidades hasta el final de su vida? Si eso fuera así, cualquier casa que tuviera una despensa estaría condenada, porque no estaría permitido guardar provisiones, según este Evangelio…
Desgraciadamente es común oír argumentos absurdos contra el derecho de propiedad.
Ahora bien, éste está presente en esa aspiración que Dios ha puesto en el corazón humano. Y la práctica de tal derecho nos permite conservar los medios para garantizar nuestra subsistencia y atender las necesidades personales y familiares o, incluso, las de una digna posición social. Pero, antes que nada, es necesario ser rico delante de Dios. Y esta riqueza se conquista teniendo la primera atención dirigida hacia los bienes eternos. De esta forma, si el amor a Dios está presente y el egoísmo se deja de lado, entonces hasta el hacer reservas y atesorar bienes será legítimo.
No obstante, el amor a Dios exige un despliegue de amor al prójimo. Es necesario, pues, recibir y ahorrar para distribuir siempre, sin guardar con exclusividad para sí. Esta regla no sólo es extensiva al dinero y a los bienes puramente materiales, sino también a todo y cualquier beneficio o cualidad dados por Dios. De la misma manera, se podría aplicar la condenación que se hace en el Evangelio a quien estudia únicamente con la intención de convertirse en un genio y no para transmitir sus conocimientos a los demás; a quien reza para uno mismo y nunca por los otros; a quien se relaciona con sus semejantes con el objetivo de satisfacer el deseo de alabanzas y estima personal y no el de hacerles el bien, en función de la salvación eterna. Estos desvaríos hacen de los actos humanos dañinos y marcados con el inconfundible sello del egoísmo.
III – No apartar los ojos de la eternidad
Hemos de tener presente, por tanto, lo rápido que pasamos por esta tierra. Nuestra atención no puede fijarse sólo en este mundo y olvidarse del otro. Cuántas veces, a lo largo de los siglos, constatamos que cuando una nación o un área de civilización decide volverse hacia Dios, abriéndose a la perspectiva de la eternidad, todo lo que hay de bueno florece.
Por otro lado, cuando los hombres excluyen a Dios del centro de sus vidas y le roban el sitio reservado a Él, toda clase de desgracias y castigos caen sobre ellos. En la actualidad, nos encontramos en una época de inventos y de magníficos descubrimientos científicos, impensables en otros tiempos. Pero esas maravillas le acarrean a los hombres un nuevo y grave problema, porque muchos pueden obsesionarse tanto con ellos que acaban olvidándose de Dios…
En nuestros días, con más ímpetu que antes, la inmoralidad quiere destruir de manera definitiva a la moralidad, conforme lo indica la velocidad de degradación de las modas, de las costumbres, de la familia. Hasta tal punto se están generalizando los desórdenes morales que si se les ofreciera a las personas con una expectativa de muerte inminente una medicina que le alargase la vida un poco más, pero se les exigiera la renuncia a la impureza, sin duda alguna, una buena parte preferiría morir antes que perder la posibilidad de cometer ese género de pecado. El que así procede tiene, en el fondo, un espíritu en el que impera una deliberada desobediencia a los Diez Mandamientos, porque sus ojos están puestos en las cosas de aquí abajo y no en las de lo alto. A ellos les pasará lo que expresa también la primera Lectura de hoy, del Eclesiastés: “Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado. También esto es vanidad y grave dolencia” (Ecl 2, 21).
El sentido etimológico de la palabra vanidad es: vacío. El que vive buscando la codicia, imaginando que con ella saciará su alma, persigue el vacío.
Cuando nos trasladamos definitivamente a otro país, tenemos la posibilidad de llevarnos todas nuestras pertenencias. No obstante, cuando salimos de este mundo —pasando por el Juicio— camino de la eternidad, no podemos llevarnos nada, ni la ropa, porque ésta se queda en la tumba con el cuerpo y se convierte en alimento para los gusanos. Así pues, será mejor aplicar el capital en el tesoro espiritual para llegar al otro lado mucho más afortunados. Es el consejo que se nos da hoy: no poner nuestra atención y preocupación en las cosas concretas de esta tierra, sino en la eternidad, lo que se obtiene aceptando la amonestación de San Pablo a los Colosenses, en la segunda Lectura de la Liturgia de este domingo: “Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia” (Col 3, 5).
En resumen, el problema no se encuentra en tener o no tener, sino en ser rico delante de Dios. Y para ello es necesario que no seamos románticos, ni vanidosos, ni desear elogios de los demás, ni buscar el dinero con avidez, ni ser orgullosos. Ser rico delante de Dios es en realidad ser despretencioso, ser abnegado. Ser rico delante de Dios es tener mucha fe. Ésta es la riqueza a la cual Jesús nos invita.
Para alcanzar esa meta, no hay otro camino que el de la oración, donde encontraremos las gracias necesarias para llegar felices a la eternidad. Practicar la virtud, procurando hacer el bien a los demás y queriendo nuestro auténtico bien personal, he aquí la preparación para ese viaje sin retorno, viaje que no necesita pasaporte, carnet de identidad, tarjeta de crédito ni visado de entrada. La entrada dependerá, eso sí, de una vida agradable a Dios y enteramente fiel a su Ley.
1 Cf. FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Vida pública. Madrid: Rialp, 2000, v. II, p. 381; GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. El Evangelio explicado. Año tercero de la vida pública de Jesús. Barcelona: Rafael Casulleras, 1930, v. III, pp. 226-227.
2 LAGRANGE, OP, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Luc. Paris: J. Gabalda, 1927, p. 357.
3 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 118, a. 1, ad 3.
4 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 15/11/1980.
5 SAN AMBROSIO. Tratado sobre el Evangelio de San Lucas. L. VII, n.º 122. In: Obras. Madrid: BAC, 1966, v. I, p. 405.
6 SAN AGUSTÍN. Sermo CVII, c. I, n.º 2. In: Obras. Madrid: BAC, 1983, v. X, p. 748.
7 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., a. 1. 8 SAN JUAN DE LA CRUZ. Subida del Monte Carmelo. L. III, c. XVIII, n.º 1. In: Obras Completas. 4.ª ed. Madrid: BAC, 1960, p. 580.
9 Cf. SAN BEDA. In Lucæ Evangelium Expositio. L. V, c. 12: ML 92, 491-492.
10 SAN BASILIO MAGNO. Homilia in illud dictum Evangelii. Destruam horrea mea, n.º 1: MG 31, 261-264.
11 Cf. SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L. XIV, c. 27. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVI-XVII, p. 984.
12 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., a. 8. 13 SANTO TOMÁS DE AQUINO. De decem præceptis. Art. 11. De nono præcepto.
14 SAN BERNARDO. Sermo in psal mum XC, c. VI, n. 4. In: Obras Completas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2005, v. III, p. 483.
15 SAN JUAN DE LA CRUZ, op. cit., L. III, c. XIX, n.º 9, p. 585.
16 Idem, c. XX, n.º 4, p. 588.
17 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 66, a. 1: “Tiene el hombre el dominio natural de las cosas exteriores, […] porque siempre los seres más imperfectos existen por los más perfectos […]. Este dominio natural sobre las demás criaturas, que compete al hombre por su razón, en la que reside la imagen de Dios, se manifiesta en la misma creación del hombre”.