– EVANGELIO –
En aquel tiempo, 1 se reunieron junto a Él los fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén; 2 y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. 3 (Pues los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, 4 y al volver de la plaza no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas). 5 Y los fariseos y los escribas le preguntaron: “¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras?” 6 Él les contestó: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí. 7 El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos’. 8 Dejáis a un lado el Mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. 14 Llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo: “Escuchad y entended todos: 15 nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. 21 Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, 22 adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. 23 Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro” (Mc 7, 1-8.14-15.21-23).
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Comentario al Evangelio – XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO ¿Dónde está mi corazón?
Frente a la hipocresía farisaica, el Divino Maestro demuestra que el hombre no se define por las exterioridades, sino por las intenciones del corazón.
I – ¿Cómo será el comportamiento a la altura de la vida divina?
odos nosotros nacemos en pecado, como enemigos de Dios y objeto de su ira (cf. Ef 2, 3), pero, llamados a disfrutar de la visión beatífica, fuimos —al igual que los Ángeles— elevados a la vida divina. Vida ésta tan superior a la simplemente natural, que la gracia —por la cual de ella participamos— pertenece al sexto plano de la creación, muy por encima de los minerales, de los vegetales, de los animales, de los hombres y hasta incluso de los Ángeles. Es el propio Dios quien toma la iniciativa de introducirla en nosotros por el milagro extraordinario del Bautismo, que nos hace sus hijos. Cuando el sacerdote vierte el agua sobre nuestra cabeza y dice “Yo te bautizo en nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”, dejamos de ser meros animales racionales para transformarnos en entes divinos, y son infundidas en el alma las virtudes de la fe, esperanza, caridad, prudencia, justicia, fortaleza, templanza y todos los dones del Espíritu Santo.
Por el Bautismo se obra en nosotros el milagro de ser elevados a la vida divina Bautizo – Iglesia de San Pedro, Palmela (Portugal)
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En la Liturgia del vigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario encontramos estímulos, invitaciones y esclarecimientos respecto a esta vida divina, para que podamos merecer llegar a su plenitud, al pasar del tiempo a la eternidad.
La vida sobrenatural: don del “Padre de las luces”
En la segunda lectura (Sant 1, 17-18.21b-22.27) insiste Santiago: “Todo buen regalo y todo don perfecto viene de arriba, procede del Padre de las luces” (1, 17a). No hay dádiva más perfecta que la vida sobrenatural. Tres son las criaturas que tienen “cierta dignidad infinita”,1 pues Dios no podía hacerlas más excelentes: Jesucristo Hombre, María Santísima y la visión beatífica; y esta última ya la poseemos en germen en este mundo por medio de la gracia.
El “Padre de las luces, en el cual no hay ni alteración ni sombra de mutación” (Sant 1, 17b) porque es el Ser Absoluto, “por propia iniciativa nos engendró con la Palabra de la verdad, para que seamos como una primicia de sus criaturas” (Sant 1, 18). Sí, Él nos engendró para la vida divina a través de su Verbo, que se encarnó para que todos tengamos vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Por eso debemos recibir con humildad la Palabra de Dios, que es capaz de salvar nuestras almas (cf. Sant 1, 21b).
Continúa Santiago: “Poned en práctica la Palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos” (1, 22); es decir, no basta conocer la doctrina, es necesario respetar las leyes de la vida sobrenatural, aprendiendo a comportarnos de modo diferente, enfrentar las inclinaciones que brotan en nosotros debido al pecado original y vencerlas para alcanzar el premio prometido. En esto consiste la prueba que todos atravesamos a lo largo de nuestro paso por la tierra. Para mantener la filiación divina es indispensable que desarrollemos la vida de la gracia cumpliendo la Palabra. Para eso, advierte también Santiago, es fundamental “mantenerse incontaminado del mundo” (1, 27). El mundo, de hecho, tiene una visión que carece de lo sobrenatural.
