Comentario al Evangelio – XX Domingo del Tiempo Ordinario – ¡El fuego purificador!

Publicado el 08/09/2016

 

– EVANGELIO –

 

49 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! 50 Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! 51 ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. 52 En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; 53 estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra (Lc 12, 49-53).

 


 

Comentario al Evangelio – XX Domingo del Tiempo Ordinario – ¡El fuego purificador!

 

Anunciando el momento en que la faz de la Tierra será renovada por el incendio del amor divino, Nuestro Señor revela la extraordinaria fuerza que nace de su sacrificio y manifiesta el ardiente deseo de consumarlo.

 


 

I — Las manifestaciones de amor del Divino Maestro

 

Son conmovedoras y admirables las manifestaciones de misericordia de Nuestro Señor Jesucristo durante su vida pública. No rehusando jamás ningún beneficio a los infelices que se acercaban a Él necesitados de auxilio, realizaba curas corporales y espirituales nunca antes vistas. Cierta vez, en el camino que conduce a la ciudad de Naím, se encontró con el cortejo fúnebre de un joven que dejaba a su madre, una pobre viuda, desamparada y sola. Compadecido de la triste suerte que a ésta le esperaba, Jesús hizo que el joven recuperase la vida y lo restituyó a su progenitora en excelentes condiciones físicas, sin duda mejores que las anteriores. En otra ocasión, diez leprosos gritando a distancia, imploraban el fin de sus males. Con una mirada benigna del Maestro, recibieron la anhelada cura, gracias a la cual, llenos de júbilo, regresaron a su medio social. Mayores eran, sin embargo, los beneficios hechos a las almas: todos los pecadores que se arrepentían recibían el perdón de sus pecados. Incesantes eran los milagros e inconmensurable el tamaño de sus favores. Por eso, el Apóstol Pedro sintetizó tales obras afirmando que Él “pertransivit benefaciendo — pasó haciendo el bien” (Hch 10, 38).

 

Como oímos con frecuencia de los propios labios divinos palabras llenas de compasión, el pensamiento que encierra el Evangelio de este 20º Domingo del Tiempo Ordinario puede causarnos cierta perplejidad por no concordar, a primera vista, con el modo de proceder de Nuestro Señor registrado en otros pasajes. Por lo tanto, ¿habría una contradicción en el ministerio de Jesús? ¿O sus palabras sobre el fuego, la división y el rompimiento de los lazos familiares contienen una profundidad que exige un análisis más cuidadoso? El texto propuesto por la Liturgia de este domingo nos ofrece una privilegiada oportunidad para comprender la verdadera amplitud de la perfectísima enseñanza de Cristo y sus consecuencias para la vida de cada uno de nosotros.

 

II — Un nuevo fuego es traído a la Tierra

 

49 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”

 

Moisés – catedral de Colonia

(Alemania)

Es osada la afirmación del versículo inicial, en el cual Nuestro Señor declara haber asumido la Encarnación con la finalidad de propagar un fuego y, al ser tan vehemente su deseo de verlo arder, aguarda con ansiedad la llegada de tal momento. ¿Debemos entender literalmente tal afirmación? ¿Vino Él como una antorcha ardiente, para recorrer todas las regiones a fin de producir un incendio universal? Es evidente que no.

 

Por otro lado, sabemos que la figura del fuego aparece en la Escritura con diversos significados, la mayoría de las veces con una connotación punitiva. En el episodio en que una llamarada procedente del Señor devoró a los doscientos cincuenta que se habían rebelado contra Moisés, fue tan eficaz el efecto producido que no sobró ningún rastro de los difamadores (cf. Eclo 45, 22-24; Num 16, 35). Con semejante finalidad, Elías hizo bajar fuego del Cielo sobre dos capitanes, cada uno acompañado por cincuenta soldados, y todos fueron inmediatamente incinerados (cf. II Re 1, 9-12). El Apocalipsis anuncia el fuego que será lanzado sobre la Tierra para purificarla en la conflagración final (cf. Ap 20, 9-10). Asimismo, las referencias a las penas infernales siempre están acompañadas de la imagen de un incendio peculiar, creado por Dios con este objetivo, y cuya energía es Él mismo: un fuego inteligente que no se apaga. 1

 

Ahora bien, el contexto de este Evangelio revela que el Salvador no alude a pasajes antiguos ya conocidos por el público al cual predicaba, ni se refiere a las llamas del infierno. Sus palabras, envueltas en misterio, versan sobre un fuego nuevo, señalado solamente por la predicación de San Juan Bautista.

