– EVANGELIO –
21 Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. 22 Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡ Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte». 23 Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios». 24 Entonces dijo a los discípulos: «El que quiera venir en pos de mí que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. 25 Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. 26 ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla? 27 Porque el Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su Padre, entre sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta» (Mt 16, 21-27). |
Comentario al Evangelio – XXII Domingo del Tiempo Ordinario – Per crucem ad lucem!
¿El dolor es inevitable en nuestra existencia? ¿El fiel puede encontrar la verdadera felicidad en esta vida? ¿En qué consiste aquélla?
I – Antecedentes
En su infinita bondad, le agradó a Dios dejar inscritos en el Universo reflejos visibles de sus perfecciones invisibles, para que a través de ellos los hombres llegasen con mayor facilidad al conocimiento de su Creador. “El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos”, canta el salmista (Sal 18, 2). Y uno de los predicados divinos que se manifiestan de manera admirable en la naturaleza es, sin duda, su inagotable dadivosidad.
En efecto, para justos y pecadores, para buenos y malos, todos los días nace radiante el Sol, con renovada y deslumbrante belleza, dando vida a las criaturas. Sin parar, de los manantiales brotan copiosamente las cristalinas aguas que calman la sed a hombres y animales, alimentan ríos y mares donde vive una multitud incalculable de seres; las lluvias riegan regularmente toda la tierra, los árboles dan sus frutos con abundancia y así sucesivamente todo obedece a una majestuosa sincronización.
“Nuestro Padre Jesús de la Pasión” Iglesia Colegial del Divino Salvador, Sevilla (España). |
Jesús mismo, para enseñarles mejor a los hombres las verdades eternas, recurría a imágenes como la de los lirios del campo o las aves del cielo.
Al darse de forma continua e inagotable, la naturaleza está invitando al hombre a que la imite, a que contrarreste la mala tendencia de cerrarse en sí mismo y de preocuparse sólo por sus intereses.
Impulsada por la gracia, la contemplación del orden del universo puede conducir al ser humano a elevar sus pensamientos hacia la búsqueda de valores transcendentales e inducirle a que se esfuerce por conseguir que todas las criaturas le tributen a Dios la gloria que merece. De este modo, la consideración admirativa de los reflejos divinos en las realidades materiales sería el primer paso para que el alma se dé generosamente, teniendo en cuenta la superior ordenación de toda la Creación.
Al practicar tal desprendimiento —del cual el Verbo encarnado fue el máximo ejemplo, muriendo por nosotros en una cruz— el hombre encontrará la porción de felicidad posible en esta Tierra. “Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9, 7), nos enseña el Apóstol; y el que se entrega por completo en beneficio del prójimo o de los principios establecidos por el Creador, experimentará cómo hay más alegría en darse que en cerrarse en sí mismo.
A esto nos invita el Evangelio de este 22º Domingo del Tiempo Ordinario, en el que el Señor anuncia por primera vez, de manera explícita, su Pasión.
Jesús quiere resaltar el carácter divino de la Iglesia
El episodio que hoy analizamos está inmediatamente precedido por la profesión de fe de San Pedro y de su subsiguiente constitución como Piedra fundamental de la Iglesia, narrado el domingo anterior.
En esta ocasión, el Maestro se encontraba camino de Cesarea, el lugar del primer milagro de la multiplicación de los panes, capital de la tetrarquía de Felipe, y donde Herodes el Grande había edificado, sobre una destacada formación rocosa, un espléndido templo de mármol blanco en honor a Augusto. Según la opinión del P. Tuya, “sería muy probable que Jesús hubiese utilizado aquella vista de la roca-templo para exponer la nueva roca sobre la que edificaría su Iglesia. Era el estilo pedagógico de Jesús”.1
Al ver que el momento de su Pasión estaba cercano, se preocupa por prevenir a los Apóstoles contra los errores de la Sinagoga —de la que aún se consideraban celosos miembros—, resaltando el carácter divino de la Iglesia por Él fundada: mucho más que una mera continuación de la Sinagoga, constituía, sobre todo, la realización de todas las profecías sobre la nueva y eterna Alianza sellada con su Preciosísima Sangre.
Había llegado, por fin, la plenitud de los tiempos anunciada por los profetas y soñada por los justos, el supremo momento en el que la figura cedía el lugar a la realidad, el símbolo al simbolizado. Se pasaba una página en la historia de las relaciones de Dios con la humanidad: ¡El Verbo mismo se había encarnado para habitar entre nosotros! Dios se hacía visible a los hombres y pronto ofrecería su vida para redimirlos.