Por su parte, el Salmo Responsorial es muy claro. Al preguntar “Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?” (Sal 14, 1a), es como si dijese: ¿quién convivirá contigo, oh Dios? ¿Quién estará eternamente en tu compañía? ¿Quién gozará de tu propia felicidad? ¿Quién te verá cara a cara? ¿Quién participará de tus bienes? Y prosigue el salmista: “El que procede honradamente y practica la justicia” (Sal 14, 2), o sea, aquel que ama la santidad y la pone en práctica.
Para entrar en la Tierra Prometida, Israel debe abrazar el espíritu sobrenatural
En la primera lectura (Dt 4, 1-2.6-8) encontramos a Moisés después de haber realizado grandes maravillas por el poder de Dios. Él había librado al pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto y, levantando su cayado, había dividido las aguas del mar Rojo para que los israelitas lo cruzasen hasta el otro lado, a pie enjuto (cf. Ex 14, 21-22). Enseguida, ante la tremenda amenaza de las tropas egipcias que llegaban para prenderlos y llevarlos de vuelta —porque el faraón se había arrepentido de haberlos dejado partir—, levantó nuevamente su brazo y las aguas se juntaron tragándose a todo el ejército enemigo (cf. Ex 14, 27-28).
Dios Padre nos engendró para la vida divina a través del Verbo Encarnado Padre Eterno – Iglesia de San Jerónimo el Real, Madrid
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Vinieron después los cuarenta años del desierto, en los que Moisés sacó agua de la piedra, Dios hizo bajar del cielo el maná y mandó que cayeran codornices sobre el campamento de los israelitas para alimentarlos (cf. Ex 17, 1-6; 16, 4-31), así como otros milagros asombrosos. Cuatro décadas de educación y aprendizaje para aquel pueblo, y también de castigo por haber practicado el mal. Pero, a pesar de esas infidelidades, Dios no falta a su promesa; por el contrario, la cumple, entregándoles la Tierra Prometida.
Al llegar la hora de entrar allí, el pueblo debía retribuir el bien ya recibido, así como el que todavía iría a recibir. ¿En qué consiste esa reciprocidad? Es ésta la enseñanza de la lectura: en abrazar el espíritu sobrenatural y observar la conducta moral y religiosa prescrita por Dios, con la intención de establecer un vínculo entre Él y el pueblo. Los decretos que el profeta transmite manifiestan la superioridad de la nación elegida por el Señor “a los ojos de los pueblos” (Dt 4, 6) y son, según el lenguaje del propio Moisés, “justos” (Dt 4, 8). Porque, como indica San Pablo, esta Ley era un preceptor para conducir a los hebreos hasta Nuestro Señor Jesucristo y ser justificados por la fe en Él (cf. Gal 3, 24).
Sin la Ley de Dios no hay participación en la vida divina
Ahora bien, el verdadero espíritu de los preceptos positivos de la Ley mosaica estaba sintetizado en el Decálogo, expresión clara del comportamiento que debemos tener para ser semejantes al Creador. Estas simples leyes resumen, de modo excelente, en qué consiste el ejercicio de la vida divina en nuestras almas y nos hacen aptos para ella.
Sin la práctica de los Diez Mandamientos no se participa de la vida de Dios, porque a partir del momento en que, por la transgresión de cualquiera de ellos, es cometido un pecado grave, se pierde la gracia santificante y la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma, volviendo ésta a ser esclava del demonio. “El pecado mortal es el infierno en potencia. Es, pues, como un derrumbamiento instantáneo de nuestra vida sobrenatural, un verdadero suicidio del alma a la vida de la gracia”.2
Los hebreos fueron testigos de las grandes maravillas que Dios operó en favor de ellos por medio de su siervo Moisés Los israelitas bebiendo el agua milagrosa – Museo del Prado, Madrid
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Pero la naturaleza humana es profundamente lógica: cuando el hombre, arrastrado por sus malas inclinaciones, quiere practicar el mal, inventa una racionalización, incluso antes de perpetrarlo, para justificar su acto. Y, poco a poco, va creando otra religión, con una moral diferente, independiente de la Ley de Dios. Ésta es la tendencia que, detrás de una apariencia de fidelidad a las enseñanzas de Moisés, veremos retratada en el Evangelio de este domingo y desenmascarada por el Señor.