 

La humanidad necesitaba de una purificación

 

A la apiñada multitud, ávida por saber si estaba o no ante el Mesías, declaró el Precursor en tono solemne: “Yo os bautizo con agua; pero viene uno que es más poderoso que yo, a quien no merezco desatar las correas de sus sandalias: ese os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 16). Era el anuncio del bautismo sacramental, acompañado de un fuego renovador, incomparablemente más perfecto, profundo y eficaz que el de la penitencia.

 

De hecho, antes de la venida de Nuestro Señor, la humanidad estaba pervertida y marcada por los efectos del pecado original, habiéndose tornado verdadera esclava de las pasiones desordenadas. Con el paso de los siglos, el paulatino enraizamiento de las malas tendencias, cuyas lamentables consecuencias registra la Historia, hacía indispensable una purificación. ¿Cómo realizar la santificación de la sociedad en tales circunstancias? Por las vías normales del esfuerzo o por la práctica de la virtud natural no se alcanza tan elevado objetivo; era imprescindible un factor determinante, de iniciativa divina, ya que el hombre no tenía fuerzas para vencer su propia maldad. El Redentor vino a traer este magnífico remedio.

 

El fuego del amor divino

 

Por medio de la unión de la naturaleza humana con la divina en una sola Persona, y por los méritos infinitos de la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, bajó a la Tierra un fuego capaz de purificar el cieno en el cual los hombres estaban atascados: “Jesús vino del Cielo a la Tierra a poner fuego en las almas para depurarlas, quemar sus escorias, y hacerlas pura plata y oro ante Dios: es el fuego de la santidad, de la caridad; es todo el sistema de santificación que trajo Jesús al mundo”.2 Con la Redención, fuimos elevados a un nivel espiritual inconcebible, pues se nos abrió la posibilidad de ser agradables a Dios y partícipes de su propia divinidad. Llamados a alcanzar la misma perfección del Padre Celestial (cf. Mt 5, 48), recibimos para eso la efusión del amor de Cristo que acrisola nuestro propio amor y lo hace meritorio y fecundo, además de ofrecernos la posibilidad de vencer el pecado que, aunque conserve su aguijón, ya no impera más. A medida que los hombres se dejan penetrar por el fuego de la caridad, van siendo vencidos los obstáculos a las inspiraciones de la gracia y nada detiene la marcha de aquellos que aman. Quien se entrega por entero al amor sobrenatural, se vuelve capaz de realizar prodigios, tal como lo hicieron los grandes héroes de la fe.

 

Santa Juana de Arco, por ejemplo, a caballo, revestida de una armadura, lideró un ejército y conquistó la libertad de su nación. Santa Catalina de Siena, gran Doctora de la Iglesia, consiguió que el Papa volviese a la Sede de Roma después de más de medio siglo de exilio en Aviñón y aconsejó con tanta sabiduría a los poderosos de su tiempo que nadie pudo cuestionar la inspiración divina de sus palabras. Para ambas no hubo ley de prudencia humana que significase un impedimento. Movidas por este fuego abrasador, lucharon por una causa excelente, enfrentaron con determinación sobrehumana las mayores adversidades y cambiaron los rumbos de la Historia.

 

Estas almas poseyeron la plenitud de la caridad, para cuya representación Nuestro Señor no encontró mejor símbolo que el fuego, pues la llama es atrayente, bella, eleva su brillo hacia el Cielo e ilumina; y sin embargo, al mismo tiempo, quema y nadie se atreve a juzgar inocuo su poder de combustión.