Pregunta hecha con divina didáctica
Después de haber convivido algunos años con los Apóstoles, durante los cuales había atestiguado su divinidad por medio de innumerables milagros, Jesús les interroga: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” (Mt 16, 13). Aunque ya supiera la respuesta desde toda la eternidad, quería educar a sus discípulos haciéndoles que dedujeran por sí mismos el cumplimiento de las profecías a respecto del Mesías.
A esta pregunta, cada uno cuenta lo que había oído. Para algunos sería Juan Bautista resucitado, como lo sospechaba incluso el propio Herodes.
Además, es una hipótesis absurda, ya que muchos habían sido testigos del encuentro de Jesús con el Bautista, a las orillas del Jordán. Otros pensaban que era Elías, según una creencia muy arraigada entre los judíos de una venida del Tesbita que precedería al Mesías. Por último, había otros que opinaban que se trataba de Jeremías o alguno de los numerosos profetas enviados por el Señor al pueblo elegido. De cualquier forma, se ve por el contenido de las respuestas que era considerado por los judíos un hombre extraordinario, de los más grandes que Israel hubiera conocido jamás.
Entonces, el divino Maestro inquiere el parecer de los Apóstoles, con el objetivo de que saliera de ellos mismos el reconocimiento de su divinidad y que se acentuara de este modo su separación del resto del pueblo hebreo no creyente.
En premio a su proclamación de fe, Simón fue constituido, por el propio Jesús, Príncipe de los Apóstoles, el Jefe y la piedra angular de la Iglesia de Cristo “San Pedro recibe las llaves del Reino de los Cielos” – Parroquia de Saint-Séverin, París |
Quería que el propio tono de la pregunta —“Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?” (Mt 16, 15)— “los levantara a más alta opinión acerca de Él y no cayeran en la bajeza de sentir de la muchedumbre”.2
Esta divina didáctica dio lugar a la proclamación de fe de Pedro, en representación de todos los Apóstoles, con el fin de que profundizase en ellos la convicción de que Jesús era de hecho el Mesías prometido. Y necesitaban que esa certeza estuviera bien arraigada en su alma, en vista de las probaciones que pronto enfrentarían.
El premio de la proclamación de fe hecha por Pedro
Cuando Simón, hijo de Jonás, afirmó que el Señor era el Hijo de Dios vivo (cf. Mt 16, 16), obtuvo esta admirable respuesta: “Eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos” (Mt 16, 17). Porque al hombre le es imposible, por sí mismo, llegar al conocimiento del maravilloso misterio de la unión hipostática.
Y el premio a esa proclamación de fe fue la solemne consagración recibida: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará” (Mt 16, 18). Era constituido de este modo Príncipe de los Apóstoles, el Jefe y la piedra angular de la Iglesia de Cristo.
Es este mismo Pedro, el único Papa nombrado directamente por Cristo, el que va a protagonizar el episodio del Evangelio que hoy comentamos.
II – El anuncio de la Pasión y la reacción de los Apóstoles
21 Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Se acercaba la Pascua. Los Apóstoles convivían desde hace algunos años con un Taumaturgo extraordinario que enseñaba una doctrina nueva, opuesta a las ideas corrientes tanto en los pueblos paganos como entre la mayor parte de los judíos, y que manifestaba en todo una superioridad al mismo tiempo atrayente e intrigante, rodeada de un aura misteriosa.
Con el tiempo, los ojos de los discípulos fueron abriéndose gradualmente a medida que iban profundizando en el conocimiento y creciendo en la admiración al Maestro, hasta el día en que la gracia les mostró que se trataba de Dios mismo encarnado. Probablemente esta realidad iría quedando clara para cada cual en distintas ocasiones, tal vez de manera relacionada con su propia luz primordial.3 Ora un milagro, ora una palabra o un gesto de Jesús representaría para éste o aquél la gota que haría que su corazón rebosase de amor.
Bien podemos conjeturar que la proclamación de Pedro iría acompañada de inusuales gracias sensibles, que crearía entre los discípulos un ambiente de mucha alegría y consolación espiritual, haciéndoles que comprendieran el sublime momento que estaban viviendo. Y el Señor aprovecha la oportunidad para anunciarle de modo explícito su Pasión: en Jerusalén sufriría mucho “por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas”, sería ejecutado, pero resucitaría al tercer día.
Pedro increpa a Jesús
San Pedro consideró lo que el Padre le reveló desde un prisma humano y naturalista. Pintura de la Basílica de San Juan de Letrán, Roma. |
22 Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte».
