Comentario al Evangelio – XXIV Domingo del Tiempo Ordinario – Entre el perdón y la perseverancia, ¿qué es lo que Dios prefiere?

Publicado el 09/09/2016

 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo, 1 solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. 2 Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”.
3 Jesús les dijo esta parábola: 4 “¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? 5 Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; 6 y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: ‘¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido’. 7 Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. 8 O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? 9 Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: ‘¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido’. 10 Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”.
11 También les dijo: “Un hombre tenía dos hijos; 12 el menor de ellos dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte que me toca de la fortuna’. El padre les repartió los bienes. 13 No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
14 Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. 15 Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. 16 Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
17 Recapacitando entonces, se dijo: ‘Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. 18 Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; 19 ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros’.
20 Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. 21 Su hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’.
22 Pero el padre dijo a sus criados: ‘Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; 23 traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, 24 porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y empezaron a celebrar el banquete.
25 Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, 26 y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. 27 Este le contestó: ‘Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud’.
28 Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. 29 Entonces él respondió a su padre: ‘Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; 30 en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado’.
31 Él le dijo: ‘Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; 32 pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado’” (Lc 15, 1-32)

 


 

Comentario al Evangelio – XXIV Domingo del Tiempo Ordinario – Entre el perdón y la perseverancia, ¿qué es lo que Dios prefiere?

 

Ante las objeciones farisaicas, Jesús traduce en parábolas su encanto por perdonar a los hombres, colmándolos de misericordia. Y, al mismo tiempo, muestra cómo no todos aceptan la invitación para beneficiarse de las riquezas de ese perdón redentor.

 


 

I — UNA CONCEPCIÓN EQUIVOCADA DE LA JUSTICIA Y DE LA MISERICORDIA

 

Los hombres suelen juzgar las actitudes ajenas, en general, con el siguiente criterio: ¿Ha actuado bien?, se merece un premio y estima. ¿Ha actuado mal?, entonces se merece un castigo y el rechazo. Este modo de pensar, además de manchar la pureza de intención de las buenas obras y llevar a la persona a hacer el bien por el mero interés de recibir una recompensa, crea en el alma las condiciones favorables para el desarrollo de toda clase de vicios, sembrados por el amor propio herido, como la venganza, el resentimiento y el rencor. En consecuencia, en la relación con Dios muchos se basan en la misma concepción y lo imaginan como un legislador intransigente, a quien la menor infracción encoleriza y mueve a descargar de inmediato sobre el culpable el merecido castigo. También según este criterio la benevolencia divina tan sólo se manifestaría —en forma de bendiciones, consolaciones y otros favores sobrenaturales— sobre aquellos que merecen ser recompensados por haber cumplido los Mandamientos de modo eximio.

 

Ahora bien, ésa es una visión muy deformada de la perfección infinita de Dios, porque le atribuye una justicia según los limitados criterios humanos e ignora su misericordia. Y en Él éste atributo es tan vigoroso que llega a vencer a la propia justicia. Una prueba de la insuperable fuerza de su compasión son las palabras que le dirigió a nuestros primeros padres después del pecado original: antes de sentenciar las penas a las que la naturaleza humana estaría sujeta en la tierra de exilio, les promete la venida de un Salvador, nacido de la descendencia de Adán (cf. Gn 3, 15). Apenas el hombre acababa de pecar y ya el Señor le garantizaba el perdón. Así, parafraseando la afirmación de San Juan, podríamos decir que en el fiat de María Santísima, el perdón de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros (cf. Jn 1, 14).

 

Jesús manifestó con largueza, durante su vida mortal, su deseo de salvar, acogiendo indulgentemente a los pecadores arrepentidos que acudían a Él confiados de encontrar el perdón. Sin embargo, la misma misericordia que tanto atraía a unos, despertaba una feroz indignación en otros…

 

II – LA MISERICORDIA PUESTA EN PARÁBOLAS

 

En aquel tiempo, 1 solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. 2 Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”.