 

El bautismo del Calvario

 

50 “Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!”

 

Además de dejar claro que la propagación de este fuego depende de su propia iniciativa, el Maestro revela que ha de pasar por un bautismo, utilizando para ello una expresión categórica: “Tengo que pasar por un bautismo”. Él ya había recibido, al comienzo de su vida pública, el bautismo de San Juan —no lo necesitaba, pero quiso recibirlo, entre otras razones, para santificar las aguas del universo 3— lo que muestra que no se refiere aquí al bautismo penitencial. Por encima de éste —¡e infinitamente más valioso!— está el doloroso bautismo de sangre operado por los tormentos de la Pasión. El autorizado parecer de Maldonado sintetiza la opinión de los exégetas al respecto, puesto que Nuestro Señor envuelve esta afirmación en una penumbra un tanto misteriosa: “Llama bautismo, indudablemente, a su pasión y muerte, como todos los intérpretes admiten […]. De suerte que ser bautizado, que es propiamente sumergirse bajo las aguas, se toma aquí por padecer y morir; y bautismo, por tribulación, pasión y muerte”.4 Dada la suprema perfección de Cristo, tal bautismo no redunda en beneficio para Él, que es Dios, sino para la humanidad.

 

¿Por qué estaba Él ansioso de que esto se cumpliese? El rescate del género humano se obtendría a través de esa entrega. Siendo así, su amor infinito por las almas lo impulsaba a querer purificarlas cuanto antes y que este fuego comenzara a consumir las miserias humanas, transformando a los hombres en perfectos hijos de Dios. Era el “deseo ardiente y generoso con que, como redentor, quería Jesús, en alguna manera, adelantar su pasión, a causa de los frutos de salvación que esta había de producir para el linaje humano”. 5

 

Tal como se verifica en todas las palabras y pormenores de la vida del Salvador, una sublime enseñanza dimana de este pasaje: Jesús nos indica cuánto debemos anhelar ver realizado lo más pronto posible el bien que nos cabe hacer. A partir del momento en que tenemos claro lo que la voluntad divina quiere a nuestro respecto, es necesario desear cumplirla sin demora, empeñando toda nuestra dedicación, todos nuestros esfuerzos y sacrificios a fin de ser instrumentos de la gracia para la salvación del prójimo. El fuego de la caridad no admite tardanzas, pues éstas suponen un enfriamiento del fervor, y Jesús, movido sólo por el amor al Padre y a nosotros, camina ávido hacia el tormento, como señala San Ambrosio: “Tanta es la condescendencia del Señor, que atestigua tener en su corazón un gran deseo de infundirnos la devoción, de consumar en nosotros la perfección y de llevar a cabo, en favor nuestro, su pasión”. 6

 

La generosidad del Corazón de Jesús

 

La generosidad infinita de tal entrega nos conduce a reflexionar sobre los beneficios recibidos de Cristo: Él quiso encarnarse, sufrir todos los inconvenientes de la naturaleza humana padeciente, como hambre, frío, sed, calor, cansancio, injurias… y, además, pasar por el bautismo de sangre. Soportó el holocausto con la intención de reparar nuestras faltas; purificarnos de todas las manchas del pecado de nuestros primeros padres, Adán y Eva, devolviéndonos el estado de gracia y de esta forma, reintegrándonos a la familiaridad con Él, por la participación de la naturaleza divina; y concedernos el privilegio de ser hijos del Padre por adopción, sus hermanos y coherederos, para gozar por toda la eternidad junto a Él. Vemos así, aunque de modo muy imperfecto, las dimensiones extraordinarias del Sagrado Corazón de Jesús, corazón humano unido hipostáticamente a Dios y en el cual hay una completa conformidad entre el amor que parte de la humanidad y el que se origina de la divinidad. Son dos amores coexistentes en un mismo Corazón, incomprensibles, inalcanzables e inabarcables por nuestro limitado intelecto.

 

Con el apogeo de la entrega de este Corazón, consumada en el Calvario, se comprende que el curso de la Historia no podría continuar como antes.