II – Divinizaron las leyes humanas, y humanizaron las Leyes divinas
En aquel tiempo, 1 se reunieron junto a Él los fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén;…
El Evangelista San Marcos es muy positivo, afirmativo y categórico. Como discípulo de San Pedro que era, y por acompañarlo a menudo, podía comprobar la maldad de los fariseos a quienes, por cierto, conocía de sobra, porque él también era judío. Por eso, puso gran empeño en transcribir las discusiones de Jesús con ellos, tanto si las mismas le fueron relatadas por San Pedro, como si fueron presenciadas por él. En la escena presentada por la Liturgia de hoy, narra cómo los escribas y fariseos de Jerusalén —o sea, los que más frecuentaban el Templo— se aproximaron al Señor. No lo seguían porque estaban encantados con Él; venían con el objetivo de estudiar sus acciones para ver si encontraban alguna falta o error para poder condenarlo.
Tradiciones humanas que desviaban de la Ley de Dios
2 …y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. 3 (Pues los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, 4 y al volver de la plaza no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas).
El verdadero espíritu de la Ley mosaica, que debía servir de pedagogo para el pueblo elegido, estaba comprendido en los Diez Mandamientos Moisés – Catedral de San Benigno, Dijon (Francia)
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En el cumplimiento de una serie de costumbres antiguas, los escribas y fariseos eran extremadamente minuciosos y detallistas, llegando a veces a exageraciones ridículas. Esas normas, es preciso decirlo, no formaban parte de la Ley de Moisés, pues habían sido transmitidas por tradición, pero, para ellos, tenían valor de dogmas, siendo superiores incluso a las de la Revelación.
El docto P. Bonsirven se extiende sobre este punto: “La ley oral es presentada primero como el cercado con que se rodea la Torá [Ley de Moisés], para precisar lo que es muy vago o muy amplio y asegurar una observancia más exacta. Esta vía, sin embargo, era muy peligrosa: a fuerza de llenarse de prescripciones nuevas, el cercado acababa por volverse sofocante; […] las precisiones nuevas, que restringen sin cesar el terreno donde era posible moverse libremente, las infinitas deducciones y asimilaciones que amplían las obligaciones y multiplican las prohibiciones, sometiendo al precepto objetos mínimos e introduciendo unas minucias que la Ley no preveía ni quería, no paran de ensanchar y subir el cercado, apretar y amarrar al israelita con una multitud de normas”.3
En concreto, el origen de las prescripciones de purificación remontaba a la exigencia divina de que los israelitas no se mezclasen con los pueblos idólatras, para no ser atraídos por sus religiones falsas (cf. Ex 34, 12-16). Poco a poco, sin embargo, “lo que en un principio había servido para expresar la santidad de Dios y de su pueblo, se convirtió en un yugo insoportable, y lo que era un medio de protección vino a ser un lazo para las almas”.4
Una teología errónea
En efecto, los fariseos acabaron inventando una teología del “universo cerrado” que dividía la creación en dos grandes categorías: la primera era la de las cosas puras, aquellas que correspondían directamente al culto; la segunda, vastísima, abarcaba todas las demás, consideradas impuras.5 Concepción completamente errada, pues llevaba implícita la afirmación de que Dios había creado sólo algunos seres para tener relación con Él, y que todo el resto sería autónomo, sin ningún vínculo con el Creador.6
Por eso consideraban indispensables las abluciones y los baños después de un contacto corporal con todo lo que no fuese puro, pues, según su entender, el hombre quedaba manchado. Quien asistiese a un entierro y tocase al difunto, o incluso quien atravesase un cementerio y rozase una tumba, estaba obligado a purificarse.7 Los vasos, las vasijas y las jarras eran lavados por fuera, para no contaminar las manos de quien los usase.8 Ese detalle constituía un verdadero contrasentido, ya que, por higiene, estos objetos debían ser lavados sobre todo por dentro; pero para ellos el problema se reducía a la posibilidad de tocarlos sin riesgo de contaminarse.