 

Para entender a fondo el motivo de esa objeción, basta considerar que los fariseos y los maestros de la Ley eran un claro ejemplo de la deformada mentalidad a la que nos hemos referido. Para ellos “Dios es sobre todo Ley; se ven en relación jurídica con Dios y, bajo este aspecto, a la par con Él”,1  comenta el Papa Benedicto XVI. Según ese mismo criterio también examinaban a los demás, discriminando comopecadores —y como tales, objeto de la ira divina y del desprecio de los hombres— a todos los judíos negligentes en el cumplimiento de las prescripciones legales relativas a la pureza ritual o alimentaria. Incluían en la misma categoría a los publicanos, porque, además de colaborar con el dominio pagano ejercido por Roma, a menudo eran deshonestos recaudando los impuestos y extorsionaban en su propio beneficio. Sin embargo, los paganos eran el blanco principal de rechazo, debido a la idea errónea, muy difundida entre los judíos, de que la elección divina del pueblo hebreo era sinónimo de la condenación eterna de todas las demás naciones. Por lo tanto, si para los israelitas no observantes de la Ley y para los cobradores de impuestos aún existía una lejana posibilidad de salvación, si se arrepintiesen y se reconciliasen con Dios, tal hipótesis no se aplicaba a un extranjero, por el simple hecho de no ser beneficiario de las promesas hechas a los patriarcas.

 

Nada podía contundir de un modo tan vehemente esa mentalidad como la manera de proceder del Señor. La curación del siervo del centurión romano (cf. Lc 7, 1-10; Mt 8, 5-13), la pecadora perdonada en casa de Simón, el fariseo (cf. Lc 7, 36-50), y la incorporación de un recaudador de impuestos al Colegio Apostólico con la vocación de Leví (cf. Mt 9, 9-17; Mc 2, 13-22; Lc 5, 27-39) son algunos ejemplos de actitudes que escandalizaban a los fariseos, para cuyos oídos sonaban como blasfemias las palabras: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan” (Lc 5, 32). Por ese motivo, trataban todo el tiempo de mostrar su implacable oposición a Él, conforme nos lo narra el comienzo del Evangelio de este domingo.2

 

Sin embargo, como Jesús deseaba salvar a todos —incluso a los fariseos y a los maestros de la Ley—, la respuesta a tales objeciones fue una tríada de parábolas, que San Lucas registra como un mismo argumento presentado sucesivamente con diferentes ropajes. El objetivo del Señor en cada una de ellas no sólo era incentivar a los pecadores que lo escuchaban a confiar en el perdón, sino también convencer a los opositores acerca de la necesidad de la misericordia, sin la cual nadie puede salvarse.

 

La oveja descarriada

 

3 Jesús les dijo esta parábola: 4 “¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra?”.

 

El pastor y el rebaño, realidades tan comunes en la sociedad judaica de aquella época, adquieren en esta parábola su más elevado simbolismo. Aunque dicha imagen ya había sido utilizada en el Antiguo Testamento para representar el celo de Dios por su pueblo (cf. Ez 34), los detalles que el divino Maestro añade subliman la fuerza de su expresividad a fin de hacerla significación del misterio de la Redención.

 

“La oveja perdida” – Parroquia

de San Juan Bautista,

Obereschach (Alemania)

En primer lugar, al mencionar la cantidad exacta de ovejas, el Señor “se refiere a toda la multitud de las criaturas racionales que le están subordinadas, porque el número cien, compuesto de diez decenas, es perfecto. Pero de éstas se ha perdido una que es el género humano, que habita en la tierra”,3 explica San Cirilo. En la vida cotidiana, el pastor se aflige enormemente cuando nota que le falta una oveja y, dejando de lado el rebaño, no escatima esfuerzos por recuperar la descarriada, concentrando en ella toda su atención. La actitud de Dios en la Redención es análoga: al encarnarse, el Hijo dejó en el Cielo “innumerables rebaños de ángeles, arcángeles, dominaciones, potestades, tronos”,4 para rescatar en la tierra a la humanidad perdida por el pecado.