 

III — Una nueva era para la humanidad

 

Después de sintetizar en dos extraordinarios versículos la superabundancia de amor con la cual trajo la salvación a la humanidad, Nuestro Señor acentúa, en los siguientes, las consecuencias de la adhesión a su Persona y doctrina. En efecto, desde el primer pecado cometido por Adán y Eva hasta la Encarnación, existía en toda la redondez de la Tierra una fuerza predominante que podemos designar como polo del mal. Aunque estuviese en vigor la promesa divina que garantizaba la Redención y se aplicase de modo constante en favor de los judíos la solicitud del Creador, es patente que entre los demás pueblos de la Antigüedad existía un consenso que hacía reinar el mal en todos los ambientes, sin que hubiese posibilidad para los buenos de realizar obras de importancia para destruir el imperio del demonio. Apoyadas en esa pseudoarmonía producida por el pecado —una perfecta unidad engañosa—, las potencias infernales habían establecido la cohesión del mal. Era, por así decirlo, prohibido ser bueno, y todos los hombres, con rarísimas excepciones, se adaptaban a la mentalidad dominante. Los que practicaban el bien lo hacían casi siempre sigilosamente, sin volverse conocidos, so pena de que sus buenas acciones, adquiriendo proporciones, fuesen aniquiladas con ímpetu arrollador.

 

Ahora bien, la venida de Cristo encendió el fuego del amor divino sobre la Tierra e inauguró el polo del bien, con una fuerza de expansión extraordinaria. Como observa el padre Manuel de Tuya: “Este fuego que Él pone en la Tierra va a exigir tomar partido por Él. Va a incendiar a muchos, y por eso Él trae la ‘disensión’, no como un intento sino como una consecuencia”. 7 Es inevitable una separación radical, pues quien se adhiere al bien restringe la acción de quien opta por el mal e impide su progreso, abriéndose, así, un abismo que los va distanciando.

 

Jesús se opone a la tranquilidad del desorden

 

51 “¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división”.

 

Estamos ante una de las afirmaciones más categóricas proferidas por el Maestro en todo el Evangelio: “No paz, sino división”. ¿Cómo el “príncipe de paz” profetizado por Isaías (9, 5), que al invocar la presencia del Espíritu Santo dirá: “La paz con vosotros” (Jn 20, 19), predica que no vino a traerla? He aquí un versículo que causa perplejidad a los espíritus cartesianos. La explicación, sin embargo, es simple y profunda: su paz no coincide con la que es entendida según conceptos deformados: “Yo os la doy, no como el mundo os la da” (Jn 14, 27). La auténtica paz es la tranquilidad del orden, nos enseña San Agustín. 8 La paz rechazada por Nuestro Señor es la que se establece cuando las almas están unidas por el pecado, por la complicidad que lleva a los hombres perversos a protegerse entre sí y a vivir en aparente concordia, en una falsa armonía fundamentada en el mal. Tales hombres pueden tener algunas veces discrepancias, siempre originadas en intereses personales y

egoístas, pero en el campo de los principios se mantienen en pleno acuerdo.

 

Un adúltero, por ejemplo, protege a su cómplice para disfrutar de su relación ilícita; los miembros de una cuadrilla de ladrones se apoyan en el momento de robar, para apropiarse más fácilmente del bien ajeno. La aparente paz que reina entre ellos es en realidad la connivencia en el mal, pues el principio de unión que los congrega es el pecado; están mancomunados en una tranquilidad desordenada en la que no hay verdadera paz, por no estar conformes al orden. Podríamos comparar tal situación a la calma de un pantano repugnante en donde hay todo tipo de gérmenes infecciosos; aunque las aguas sean tranquilas, no están en orden, porque allí reina la podredumbre y proliferan los nocivos microbios. El origen de ese mutuo apoyo en el mal está en el hecho de que el hombre está dotado de un vigoroso instinto de sociabilidad que le dificulta practicar el mal a solas, lo que contraría su propia conciencia. Para transgredir la Ley de Dios, él busca siempre una compañía que le ayude a acallar sus resistencias internas: el bandido desea que otros lo sigan en el pillaje, el impuro procura juntarse con otros impuros.