Las interpretaciones farisaicas contenidas en la ley oral terminaron por volverse más importantes que los preceptos de la propia Ley Judíos rezando en la sinagoga en Yom Kippur (detalle), por Maurycy Gottlieb – Museo de Bellas Artes, Tel Aviv
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Bajo cierto aspecto se entiende que hubiesen caído en ese error, ya que el punto de partida de su raciocinio era válido. De hecho, mientras los Ángeles, espíritus puros, no necesitan ver, oír, gustar, tocar, oler porque tienen un conocimiento intuitivo, la criatura humana, compuesta de cuerpo y alma, adquiere el conocimiento a través de los sentidos y, por tanto, necesita un símbolo exterior para llegar a las conclusiones y comprender bien las realidades interiores. Los propios Sacramentos están compuestos de materia y forma para ser más accesibles a nuestra naturaleza. La materia del Bautismo, por ejemplo, es el agua —utilizada siempre para limpiar—, de manera que, al ser vertida sobre la cabeza, significa y realiza la purificación completa del alma.
Ahora bien, los fariseos habían intensificado esta necesidad natural del hombre hasta lo inconcebible, y era inevitable que unos hábitos establecidos de modo tan arbitrario, y no por amor a Dios, llegasen a lo absurdo. Para citar uno de ellos, en el tratado Yadaim, dedicado a las manos, se halla descrito cómo efectuar el meticuloso ritual de su purificación, después de tocar “indebidamente” las cosas impuras. Nótese, sin embargo, que no se trata de una cuestión de manos sucias o limpias, sino de manos legalmente impuras según los conceptos farisaicos: “Las manos son puras o impuras hasta la articulación. Se vierte la primera agua hasta la articulación y la segunda más allá volviendo a la mano, es puro. Si se hacen las dos abluciones más allá de la articulación volviendo a la mano, es impuro. Si se hace la primera sobre una mano, y después, cambiando de intención, sobre las dos manos, es impuro. Si se hacen las primeras sobre las dos, y después, cambiando de intención, sobre una sola, es puro. Si se ha lavado una mano y ésta se frota con la otra, es impuro. Si se frota en la cabeza o en la pared, es puro”. 9
Jesús no obliga a cumplir preceptos humanos
5 Y los fariseos y los escribas le preguntaron: “¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras?”
Es curioso notar que los escribas y fariseos no atacan directamente al Divino Maestro, porque, probablemente, observaba estas exigencias tradicionales, a fin de evitar murmuraciones contra Él. A la hora de las comidas, se lavaba las manos y cumplía el precepto porque era una costumbre adquirida. Al mismo tiempo, permitía que otros —en este caso, algunos de los Apóstoles— la infringiesen, pues estas minucias y pequeñeces eran una especie de ley terrena que Él, ciertamente, criticaba y promovía un agere contra, para que sus discípulos, en vez de apegarse a las normas humanas y querer transformarlas en divinas, olvidándose de Dios, subiesen, eso sí, de las criaturas al Creador.
La purificación de los recipientes no se hacía por una preocupación de higiene, sino por el recelo de contaminarse legalmente Bodegón con cacharros, por Francisco de Zurbarán – Museo del Prado, Madrid
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No obstante, en relación a la Ley entregada por Él mismo a Moisés en el monte Sinaí, el Señor no daba libertad para seguirla o no, dado que ella es eterna. Los Diez Mandamientos no pueden sufrir ningún cambio, son fijos y perennes, y tienen que ser practicados hasta el fin del mundo por todos los hombres, sin adaptaciones a las conveniencias del momento. En cuanto a los demás preceptos de la Ley mosaica, Él no vino “a abolir, sino a dar plenitud” (Mt 5, 17); fueron superados porque “una vez llegada la fe [en Jesucristo], ya no estamos sometidos al ayo” (Gal 3, 25). Es lo que explica San Irineo con mucha claridad: “aquellos preceptos que habían sido dados como señales durante la esclavitud fueron eliminados en la libertad del Nuevo Testamento. Pero los preceptos naturales propios a los hombres libres y comunes a todos fueron aumentados y extendidos, y abundantemente dados por adopción a los hombres, sin celos, para conocer a Dios Padre, y amarlo de todo corazón, y sin desviaciones para seguir su Verbo”.10 Y comenta también el mismo Santo: “Las palabras del Decálogo […] permanecen entre nosotros, extendidas y aumentadas, aceptadas sin refutación en su venida carnal”.11
El espíritu del mundo
6 Él les contestó: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí. 7 El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos’. 8 Dejáis a un lado el Mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”.