 

La alegría del pastor al encontrar la oveja

 

5 “Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; 6 y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: ‘¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido’”.

 

Además de no castigar a la extraviada cuando la encuentra, el pastor la trata con extremado cariño y la carga sobre los hombros, con un cuidado que no ha tenido con ninguna de las ovejas obedientes. Este desvelo representa las caricias del perdón restaurador de Dios destinado a los pecadores arrepentidos: en lugar de castigarlos por las ofensas recibidas y así satisfacer el clamor de la justicia, prefiere manifestar su omnipotencia atendiendo al llamamiento de la misericordia. Es el infinito deseo de salvar, que incluso reemplaza a la maldad humana, como enseña San Gregorio Magno: “Nos hemos apartado de Él, y no obstante, Él no se aparta. […] Hemos vuelto la espalda a nuestro Creador, y, con todo, nos aguanta; nos llama benigno a los que, soberbios, nos hemos vuelto contra Él, y, pudiendo castigarnos por la espalda, promete recompensarnos para que volvamos”.5

 

No obstante, al considerar esta parábola, nuestra primera atención debe centrarse en la efusiva alegría del pastor al recuperar la oveja y la invitación que hace a otros para regocijarse con él. Ése es el principal detalle de la narración, con el que el Señor quiere mostrar el agrado de Dios al encontrar un alma dócil a la acción de la gracia que, a pesar de haberse desviado del camino de la virtud, se abandona al cuidado del Buen Pastor y se deja reconducir por Él. Esta flexibilidad es la única exigencia para perdonar y restaurar al pecador. Así, el alma se llena de felicidad al verse nuevamente en orden con Dios y en paz con su conciencia y le da al Señor la alegría de poder manifestar su misericordia. Y, por consiguiente, de ese regocijo participarán todos los que lo aman de verdad.

 

7 “Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.

 

El pecador y los noventa y nueve justos, según algunos autores, simbolizan respectivamente la humanidad y los ángeles, ya que tan sólo éstos son “justos que no necesitan convertirse”. Al destacar la desproporción entre unos y otros, el Maestro nos da una preciosa enseñanza acerca de la superioridad numérica del mundo angélico, el cual “sobrepasa el limitado campo de nuestros números físicos”.6

 

Por otro lado, vemos la fuerza del perdón: sus efectos repercuten en los ángeles, causándoles más júbilo que su propia perseverancia. Es un incentivo para no desesperarse nunca cuando, arrepentidos, nos damos cuenta de que nos hemos alejado del rebaño por seguir nuestras malas inclinaciones. En el sacramento de la Penitencia nos está esperando el mismo Jesús, dispuesto a cargarnos sobre sus hombros con todas nuestras miserias.

 

Un ejemplo para el público femenino

 

8 “O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? 9 Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: ‘¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido’. 10 Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”.

 

Sin duda, la presencia femenina entre el público que asistía a la predicación del Señor era considerable. Por eso compone una segunda parábola adaptando la trama anterior a una situación en la cual la protagonista es un ama de casa, responsable por la administración de la economía doméstica, según las costumbres judaicas. Al emplear todas sus energías para recuperar la moneda perdida, esa mujer es presentada por Jesús como imagen del incansable empeño de Dios en querer “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2, 4). Cristo, que sufrió la Pasión y murió en la cruz para redimir a la humanidad, nos ama a cada uno de nosotros individualmente. Un alma, aunque parezca insignificante junto a los inagotables tesoros de su omnipotencia, es una “monedita” de valor infinito, pues vale el precio de su Preciosísima Sangre. Una vez más, el Salvador resalta el júbilo que causa en los ángeles la conversión de “un solo pecador”.

 

Narradas por el divino Maestro, esas escenas cotidianas de la vida pastoril y doméstica hacen más accesible a nuestra comprensión el sublime misterio del amor de un Dios que, haciéndose hombre, “ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10).