 

La división inaugurada por Jesús se basa en una intransigente censura a esa actitud de complicidad en el mal, sobre todo por la recta conducta de las almas virtuosas y por la corriente de buenos suscitada por ellas. Al fundar la Iglesia inmortal, Nuestro Señor dio al bien una fuerza divina capaz de desenmascarar el error de los que abrazan el pecado, de mostrar cuán detestable es y de oponer resistencia a su dominio. Hasta la venida de Cristo, la virtud y el bien tenían un alcance limitado. Él vino a hacerlos omnipotentes y a transformarlos en el factor decisivo de la Historia. La separación entre buenos y malos se convirtió en una realidad mucho más explícita que antes, con una peculiar característica: los buenos, cuando son íntegros, siempre salen victoriosos. Como señala el padre Raniero Cantalamessa, “Él ha venido a traer la paz y la unidad en el bien, la que conduce a la vida eterna, y ha venido a quitar la falsa paz y la unidad, que sólo sirve para adormecer las conciencias y llevarlas a la ruina”. 9 La paz de Cristo es la paz de la virtud, del buen orden de las cosas y de la práctica de todos los Mandamientos de la Ley de Dios.

 

Quien abraza la virtud siembra división

 

52 “En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; 53 estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”.

 

Al mostrar cómo la separación que ha traído tiene una aplicación concreta, el Divino Maestro anuncia la división en el núcleo de la familia, la institución más querida y arraigada en el corazón humano. En estos versículos Jesús no hace referencia a las desavenencias comunes que con frecuencia existen entre los miembros de un mismo hogar, sino a las actitudes de los parientes más próximos, cuando se cierran a la invitación de la gracia, contra aquellos que verdaderamente lo aman.

 

Claro está que esa separación no es una regla absoluta, pues, si todos están en el camino de la santidad, la familia disfruta de una verdadera paz. No obstante, si la llama del amor divino no penetra en el conjunto, no existe entonces el factor principal de cohesión, según resalta la enseñanza de San Ambrosio: “Si hay que dar el honor correspondiente a los padres, ¡cuánto más al Creador de los padres, a quien tú debes dar gracias por tus mismos padres! Y si ellos no le reconocen en absoluto como a su Padre, ¿cómo los puedes tú reconocer a ellos? En realidad, Él no dice que haya que renunciar a todo lo querido, sino que hay que dar a Dios el primer lugar. […] No se te prohíbe amar a tus padres, sino el anteponerlos a Dios; porque las cosas buenas de la naturaleza son dones del Señor”. 10

 

Como los que viven en pecado tienen graves problemas de conciencia, insatisfacción e inseguridad, desean pervertir o destruir a quien denuncia su iniquidad. Este ímpetu maléfico no respeta ni siquiera los lazos de la naturaleza, tan elevados y bendecidos por Dios, como vemos en el martirio de Santa Bárbara o en la persecución sufrida por San Francisco de Asís, y en el testimonio de muchos otros bienaventurados. En ellos se cumplió al pie de la letra la predicción hecha en este versículo, pues fueron perseguidos por sus propios padres.

 

El fuego de la caridad que Nuestro Señor trajo a la Tierra despierta la enemistad de los adeptos de la pseudopaz, produce un combate en el interior de las familias y genera una situación en la cual la virtud de la fortaleza debe ser practicada, pues la unión propagada por los que desprecian a Dios resulta inaceptable. No cabe duda de que, en ciertas ocasiones, debemos practicar la prudencia y utilizar todos los medios para obtener de Dios la salvación eterna de nuestros parientes, pero sin abandonar la firmeza de nuestras convicciones cristianas, las cuales valen más que cualquier vínculo terreno.