La respuesta de Jesús no significa una reprobación a la costumbre de lavarse las manos antes de comer. Eso también lo hacemos hoy nosotros, por higiene, sin obedecer a una ley temporal que nos imponga modos de ser mundanos. Sin embargo, si hubiese un decreto que ordenase proceder así por amor a Dios, sería legítimo.
Inquiriendo sobre una costumbre de sus discípulos, los escribas y fariseos buscaban dejar al Señor en evidencia Jesús discutiendo con los fariseos, Biblia Bowyer – Museo de Bolton, Lancashire (Inglaterra
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Aquellos que aman al mundo —como los fariseos— prestan más atención a los principios de las relaciones sociales que a la Ley de Dios, porque, en la práctica, viven como si Dios no existiese. Y a veces observan con una precisión absoluta ciertas leyes humanas contrarias a la Ley divina. Para estas personas, el fin último de la vida se cumple aquí en la tierra, y al final, la paga que reciben se reduce al concepto que los demás tuvieron de ellas.
Nosotros debemos tratar, en nuestra vida cotidiana, de no dar más importancia a la opinión de los demás que a la de Dios. Por encima de todo, nos debe importar su juicio a nuestro respecto. Su Ley es inmensamente seria, y transgredirla acarrea consecuencias terribles. Cuando alguien infringe una ley de tráfico se le impone una multa; pero si por desgracia viola un Mandamiento divino, podrá encontrarse con las puertas del Cielo cerradas ante él e ir para el infierno por toda la eternidad.
El horrible defecto de la hipocresía
Por este motivo Jesús se levantó contra los fariseos y los recriminó, aplicándoles la frase de Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”. O sea, el empeño de aquellos por observar meticulosamente una serie de reglas externas era meramente humano. A pesar de actuar así por una supuesta razón religiosa y alabar al Señor, su corazón estaba lejos de Él. Se equivocaban, pues, al practicar una devoción de apariencia. Para quedar satisfechos les bastaban esas abluciones, y juzgándose libres de cualquier impureza no se preocupaban con los vicios que les manchaban el alma. Mientras guardaban en el corazón todo lo que Jesús va a enumerar más adelante —“pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad”—, sostenían la idea de que el interior del hombre —sobre todo si fuese fariseo— de por sí era puro, y pretendían encontrar en las exterioridades la tranquilidad de conciencia y la solución para encubrir los defectos del espíritu. Por eso el principal título que recibieron del Salvador fue el de “hipócritas”.
La hipocresía es un defecto horrible —mucho más frecuente de lo que pensamos— por el que hay una disociación entre los dichos y las actitudes de una persona y lo que realmente piensa o desea. El hipócrita se parece al “padre de la mentira” (Jn 8, 44), porque éste es justamente el modo de ser del demonio: usa palabras muy atrayentes y da la impresión de que quiere hacer el bien, pero sus intenciones son pésimas.
Cuando una tentación nos sugiere algo funesto, no pecamos si no damos nuestro consentimiento, porque la impureza se define en las intenciones del corazón Las tentaciones de San Antonio Abad, por Antonio Villamayor – Museo de Bellas Artes, Salamanca (España)
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Aunque no consten en la Liturgia de este domingo, los versículos 9 al 13 de este Evangelio hacen aún más comprensible esta enseñanza del Divino Maestro: “Anuláis el Mandamiento de Dios por mantener vuestra tradición” (Mc 7, 9). De hecho, los fariseos llegaron a transformar estas normas, que deberían buscar lo sobrenatural, en una especie de idolatría. Eliminaron los auténticos preceptos morales y crearon una religión propia, diferente de la verdadera, totalmente desprovista de carácter religioso y separada de Dios, porque se apoyaba en dictámenes mundanos determinados por la vida social de la época. ¡Divinizaron la ley humana y desacralizaron y humanizaron la Ley divina!