 

III – LA PARÁBOLA DEL PADRE PERFECTO

 

A semejanza de un buen vino, cuyo cambiante sabor sorprende al paladar con cada degustación, de modo que los que lo aprecian nunca pueden afirmar que lo conocen completamente, la tercera parábola que el Señor narra en esta ocasión posee tanta riqueza de enseñanzas que siempre nos aporta nuevos aspectos a ser considerados. Es el conocido drama del hijo pródigo, una de las páginas más hermosas de la Sagrada Escritura. Habiendo sido ya tratada en este ciclo litúrgico, con ocasión de la Cuaresma,7  hoy se nos presenta una vez más desde otra perspectiva.

 

El padre reparte los bienes

 

11 También les dijo: “Un hombre tenía dos hijos; 12 el menor de ellos dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte que me toca de la fortuna’. El padre les repartió los bienes”.

 

El padre se llevaría un profundo disgusto, sin duda, cuando recibió la petición de su hijo menor. Además de revelar la intención de abandonar la casa paterna —pues sólo en este caso se hacía el reparto de la herencia antes de la muerte del padre—,8 la solicitud confirmaba sus temores a respecto de ese hijo en cuya alma ya había discernido la agitación de las pasiones desordenadas. Veía, con dolor, las sinuosas sendas por las que el joven se adentraría; sin embargo, dándose cuenta de que era imposible hacerlo desistir de sus propósitos, no hizo nada para impedirlo y le entregó la parte de la fortuna que le correspondía. Exactamente así es como Dios actúa con nosotros: nos concede en abundancia sus gracias y dones, a pesar de conocer en su omnisciencia el mal uso que podemos hacer de esos bienes, sea valorándolos poco, sea descuidándolos o incluso usándolos para pecar.

 

La paciencia: uno de los nombres de la misericordia

 

13 “No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente”.

 

El hijo cambió la inocencia del hogar por una vida disoluta. Una expresiva imagen de todos los bautizados que abandonan el estado de gracia al cometer una falta grave, despreciando la condición de hijos de Dios. Despilfarran el tesoro sobrenatural que el Padre celestial les ha entregado y prefieren el placer fugaz del pecado a la felicidad de convivir con Dios y con María Santísima en la eternidad. 

 

“El hijo pródigo cuidando cerdos”

Catedral de San Julián,

Le Mans (Francia)

Por su parte, el padre no se olvidó en ningún momento del joven y continuamente elevaba al Cielo afligidas oraciones por su conversión, pues nunca perdió las esperanzas de volver a verlo. Dios reacciona con igual indulgencia con nosotros cuando le ofendemos y, en su bondad, nunca nos desampara, ni siquiera cuando nos alejamos de Él por el pecado. Reflexionando sobre esa clemencia, escribe San Alfonso de Ligorio: “Si hubierais insultado a un hombre como insultasteis a Dios, aun siendo vuestro mejor amigo o hasta vuestro propio padre, no habría tenido más remedio que vengarse. Cuando ofendíais a Dios, podía haberos castigado al instante; volvisteis a ofenderle, y Dios, en vez de castigaros, os devolvió bien por mal, os conservó la vida, os rodeó de todos sus cuidados providenciales, aparentó no ver los pecados, y todo con el fin de ver si conseguía que os enmendaseis y cesaseis de injuriarlo”.9 Por consiguiente, mientras las dos parábolas precedentes resaltan la iniciativa de Dios en la conversión de los hombres, ésta ilustra otro aspecto de su misericordia, que se cifra en la paciencia en esperar que “el pecador caiga en sí y Dios pueda perdonarlo y salvarlo”.10

 

En la extrema decadencia, recuerdo de la bondad del padre

 

14 “Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. 15 Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. 16 Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada”.