 

IV — Encended nuevamente el fuego de vuestro amor

 

Dos milenios después de esta arrebatadora predicación, la Liturgia de hoy nos repite el llamamiento del Salvador, ahora dirigido a cada uno de nosotros. Con la misma caridad con que hablaba a sus discípulos, Jesús nos invita a dejarnos consumir como una llama de alabanza y adoración a Él, recibiendo el fuego sagrado que ha traído al mundo. Abramos nuestras almas a este incendio renovador que quema los egoísmos, subsana los problemas, eleva las mentes al deseo de las cosas celestiales y transpone las barreras de la falta de confianza, de fe y de ánimo. Basta una leve correspondencia nuestra a ese amor para que se operen maravillas, el poder de las tinieblas sea vencido y se consolide el polo del bien. Y cuando el viento contrario de la división sople sobre nosotros, tengamos presente que Jesús ya lo anunció y no nos negará las fuerzas para obtener la victoria, pues los malos no pueden triunfar sobre el fuego de la integridad, de la inocencia, de la radicalidad a favor del bien; en una palabra, de la santidad.

 

Con cuánto pesar verificamos que la humanidad de nuestros días está despeñada en un insondable abismo de pecado y, más que nunca, necesita una purificación. La gravedad de las ofensas cometidas contra Dios y los riesgos de condenación eterna por los que pasan las almas indican la indiferencia de muchos ante el mensaje salvífico del Evangelio. En esa coyuntura cabe una pregunta, un examen de conciencia: ¿En qué medida hemos colaborado para revertir ese cuadro? ¿Cuál ha sido nuestra generosidad ante tal panorama, cuya solución consiste en una entrega total de nuestra vida a Cristo, hacia la cual debemos caminar con santa ansiedad?

 

Nuestra Señora nos ofrece un extraordinario ejemplo de amor fervoroso y desapegado. Ella, consumida por la caridad, se preocupaba por el estado del mundo, por las almas que se perdían y deseaba cooperar en la conversión de la humanidad. Al considerarse nada, María ardía de celo y, por esta razón, fue visitada por el Arcángel San Gabriel, que le trajo el premio de su ferviente amor: la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad en su seno.

 

Según comenta el profesor Plinio Corrêa de Oliveira, “la principal alegría de Nuestro Señor durante su vida terrena era una lámpara encendida en la casa de Nazaret: el Corazón Sapiencial e Inmaculado de María, cuyo amor excede al de todos los hombres que hubo, que hay y que habrá hasta el fin del mundo”. 11 Pidamos a la Santísima Virgen que se digne transmitirnos una centella de la ardiente caridad de su Corazón, a fin de que su Divino Hijo nos utilice como instrumentos fieles en la propagación de ese fuego purificador por toda la faz de la Tierra.

 


 

1) A ese respecto, dice Garrigou-Lagrange: “Santo Tomás (C. Gentes, IV, c.90, IIIa; Suppl., q.70, a.3) y sus mejores comentadores admiten que el fuego del infierno recibe de Dios la virtud de atormentar a los renegados” (GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. O homem e a eternidade. Lisboa: Aster, 1959, p.153). Ver también SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. Suppl., q.97, a.5, ad 3; a.6, ad 2.

2) GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. El Evangelio explicado. Años primero y segundo de la vida pública de Jesús. Barcelona: Acervo, 1967, v.II, p.195.

3) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q.39, a.1.

4) MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los Cuatro Evangelios. Evangelio de San Marcos y San Lucas. Madrid: BAC, 1956, v.II, p.609.

5) FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Madrid: Rialp, 2000, v.II, p.385.

6) SAN AMBROSIO. Tratado sobre el Evangelio de San Lucas. L.VII, n.133. In: Obras. Madrid: BAC, 1966, v.I, p.413.

7) TUYA, OP, Manuel de. Biblia comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v.V, p.855.

8) Cf. SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L.XIX, c.13, n.1. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v.XVI-XVII, p.1398.

9) CANTALAMESSA, OFMCap, Raniero. Echad las redes. Reflexiones sobre los Evangelios. Ciclo C. Valencia: Edicep, 2003, p.279.

10) SAN AMBROSIO, op. cit., L.VII, n.136, p.415.

11) CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 7 abr. 1984.

 

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