Después, Jesús citó un ejemplo (cf. Mc 7, 10-13) para mostrar cómo distorsionaban la Ley, vaciándola de contenido y falseando las costumbres que se fundamentaban en ella: los fariseos, como eran avaros, recurrían a una artimaña para poder guardar el dinero que, en función del Cuarto Mandamiento del Decálogo, todo hijo tenía la obligación de destinar a la subsistencia de sus padres en la ancianidad. En vez de dar a los padres la cantidad necesaria para su sustento, los fariseos hacían una ofrenda a Dios y se consideraban libres de aquel deber filial.
Por medio de un enigma, Jesús llama de nuevo a la multitud
14 Llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo: “Escuchad y entended todos: 15 nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre”.
“Llamó Jesús de nuevo a la gente”, pues se había alejado y se hallaba un tanto dispersa. Ciertamente esa disipación provenía de una formación religiosa deficiente. Cuántas veces las personas se interesan más por sus problemas concretos, aun teniendo al propio Salvador ante ellos.
María Santísima es quien nos va a obtener la gracia de tener un corazón puro y fervoroso La Virgen con el Niño – Abadía de Westminster, Londres
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Para atraer la atención de la muchedumbre, al estilo oriental, les lanzó casi un enigma: “Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre”. Es de suponer que enseguida se levantó un vocerío, y comenzó una discusión para intentar descubrir el significado de aquella frase. No obstante, no lo consiguieron… Sólo más tarde, estando en casa, los discípulos le preguntaron sobre la parábola, y Jesús les explicó aquello que tampoco ellos habían comprendido (cf. Mc 7, 17-20).
El hombre se define por sus intenciones
21 “Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, 22 adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. 23 Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”.
El Señor desmontaba la mencionada teoría farisaica del “universo cerrado”, cuando “declaraba puros todos os alimentos” (Mc 7, 19), es decir, que todas las criaturas son neutras. La materia asimilada por el hombre no es impura; por el contrario, es el hombre quien vuelve las cosas buenas o malas, según el uso que haga de ellas. Por consiguiente, la “fábrica” de impurezas ya existe dentro del corazón de todo ser humano, porque fue concebido en pecado original y sus inclinaciones son malas. Sin el auxilio de la gracia es un verdadero pozo de miserias, un autor de locuras y delitos, incapaz, por su propio esfuerzo, de mantenerse fiel a la práctica de los Mandamientos de forma estable.
Esta corrupción depende, sobre todo, de sus intenciones, porque, si por un lado es posible ejecutar una acción per se santa teniendo en mente un designio perverso, por otro, puede suceder que alguien se vea en la eventualidad de tener que prerechaza. Ésta es la razón por la que no nos debemos perturbar cuando, por ejemplo, un mal pensamiento, sugerido por el demonio, nos viene a la cabeza; si el corazón no consiente en él y lo rechaza, estemos tranquilos.
La impureza de alma: ésta es la “manzana de la discordia” en esa discusión entre el Divino Maestro y los fariseos. Jesús demuestra lo ridículo que es suponer que por tocar algún objeto el alma se manche. Claro está que si alguien utiliza su cuerpo para ofender a Dios el alma adquiere una mancha; pero ese acto partió de un mal deseo de la inteligencia y de la voluntad, potencias del alma, mientras que el cuerpo fue un mero instrumento para practicar lo que es ilícito.
III – ¡Estén los labios de acuerdo con el corazón!
Dios nos dio una Ley eterna que grabó en nuestra alma; en el Sinaí nos entregó esta Ley escrita en tablas de piedra y, finalmente, también la manifestó visible y viva en el propio Cristo, el Verbo de Dios que se hizo carne y habitó entre nosotros, “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37), de modo que todos la conociésemos perfectamente.
