EVANGELIO
En aquel tiempo, 38 le dijo Juan: “Maestro, hemos visto a uno que en tu nombre echaba los demonios y no está con nosotros; se lo hemos prohibido”. 39 Jesús les dijo: “No se lo prohibáis, pues ninguno que haga un milagro en mi nombre hablará luego mal de mí. 40 El que no está contra nosotros, está con nosotros. 41 Pues el que os diere un vaso de agua en razón de discípulos de Cristo, os digo en verdad que no perderá su recompensa. 42 Y el que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen, mejor le sería que le echasen al cuello una piedra de molino y le arrojasen al mar. 43 Si tu mano te escandaliza, córtatela; mejor te será entrar manco en la Vida que con ambas manos ir al infierno, al fuego inextinguible. 45 Y si tu pie te escandaliza, córtatelo; mejor te es entrar en la Vida cojo que con ambos pies ser arrojado en el infierno. 47 Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; mejor te es entrar tuerto en el Reino de Dios que con ambos ojos ser arrojado en el infierno, 48 donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga (Mc 9, 38-43.45.47-48).
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XXIVI Domingo del Tiempo Ordinario – ¡Ay del que escandalice!
El divino Maestro nos muestra cómo no se puede hacer la menor concesión al mal, pues para conquistar el Cielo hay que ser íntegro en la práctica del bien.
I – El hombre, imagen del Supremo Rey y Celestial Pintor
El magnífico Museo del Prado, de Madrid, recibe diariamente miles de visitantes que recorren sus extensas galerías, deseosos de admirar el incomparable acervo de obras maestras de los más grandes artistas de la Historia.
Jesús y San Juan Evangelista – Detalle de “Cristo con los Doce Apóstoles”, por Taddeo di Bartolo – Museo Metropolitano de Arte, Nueva York
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Hace muchos años, un hombre que había entrado allí desapercibido entre la multitud fue sacado poco después esposado por policías. Sea por desequilibrio mental, sea por maldad, en determinado momento, en un descuido de los funcionarios del museo, arrojó un líquido negro sobre el famoso retrato ecuestre del emperador Carlos V, pintado por Tiziano. Este delito indispuso a la opinión pública. El célebre cuadro se dañó seriamente por un gesto tan estúpido como ése.
Ahora bien, si es grave estropear una obra artística de esa valía, el que lleva a otros a pecar hace algo mucho peor: estropea no una valiosa pintura, sino un alma, espiritual e inmortal, de la cual es expulsada la luz de la gracia.
Y la imagen así manchada no representa a un monarca de esta Tierra, sino al Supremo Rey y Celestial Pintor, autor de todas las virtudes destruidas por el pecado.
Sobre las serias consecuencias de cada acto humano nos advertirá el divino Redentor en el Evangelio de este XXVI Domingo del Tiempo Ordinario.
II – La preocupación por los bienes sobrenaturales
El pasaje del Evangelio considerado en esta liturgia es antecedido por una amonestación del Señor a los Apóstoles, sobre el orgullo. Al saber el Maestro, por su conocimiento divino, que de camino a Cafarnaúm estuvieron discutiendo sobre cuál de ellos era más grande, les enseñó a considerarse cada uno, al contrario, inferior a los demás: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 35). Para eso, es indispensable tener siempre presente el cuadro de las propias miserias y evitar compararse con los otros.
A continuación San Marcos narra el episodio que recoge la liturgia de este domingo, en el que el apóstol Juan demuestra no haber comprendido muy bien esa enseñanza del Señor, pues manifestará, como veremos, celos de los dones sobrenaturales que ha percibido en los demás.
Para rectificar esta visión equivocada, el Señor dará tres lecciones. Primera, sobre el despropósito de los mencionados celos; segunda, a respecto de la gravedad de escandalizar a los pequeños; y, por último, acerca del escándalo en relación con la propia conciencia.
Celos sobrenaturales…
En aquel tiempo, 38 le dijo Juan: “Maestro, hemos visto a uno que en tu nombre echaba los demonios y no está con nosotros; se lo hemos prohibido”.
San Juan y Santiago eran llamados “hijos del trueno” (Mc 3, 17), “por la firmeza y grandeza de su fe”,1 como señala San Jerónimo, y también por su temperamento colérico. Recordemos cómo, en cierto momento, quisieron hacer bajar fuego del cielo sobre la ciudad de Samaria…
(Lc 9, 52-54). Pero más tarde, ambos cambiaron tanto —por la acción del Espíritu Santo— que el mismo San Juan, en su primera epístola, se dirige a sus discípulos con el apelativo de “hijitos”. He aquí un ejemplo del incalculable poder de transformación de la gracia.