 

El joven, en otro tiempo rico, pasó a ser un hambriento indigente, cuya desesperada situación le llevó a aceptar el humilde trabajo de porquerizo. Esto es un símbolo de la completa miseria a la cual el pecado mortal reduce el alma, arrancándole todos los méritos y haciéndola merecedora del infierno, realidad mucho más terrible que la del hijo pródigo. “No hay catástrofe ni calamidad pública o privada que pueda ser comparada a la ruina causada en el alma por un solo pecado mortal. El pecado mortal es como un derrumbamiento instantáneo de nuestra vida sobrenatural, un verdadero suicidio del alma en la vida de la gracia”.11

 

No es raro, sin embargo, que Dios permita que el pecador caiga en ese ínfimo estado para que luego la añoranza de la inocencia perdida nazca en su alma.

 

17 “Recapacitando entonces, se dijo: ‘Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. 18 Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; 19 ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros’”.

 

Sólo entonces, en medio de la amarga frustración del pecado, empezó a reflexionar, comparando la miseria en la que se encontraba con la abundancia de la casa paterna. Le vino a la memoria la bondad y el afecto de su padre, los bienes más grandes perdidos con la desordenada vida que había llevado. Sus palabras reflejan tal disposición de alma, ya que se refieren no a un mero regreso al hogar, sino al deseo de ponerse de nuevo bajo ese amparo: “Me pondré en camino adonde está mi padre”.

 

No obstante, nunca se habría decidido a abandonar el pecado si en su alma no existiera la acción de la gracia, porque es imposible que el hombre se convierta movido únicamente por su propia fuerza de voluntad, como subraya San Agustín: “Nadie se arrepentiría de su pecado si no fuera por algún llamamiento de Dios”.12

 

La inesperada acogida

 

20 “Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos”.

 

Es muy probable que en varias ocasiones el padre sintiese reavivarse sus esperanzas a respecto del regreso de su hijo. Entonces se dirigiría a un lugar donde podía divisar los caminos de la región y pasaría allí un largo rato rezando, en una confiada espera… Hasta el día en que “lo vio y se le conmovieron las entrañas”. Andrajoso y con la fisonomía desfigurada por la vida de pecado, el joven había cambiado mucho desde la última vez que su padre lo vio. Pero mucho más profunda era su transformación interior. Salió de casa orgulloso y creyéndose autosuficiente; volvía humilde, consciente de su propia debilidad y confiando en la bondad de su padre. Éste, que fue corriendo a su encuentro, enseguida notó el cambio, pero venciendo la repugnancia que la apariencia miserable de su hijo le causaba no dudó en manifestarle su afecto con profusión.

 

Esta enternecedora escena narrada por Jesús representa, de manera elocuente, la acogida que el Padre celestial da a las almas arrepentidas, que no es otra cosa que la vigorosa manifestación de su amor infinito. “¡Con cuánta ternura abraza Dios al pecador que se convierte! […] Es el Padre que, cuando retorna el hijo perdido, sale a su encuentro, lo abraza, lo besa, y, al recibirlo, no puede contener la alegría que lo embarga. […] Dios afirma que, ni bien el pecador se arrepiente, ya le son perdonados sus pecados y se olvida de ellos, como si nunca le hubieran ofendido”,13 destaca San Alfonso de Ligorio.

 

La alegría por el regreso de su hijo

 

21 “Su hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’.

 

22 Pero el padre dijo a sus criados: ‘Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; 23 traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, 24 porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y empezaron a celebrar el banquete”.

 

La buena disposición espiritual con la que el joven se presentaba, reconociendo su error con humildad, fue suficiente para que el corazón paterno desbordase de gozo y lo llevase a hacer los preparativos de una gran celebración. En este pasaje el Señor también nos enseña, al acentuar por tercera vez la alegría que Dios —personificado aquí por ese padre— tiene al perdonar, cómo el verdadero arrepentimiento puede conceder al alma un grado mayor de gracia que el perdido por el pecado,14 porque el hijo nunca había sido honrado con una fiesta de tal porte cuando vivía en casa antes de pervertirse.