La reacción de los Apóstoles, deformados todavía por una mentalidad mundana, revelaba una falta de visión sobrenatural, disonante con el divino Maestro. Temían por su ida a Jerusalén, donde se encontraban las principales autoridades religiosas judaicas que, en vez de aclamar la llegada del Redentor prometido, andaban buscando un pretexto para matarlo.
Aún hablaba en los Apóstoles la voz de la naturaleza humana impelida por la prudencia de la carne, y no la del hombre espiritual en el que se convertirían con la venida del Espíritu Consolador.
De roca firme a piedra de tropiezo
23 Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios».
En dos ocasiones, muy cerca una de la otra, el Príncipe de los Apóstoles es llamado “piedra”, aunque con un significado bien diferente: la roca sobre la que el Mesías edificaría su Iglesia inmediatamente después se convertiría para Él en una “piedra de tropiezo”. ¿Cómo pudo ocurrir que Cristo, poco después de que instituyera a Simón como el fundamento inamovible de la Iglesia, le hiciera esa grave censura, llegando incluso a llamarle “Satanás”? ¿No parece que hay una contradicción?
Si lo analizamos más despacio veremos que el divino Maestro actuó de una manera muy instructiva, al mostrarle a Pedro cómo su impetuosa reprensión era fruto de la falsa sabiduría humana. Podría significar una tentación, tanto para Jesús —como hombre voluntariamente sujeto a padecimientos— como para el mismo apóstol, aún tan débil en la fe. Por lo tanto, Cristo bien podría haberle replicado: “Pedro, no ha sido mi Padre que está en los Cielos quien te lo ha revelado, sino la carne y la sangre”.
¿Cuál debía haber sido la actitud de Pedro?
¿En qué había fallado Pedro? Había considerado lo que el Padre le reveló desde un prisma humano y naturalista. Pensaba que Jesús, al ser Hijo de Dios, sería invencible cuando asumiera el poder temporal. Como resultado de ello, estaría garantizado finalmente el dominio político de Israel.
“Era bienaventurado, cuando el Padre le revelaba y no la carne ni la sangre, y satanás, cuando no sabía sino lo humano y desconocía lo divino”, concluye Maldonado, citando a Teofilacto y a San Agustín.4
Aunque la perspectiva de la muerte del Mesías causase perplejidad y fuese incluso desconcertante, la total fidelidad del apóstol debía haberle conducido a una amorosa sumisión a los divinos designios inaccesibles a su entendimiento: “Señor, si Tú quieres, así ocurrirá. Entonces, danos fuerzas para que soportemos esa durísima prueba. ¿Cómo y en qué momento, Señor, será tu Resurrección?”.
III – Negarse a sí mismo y abrazar la cruz
24 Entonces dijo a los discípulos: «El que quiera venir en pos de mí que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga».
Una de las consecuencias del pecado de Adán en el Paraíso es que “con fatiga” sacará el hombre de la tierra el sustento de todos los días (cf. Gn 3, 17). Y aquí el Señor nos deja muy claro que para seguirlo no hay otro camino que el de la cruz.
Por lo tanto, si deseo imitar a Jesús, debo recorrer el camino que Él me ha indicado: “Que cargue su cruz…”. Tras haber renunciado a sí mismo, cada uno encontrará una cruz hecha por Dios a medida, y es necesario que la lleve con amor: son los sufrimientos que la vida presenta con tanta frecuencia, a veces en la hora y el modo más inesperados. El hombre podrá aceptar bien o mal las tribulaciones, conformándose o no con los planes del Creador, pero ningún hijo de Adán escapa de ellas.
Sobre todo, de los sufrimientos no se libra el que opta por seguir la seductora senda de los placeres y de las pasiones desenfrenadas, pues ésta conduce inevitablemente a la más dura de las servidumbres. “Todo el que comete pecado es esclavo”, enseña el Señor (cf. Jn 8, 34). En un primer momento el vicio puede traer el goce de una alegría fugaz, luego seguida siempre de amargura, desilusión y frustración. Nuestro Redentor no nos pide solamente la aceptación del sufrimiento, sino el amor a su Cruz. Abrazados a ella, participaremos del dolor de Cristo, en este mundo, pero también de la alegría serena, equilibrada y reconfortante que nos proporciona la práctica de la virtud, a la espera de la eterna felicidad en la visión beatífica, en la convivencia con la Santísima Trinidad, con la Virgen María y los santos. “Cada pena pacientemente soportada por amor a Jesús, nos hace amar a Dios más y nos acerca a Él. Al mismo tiempo aumenta la gloria que disfrutaremos en el Cielo”.5 Y esta recompensa es inapreciable.