En este episodio, no obstante, Juan aún consideraba el círculo íntimo del Maestro poseedor del monopolio de la virtud, del ministerio y de la capacidad de hacer el bien, con exclusión del resto.
Es la idea de grupo cerrado, muy común en la mentalidad farisaica. De ahí los celos al ver que alguien que “no está con nosotros” opera fenómenos sobrenaturales en nombre de Jesús.
Los Apóstoles aún tendían bastante a analizar todas las cosas, incluso las sobrenaturales, fuera de una perspectiva eterna. Cuando así se procede, enseguida se manifiesta la miseria humana a través de los celos, envidias y dificultad de aceptar las enseñanzas de un superior.
El poder de la mediación
39 Jesús les dijo: “No se lo prohibáis, pues ninguno que haga un milagro en mi nombre hablará luego mal de mí. 40 El que no está contra nosotros, está con nosotros”.
Contrariamente a la inadecuada visión de los Apóstoles, el Señor enseña que está abierta a quien lo desee la posibilidad de hacer el bien, sin que ello sea privilegio de nadie: “El que no está contra nosotros, está con nosotros”.
La misma actitud, por cierto, adoptó Moisés cuando le avisaron que dos hombres del campamento estaban profetizando y Josué pidió que dieran la orden de que se callaran, como registra la primera Lectura de este domingo: “¿Tienes celos por mí? ¡Ojalá que todo el pueblo del Señor profetizara y pusiese el Señor sobre ellos su espíritu!” (Nm 11, 29), fue la inspirada respuesta del profeta, antecediéndose a la enseñanza del divino Maestro.
De todos modos, era indispensable recurrir al nombre de Jesús para que aquella persona hiciera exorcismos. Para que este principio de intercesión quedara muy claro, el Señor va a explicar que el que desee actuar de forma eficaz y tener éxito, necesita la mediación de aquel más cercano a Dios, por medio del cual recibió su misión. Así, las obras realizadas en función de ese mediador, cuyo nombre se invoca manifestando reconocimiento, son bendecidas por la Providencia con frutos abundantes.
En el caso presentado por San Juan se nota que aquel hombre, aunque no tenía la vocación de ser apóstol, había sido llamado a propagar el nombre de Jesús. Comenta Maldonado a este respecto: “Quiere Cristo que sea confirmada con milagros su doctrina, no sólo por los Apóstoles, sino por cualesquiera otros discípulos”.2
Y, así como San Pablo se alegrará por el hecho de que algunos, incluso por envidia y rivalidad con él, empezaban también a hablar del Señor (cf. Flp 1, 17-18), en este caso concreto, el divino Maestro sabía perfectamente que el hombre denunciado por San Juan obraba de buena fe. “Era suficiente que siguiera la doctrina evangélica, aunque no formara parte de su grupo; por lo cual no debía ser tenido como adversario”.3 Y San Agustín afirma: “Cristo le permitió que continuara, porque así recomendaba su nombre, que era útil a muchos”.4
En el fondo, había sido el mismo Jesús quien, con su gracia, le había estimulado a actuar de ese modo.
Ahora bien, el Señor afirma implícitamente, en sentido contrario, que cuando alguien hace uso de un poder recibido de lo alto sin estar unido con la fuente de ese poder, sus obras serán infructuosas.
Peor aún, le acarrearán todo tipo de desastres y en vez de expulsar a los demonios, los atraerán.
Querer hacer milagros sin usar el nombre de Jesús equivale, por consiguiente, a hablar mal de Él. Era una manera de enseñar a sus discípulos que la apropiación de los dones sobrenaturales conduce a la retracción de las gracias divinas y a la negación del Autor de esos dones, y les mostraba cómo la Providencia es celosa de las mediaciones establecidas por Ella.
“Jesús predicando” – Vitral de la parroquia de
Saint Suplice, Fougères, Francia. |
El Señor recompensa a quien auxilia a sus discípulos
41 “Pues el que os diere un vaso de agua en razón de discípulos de Cristo, os digo en verdad que no perderá su recompensa”.
San Mateo sitúa esta promesa en otro momento: cuando Jesús envía a los Apóstoles a predicar por primera vez y promete recompensar a quien les de buena acogida (cf. Mt 10, 42).
De cualquier manera, las palabras del divino Redentor también se pueden entender en el siguiente sentido: cuando vemos que alguien está actuando bajo la acción de una gracia o practicando un acto virtuoso y nos encantamos y procuramos estimularlo, entonces esta actitud no quedará sin premio. A la inversa, cuando dejamos de proceder así desagradamos a Dios.