 

Aún en este fragmento, nuestra atención se dirige a un pequeño detalle: ¿cuál era la procedencia del traje que el padre pide que traigan para vestir a su hijo, en sustitución de los andrajos con los cuales se cubría, ya que el joven había juntado “todo lo suyo” antes de marcharse? Tal vez haya sido cogido de las pertenencias del hijo mayor… En este caso, se aplicaría la afirmación del Maestro: “Al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene” (Mc 4, 25). Vemos, pues, que aunque el benjamín estuviese en la miseria, tenía algo que hacía mucho el primogénito había dejado de poseer, un bien inestimable: el amor por su padre. Los próximos versículos ofrecen datos ilustrativos que confirman tal hipótesis.

 

Un hijo sin amor por su padre

 

25 “Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, 26 y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. 27 Este le contestó: ‘Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud’. 28a Él se indignó y no quería entrar,”…

 

Es comprensible que, en un primer momento, el impacto de la fiesta despertase cierta indignación en el hijo mayor, por venirle el recuerdo de la ingratitud de su hermano para con el padre y el profundo disgusto que éste había sufrido a causa de ello. No obstante, al enterarse del júbilo en que ahora se encontraba su padre por el regreso de su hermano, debería haber controlado inmediatamente tal sentimiento y, demostrando una consonancia afectiva con su progenitor, haber entrado en seguida a la fiesta.

 

Pero su reacción fue otra muy distinta. ¿Qué la habría motivado? Desde una perspectiva humana, el primogénito habría actuado con más astucia que el otro al quedarse en el hogar mientras su hermano se lanzaba a correr los riesgos del mundo. Servía a su padre por interés, en una situación muy cómoda, pues tenía cubierta todas las necesidades materiales, y vivía en casa más como huésped que como hijo. Su obediencia a la autoridad paterna se fundaba en motivos de conveniencia y no de afecto filial. Aunque estaba físicamente cerca de su padre, se encontraba separado de él por las gélidas distancias de la indiferencia. El Señor señala esta disposición de ánimo cuando dice que el joven “estaba en el campo”, es decir, “trabajando y sudando en las obras terrenas, lejos de la gracia del Espíritu Santo, ajeno a los designios de su padre”,15 explica San Jerónimo.

 

Conjeturas sobre la actitud del primogénito

 

Es probable, dado su desamor, que se hubiera quedado en casa por la ambición de apropiarse del resto de la fortuna cuando falleciese su progenitor. Y mientras que el más joven se había ido a derrochar sus bienes en “un país lejano” escapando de la mirada paterna, el primogénito también hacía mal uso de los bienes de la familia, bajo las apariencias de una conducta correcta, tratando de ocultarle a su padre las sinuosas sendas por las que se había metido. Así pues, el enojo que le causó el regreso de su hermano, ¿no sería la manifestación de una conciencia pesada y de un alma amargada por las frustraciones del pecado, que se consumía de envidia viendo al otro gozar de las alegrías del perdón? ¿Su cólera no habría aumentado aún más al pensar que la reintegración de su hermano al núcleo familiar impediría la realización de su codicia, lo que implicaría en una nueva división de bienes entre los dos herederos?

 

Por consiguiente, aunque la interpretación clásica de esta parábola considera a los dos hijos, respectivamente, como una imagen del pueblo judío y de los gentiles,16  existe una dimensión de significado mucho más amplia en ambas figuras. El benjamín es el pecador público que no esconde sus desórdenes y que, para apaciguar su conciencia, procura olvidarse de Dios alejándose de todo lo que pueda reavivarle su memoria. El primogénito es el pecador oculto que a los ojos de los hombres aparece como justo, con una fisonomía tranquila y con actitudes exteriores conformes a la virtud; pero por dentro está repleto de hipocresía y crueldad (cf. Mt 23, 28).

 

28b… “pero su padre salió e intentaba persuadirlo. 29 Entonces él respondió a su padre: ‘Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; 30 en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado’”.