Una renuncia penosa
“Poned en vuestro corazón a Jesucristo crucificado y os encontraréis con que todas las cruces del mundo se convierten en flores”. “Santísimo Cristo de la Expiración” – Sevilla (España). |
“Que se niegue a sí mismo” y después “que cargue con su cruz”, es lo que nos manda Jesús. Por lo tanto, la condición indispensable para seguirlo es renunciar a sí mismo. A primera vista parece una tarea fácil. Sin embargo, resulta difícil poner en práctica lo que se habla tan sencillamente; se vuelve arduo vivir con el corazón lo que se dice con los labios.
Esta penosa renuncia implica diversas fases. Al principio, se nos abren los ojos a las bellezas de la vida sobrenatural y empezamos a ver con encanto otra dimensión de la realidad, la cual asume una profundidad, sabor y colorido desconocidos, porque pasamos a considerar todas las cosas en función de la vida eterna.
En esta etapa, visitados por la gracia sensible, estamos dispuestos a abandonarlo todo para seguir a Jesús. “Comenzamos seriamente a superarnos a nosotros mismos y a restituirle todo a Dios, al que amamos más que a nosotros.
Es la entrada en el reino de Dios, donde el alma dócil empieza a reinar con Él sobre sus pasiones, sobre el espíritu del mundo y el del mal”,6 explica el P. Garrigou-Lagrange.
No obstante, en determinado momento, muchas veces sin culpa nuestra, la gracia suele hacerse menos perceptible hasta casi desaparecer.
Uno se siente entonces tal como era antes de iniciarse en las vías de la santidad, pero sin perder la visión de las cosas adquirida con la primera conversión. Por tanto, se encuentra con un panorama que exige del alma un heroísmo antes insospechado: necesita actuar de acuerdo con la realidad presentada por la gracia, pero sin tenerla presente de forma sensible.
Si la persona no es vigilante “comienza a recaer según la inclinación de su naturaleza en una cierta tibieza y nos recuerda a una planta que ha sido injertada y que tiende a regresar al estado salvaje”.7
La hora de la generosidad
Ausente la sensibilidad, le llega la hora a la generosidad, que sólo se concreta si hay una vida interior seria, profunda, regada con mucha oración, porque esta entrega nos cuesta enormemente.
Existe, según lo define San Juan de la Cruz, una triple noche oscura —del sentido, de la inteligencia y de la voluntad— por la que pasan todos aquellos que buscan la perfección.8 En esta fase de la vida espiritual, negarse a sí mismo consiste en mantenerse en la fidelidad a los buenos propósitos, purificándose de esta manera de sus apegos terrenos y preparándose para el Cielo. Porque con el sufrimiento el alma se abre a lo sobrenatural.
Durante los períodos de aridez, a menudo nos viene la tentación de ceder en tal o cual punto, de justificar con racionalizaciones las transgresiones a los Mandamientos de Dios, a las que nos empuja la concupiscencia, así como buscar un infame término medio entre las vías del mundo y las de la virtud. Al experimentar en nuestro interior la ley de los sentidos, del pragmatismo y del egoísmo nos sentimos tentados a buscar un modus vivendi con nuestros defectos en vez de combatirlos.
Dios nos pide una entrega completa
25 «Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará».
Aquí “vida” puede significar no sólo la existencia física, sino también algo a lo que acostumbramos tener más apego aún: el juicio ajeno a nuestro respecto. Cuántas veces nos hemos convertido en esclavos de la opinión pública hasta el punto de que no osamos disentir de ella incluso cuando a esto nos obliguen la moral y la recta conciencia. Ésa es la fuerza del instinto de sociabilidad, por cierto más arraigado en el alma humana que el de conservación.
“Negarse a sí mismo” exige de nosotros renunciar a todo lo que nos ata al mundo, al demonio y a la carne, y nos aleja de Dios. Él nos pide una entrega completa, sin medias tintas.
El camino de la verdadera felicidad
26 «¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla? ».
Realmente, ¿de qué nos valdría conquistar todas las riquezas, todas los honores y todo el poder del mundo si, finalmente, nos condenamos al infierno para toda la eternidad? Por otra parte, si abandonamos los placeres mundanos y abrazamos la cruz del Señor, encontraremos ya en esta Tierra la verdadera felicidad y disfrutaremos la auténtica alegría posible en este valle de lágrimas. Por esta razón, San Francisco de Sales nos recomienda: “Poned en vuestro corazón a Jesucristo crucificado y os encontraréis con que todas las cruces del mundo se convierten en flores”.9
El Juicio Final
27 «Porque el Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su Padre, entre sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta».