Sin embargo, a partir del momento en que Adán y Eva, en el Paraíso, despreciaron esta Ley y en la hora de la prueba no optaron por la virtud, dejándose llevar por las solicitaciones del demonio hasta cometer el pecado, la tendencia del hombre es olvidar la Palabra y la Ley.
Ahora bien, Dios quiere de nosotros una aceptación plena de la Ley inmutable y sempiterna, y que pongamos en práctica la Palabra y no nos contentemos con oírla (cf. Sant 1, 22). Él desea que nuestro interior esté enteramente de acuerdo con nuestros labios. Éstos deben pronunciar aquello que desborda del corazón, conforme afirmó el Señor: “De lo que rebosa el corazón habla la boca” (Lc 6, 45). Es verdad que tenemos que traducir en palabras, actitudes, gestos, decoración de ambientes, ceremonial y en la propia persona la doctrina que recibimos como herencia. Pero, para no caer en el error farisaico, es necesario primero progresar en la vida espiritual, transformar el alma y alcanzar la máxima unión de vías y de cogitaciones con Jesucristo. El resto vendrá como consecuencia. Es Él quien, con su gracia, hará puro nuestro interior, para que de él salga la bondad y broten obras de justicia.
Si no tenemos medios de dar a Dios una buena dádiva, a la altura de nuestros deseos, ofrezcámosle lo poco que poseemos, movidos por la mejor intención y con toda el alma. Será como el óbolo de la viuda elogiada por Jesús en el Evangelio (cf. Mc 12, 41-44): ella echó sólo dos pequeñas monedas, pero, en el fondo, quería entregar su corazón.
¿Cómo es mi interior?
La Liturgia de este vigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario se resume en las siguientes preguntas: ¿dónde está mi corazón? ¿Será que mis labios alaban a Dios, pero mi interior está fuera de la Ley? ¿Cuántas veces prefiero estar en consonancia con el mundo y en desacuerdo con el Señor? ¿Coloco a Dios en el centro de mi vida o me pongo a mí mismo?
Todas nuestras acciones se correlacionan con nuestro destino eterno y con nuestra vocación sobrenatural; por eso somos invitados a ser íntegros ante Dios, amándolo, respetando sus Leyes con elevación de espíritu, y siendo fervorosos en la práctica de la santidad. Pidamos a María Santísima que nos obtenga gracias extraordinarias para que nuestros corazones sean ardientes y nuestros labios desborden de lo que canta y proclama el corazón.
1) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q.25, a.6, ad 4.
2) ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. Madrid: BAC, 2006, p.286.
3) BONSIRVEN, SJ, Joseph. Le judaïsme palestinien au temps de Jésus-Christ. 2.ed. Paris: Gabriel Beauchesne, 1934, t.I, p.265-267.
4) TUYA, OP, Manuel de; SALGUERO, OP, José. Introducción a la Biblia. Madrid: BAC, 1967, v.II, p.508.
5) Cf. KELIM. M 17, 14. In: BONSIRVEN, SJ, Joseph (Ed.). Textes rabbiniques des deux premiers siècles chrétiens. Roma: Pontificio Istituto Biblico, 1955, p.665.
6) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q.103, a.5.
7) Cf. OHALOT. M 1-3. In: BONSIRVEN, Textes rabbiniques des deux premiers siècles chrétiens, op. cit., p.672-674.
8) Cf. BERAKHOT. Y 12a; HAGIGÁ. M 3, 1; ZEBAHIM. B 11, 7-8; KELIM. M 25, 6-9. In: BONSIRVEN, Textes rabbiniques des deux premiers siècles chrétiens, op. cit., p.107; 283; 573; 668.
9) YADAIM. M 2, 3. In: BONSIRVEN, Textes rabbiniques des deux premiers siècles chrétiens, op. cit., p.707.
10) SAN IRINEO DE LYON. Adversus Hæreses. L.IV, c.16, n.5: MG 7, 1018.
11) Idem, n.4.