 

“El regreso del hijo pródigo”

(Detalle) Iglesia de Trinità

dei Monti, Roma

Esta insolente respuesta confirma que no se trata de una rebelión contra los desvaríos de su hermano, sino contra la benevolente acogida de su padre. Considerándose digno de recompensa y el otro merecedor de castigo, se sentía tratado injustamente al ver que la bondad paterna actuaba de manera diferente, no sólo por perdonar al culpable, sino también por dar muestras de extremo afecto. Ésta es la típica reacción de los que nunca han experimentado los efectos del perdón y no pueden entender la misericordia con la que son tratados los demás. Cabría al padre responderle a ese hijo envidioso con las mismas palabras que Jesús puso en los labios del dueño de la viña cuando se dirigió a los obreros inconformes con la generosa paga de los trabajadores de la última hora: “¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?” (Mt 20, 15). No obstante, el padre, incluso esta irrespetuosa acusación, la rebate con benignidad.

 

Una advertencia a los que rechazan la misericordia

 

31 Él le dijo: ‘Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; 32 pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado’”.

 

Aquí aparece un nuevo matiz de la bondad paterna: aclarándole el auténtico motivo de la fiesta —no era un homenaje a los vicios de quien había sido hasta entonces despilfarrador, sino la celebración de su regreso—, “hace caso omiso de lo que el hijo afirma sobre que no ha quebrantado uno solo de sus mandamientos. El padre no confirma ser verdad lo que el hijo había dicho, sino que trata de calmar por otro lado su ira: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo’”.17 Así pues, demuestra que conocía el camino ajeno a la virtud por el que andaba su hijo y, al mismo tiempo, cómo éste era objeto de su paciencia misericordiosa, porque aguantaba su hipocresía y desamor en el día a día, esperando con confianza una regeneración.

 

Concluyendo la parábola, Jesús reprende tácitamente a los fariseos y a los maestros de la Ley, al señalarles la necesidad de ajustar siempre sus propios criterios de acuerdo con la acción de Dios y nunca analizar ésta según la mezquina visualización humana. Y, en las entre líneas de la narración, les estaba haciendo una advertencia, a ellos y a todos los que se cierran al perdón: Conozco vuestros pecados desde siempre, y deseo perdonaros como perdono a éstos que recurren a mí. Pero rechazáis recibir mi compasión y os rebeláis al ver cómo otros se benefician de ella. Al actuar así ponéis en riesgo vuestra salvación, pues a los que rechazan la misericordia en esta vida les está reservada mi justicia en la eternidad.

IV – CONCLUSIÓN

 

La secuencia de parábolas presentada en el Evangelio de este vigésimo cuarto domingo del Tiempo Ordinario surge ante nosotros como un prisma a través del cual la Historia de la Salvación adquiere un colorido especial. Para rescatar a la humanidad perdida por el pecado, el Buen Pastor asumió nuestra naturaleza, murió en la cruz e hizo que de su costado abierto por la lanza naciera la Iglesia, el verdadero rebaño de Cristo, en el que los hombres son introducidos por las aguas del Bautismo, concediéndoles la suprema dignidad de hijos de Dios. Dóciles a la gracia, los hombres dieron frutos a la altura de su condición de herederos del Cielo y construyeron una civilización arraigada en las enseñanzas del Evangelio.

 

Sin embargo, con el paso del tiempo la humanidad comenzó a menospreciar esa filiación divina y se fue alejando del Padre celestial. En nuestros días son muchos los que viven como si Él no existiera. Al entregarse al pecado dilapidan los tesoros que les habían sido confiados con la venida de Jesucristo al mundo y andan de desvarío en desvarío. Si establecemos un paralelo entre la humanidad actual y el hijo pródigo, veremos con tristeza que no está muy lejos de la etapa en la que el joven, reducido a la completa miseria, quiso alimentarse con las bellotas de los cerdos. Dios permite que los hombres caigan en los horrores de un mundo contrario a la virtud porque está esperando pacientemente el momento oportuno para concederles, a través de una acción del Espíritu Santo, las luces de su misericordia. Dicha acción les hará ver con claridad su deplorable estado y despertará en ellos la añoranza de las maravillas de la gracia, abandonadas hace ya muchos siglos.