Nadie puede escapar al juicio divino, nos advierte el divino Maestro. En el momento de la muerte, cada hombre tendrá un juicio particular “que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre”.10
Además de éste habrá un Juicio Final, universal, porque nuestras faltas —como también nuestros actos de virtud— tienen consecuencias en el orden de la Creación, ya que estamos dentro de ella.
Es lo que nos enseña el Doctor Angélico: “Ahora bien, siendo el pecado un acto desordenado, es evidente que quienquiera que peca obra contra algún orden. Y por eso es lógico que sea humillado por ese mismo orden. […]
En los períodos de las probaciones, recurramos a la Virgen María, confiados de que, acabada la noche oscura, renacerá con mayor esplendor el sol de la consolación espiritual. Imagen peregrina del Inmaculado Corazón de María que pertenece a los Heraldos del Evangelio. |
Pues la naturaleza humana está sometida primero al orden de la razón propia; segundo, al orden de otro hombre de fuera, que gobierna […]; tercero, está sometida al orden universal del régimen divino. Mas por el pecado se pervierte cada uno de estos órdenes: en cuanto que el pecador obra contra la razón, contra la ley humana y contra la ley divina”.11
IV – Esperanza en la verdadera vida
La liturgia de hoy nos incentiva a vivir de acuerdo con nuestra fe, en coherencia con los principios de la Religión. A que no orientemos nuestra conducta con el objetivo de obtener riquezas, elevada posición social, amistades terrenas o cualquier otro bien de este mundo, ignorando cuán efímeros son los beneficios que todo esto proporciona. A que tengamos siempre presente que nuestro fin último no se cumple aquí en la Tierra, y que en la eternidad, para la que nacimos, sólo valen los méritos espirituales.
Para el que se salva la verdadera vida empieza después de la muerte. Por eso la Iglesia celebra la fiesta de un santo el día de su nacimiento para el Cielo. Por tanto, debemos aceptar, a imitación de los santos, todos los sufrimientos, rechazos y humillaciones que la práctica de la virtud nos imponga en este valle de lágrimas, seguros de que se transformarán en gloria cuando nos encontremos en la visión beatífica.
En resumen, el Evangelio de hoy nos da esta lección: el hombre vale en la medida en que esté dispuesto a enfrentar el dolor por amor a Dios. La vida sobre la faz de la Tierra está llena de dificultades y sufrimientos; si los abrazamos con amor, vendrán acompañados de una suave alegría, ennoblecerán nuestros corazones y nos prepararán para el Cielo; si, por el contrario, nos dejamos arrastrar por las pasiones, nuestra alma insatisfecha y degradada habrá comenzado a andar por las vías del infierno.
Así que, en unión con Nuestro Señor Jesucristo, abracemos decididamente nuestra cruz y sigamos al divino Maestro rumbo a la gloria de la eternidad, donde no habrá siquiera sombra de padecimientos, sino únicamente la felicidad total e imperecedera: “Per crucem ad lucem”!
Y en los períodos de las probaciones, refugiémonos en el Santísimo Sacramento, recurramos a la Virgen María, invoquémosla por medio del rezo del Rosario, confiados de que, acabada la noche oscura, renacerá con mayor esplendor el sol de la consolación espiritual.
1 TUYA, OP, Manuel de. Biblia comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v. II, p. 369.
2 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (46-90) . Madrid: BAC, 1956, p. 137.
3 La “luz primordial”, según la conceptúa el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, es la virtud dominante que un alma es llamada a reflejar, imprimiendo en las demás su tonalidad particular. En otras palabras, sería el pórtico por el que una persona está llamada a entrar, para luego amar todas las perfecciones de Dios.
4 MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los cuatro Evangelios. Evangelio de San Mateo. Madrid: BAC, 1950, v. I, p. 601.
5 TANQUEREY, Adolphe. La divinisation de la souffrance. Paris: Desclée et Cie, 1931, p. VIII.
6 GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. La seconde conversion et les trois voies. 3ª ed. Par í s: Les éditions du Cerf, 1951, pp. 22-23.
7 Ídem, p. 42.
8 Cf. SAN JUAN DE LA CRUZ. Noche oscura. Ver especialmente: l. 1, c. 8-14 (noche del sentido); l. 2 c. 5-10 (noche del espíritu); l. 2, c. 7 (noche de la voluntad).
9 SAN FRANCISCO DE SALES. Obras Selectas. Madrid: BAC, 1954, v. II, p. 802.
10 CIC 1022.
11 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica, I-II, q. 87, a. 1, resp.