 

Los símbolos, no obstante, siempre claudican en relación con la realidad, y la fe nos hace creer que el futuro de los hombres superará con creces el desenlace de la parábola, sobre todo a causa de un elemento. En la narración no aparece una figura que tiene un papel fundamental en la Historia: María Santísima, a quien Dios constituyó Abogada y Refugio de los pecadores, Madre de los hombres. Cuando la humanidad pródiga emprenda el camino de vuelta, esta Madre vendrá a su encuentro y la recibirá con inconmensurable bondad. Así pues, bastará con que le sea dirigida esta humilde y confiada súplica: hemos pecado contra el Cielo y contra ti; ya no merecemos llamarnos hijos tuyos. Trátanos como a uno de tus siervos. Entonces Ella misma intercederá ante su Hijo llevándole esa petición de clemencia. En el momento en que los hombres se presenten delante del trono de la Divina Misericordia, poniéndose en la condición de esclavos de la Sabiduría Eterna y Encarnada, por las manos de María, estará concedido el perdón restaurador.

 

Y así como el padre festejó al joven arrepentido, Dios tratará como hijos predilectos a los que se entreguen sin reservas y promoverá la celebración inaugural de un nuevo régimen de gracias en el plan de la salvación: el Reino de María, era histórica de la misericordia, constituida por almas que, reconociéndose pecadoras, se habrán dejado transformar por la fuerza del perdón. 

 


 

1 BENEDICTO XVI. Jesús de Nazaret. Primera parte. Desde el Bautismo a la Transfiguración. Bogotá: Planeta, 2007, pp. 252-253.

2 El espíritu crítico, del que daban muestras los fariseos en diversas circunstancias, está insinuado en el original griego. El tiempo verbal usado por San Lucas es el imperfecto διεγόγγυζον, indicando una continuidad de acción. No se trataba de un acto, sino de una actitud constantemente objetante.

3 SAN CIRILO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Lucam, c. XV, vv. 1-7.

4 SAN AMBROSIO. Tratado sobre el Evangelio de San Lucas. L. VII, n.º 210. In: Obras. Madrid: BAC, 1966, v. I, p. 456.

5 SAN GREGORIO MAGNO. Homiliæ in Evangelia. L. II, hom. 14, n.º 17. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, p. 722.

6 DIONISIO AREOPAGITA. La Jerarquía Celeste. C. XIV, 321 A. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1990, p. 175.

7 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. O Filho Pródigo: Justiça e Misericórdia. In: Arautos do Evangelho. N.º 27 (Marzo, 2004); pp. 6-11; Comentario al Evangelio del IV Domingo de Cuaresma – Ciclo C, del volumen V de esta colección.

8 Cf. SÁENZ, SJ, Alfredo. Las Parábolas del Evangelio según los Padres de la Iglesia. La misericordia de Dios. 2.ª ed. Guadalajara: APC, 2001, pp. 160-161.

9 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Obras Ascéticas. Madrid: BAC, 1954, t. II, p. 697.

10 Ídem, p. 698.

11 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la salvación. 3.ª ed. Madrid: BAC, 1965, pp. 68-69.

12 SAN AGUSTÍN. Epistolæ ad Romanos inchoata expositio, n.º 9. In: Obras. Madrid: BAC, 1959, v. XVIII, p. 76.

13 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO, op. cit., pp. 699-700.

14 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 89, a. 2.

15 SAN JERÓNIMO. Epistola ad Damasum XXI, 28. In: Cartas. Madrid: BAC, 1962, v. I, p. 143.

16 Cf. SAN BEDA. In Lucæ Evangelium. L. IV, c. XV: ML 92, 526; SAN JERÓNIMO, op. cit., 27, pp. 142-149; SAN AGUSTÍN. Sermo CXXXVI, n.º 8. In: Obras. Madrid: BAC, 1952, v. X, pp. 520-521; SAN AMBROSIO, op. cit., pp. 470-472.

17 SAN JERÓNIMO, op. cit., 34, p. 146.

 

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