III – El escándalo de los inocentes y de la propia conciencia
En la perícopa seleccionada para el Evangelio de este domingo, las siguientes palabras del Señor parecen que cambian el tema de manera abrupta. Sin embargo, si releemos los versículos anteriores, constataremos que Jesús lo que hace es retomar el asunto antes discutido, es decir, la necesidad de tener la humildad y la sencillez de un niño. Y la intervención de San Juan sí que era la que había sido extemporánea, al desviar el tema tratado.
Consideremos entonces que Jesús acababa de decir: “En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 3). Añadiendo: “Quien recibe a uno de estos niños en mi nombre, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, no es a mí a quien recibe, sino al que me ha enviado” (Mc 9, 37).
42 “Y el que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen, mejor le sería que le echasen al cuello una piedra de molino y le arrojasen al mar”.
Habiendo tratado de la recompensa a la buena acogida dada a un pequeñuelo, ahora analiza lo opuesto: el castigo para el que desedifica o perjudica a un inocente.
Al hablar de pequeñuelos, el Señor no se está refiriendo únicamente a los niños, sino a todos los que no tienen fuerzas suficientes para mantenerse por sí mismos en la práctica de la virtud, teniendo que contar con el apoyo de los demás, sobre todo en lo que respecta a su instinto de sociabilidad.
Especialmente merecedor de este auxilio es el que conserva su inocencia bautismal. Éste tiene el alma constantemente abierta a lo sobrenatural, pues, como explica San Juan Crisóstomo: “Puro está el niño de envidia y de vanagloria, y de ambición de primeros puestos. El niño posee la mayor de las virtudes: la sencillez, la sinceridad, la humildad. […] Un niño así está exento de orgullo, de ambición de gloria, de envidia, de terquedad y de todas las pasiones semejantes”.5
Mucho se complace Dios con esta rectitud de alma propia del inocente. Por eso el que induce al pecado “a uno de estos pequeñuelos” le causa tal repudio que se convierte en reo de esa terrible condenación: era preferible que fuera lanzado al mar. El Señor utiliza esta severa imagen por ser enteramente familiar a sus oyentes, como comenta San Jerónimo: “Habla según la costumbre de la región porque ésta fue entre los antiguos judíos la pena para los mayores crímenes, el ser arrojados al agua con una piedra atada al cuello”.6
En los labios de otro, esta afirmación podría parecer exagerada, pero quien la hace es el Hijo de Dios. Y San Juan Crisóstomo señala un detalle: para el que escandalice a un niño, dijo Cristo, “mejor le sería” que lo echaran al mar con una piedra atada al cuello; es decir, “da a entender que el castigo que le espera es más grave que eso”.7
Por la indignación del Señor ante el escándalo, bien se puede medir su estrecho vínculo con los inocentes.
La gravedad del pecado de escándalo
El escándalo, según Santo Tomás, consiste en pronunciar palabras o realizar acciones propias a exponer a alguien a la ruina espiritual, en cuanto que con ellas lo arrastra al pecado.8 Significa dar malas sugerencias, consejos o ejemplos que conmocionan al que deberíamos, por el contrario, edificar, haciendo que sus fuerzas espirituales perezcan lentamente.
Se trata de un pecado gravísimo y lleno de maldad, que perjudica tanto al que lo recibe como al que lo comete. Al primero, porque la falta cometida debido al escándalo le roba la vida de la gracia de Dios en el alma. Al segundo, por hacer el mismo papel del demonio —perder a las almas—, añadido el gusto de arruinar la inocencia ajena. En este sentido se puede afirmar que se trata de un pecado satánico.
Con el agravante, aún, de que es muy difícil reparar un escándalo: porque, una vez cometido, no basta la confesión, sino que es necesario la reparación. Es fácil coger un vaso de agua y tirarlo al suelo; pero ¿será igual recoger el líquido después? Y, a partir del escándalo moral, los pecados pueden multiplicarse, aumentar como una bola de nieve, perpetuándose en sucesivas faltas derivadas unas de otras. ¿Cómo reparar todas ellas? Por lo tanto, ¡ay de los escandalosos…!
“Jesús reza al Padre en el huerto de Getsemaní” – Museo de
Unterlinden, Colmar, Francia. |
Hoy el mundo está impregnado, empapado y rebosante de escándalos por todas partes. Escándalos en las modas, en las conversaciones, en los modos de ser; escándalos en la televisión, en internet, en el cine; escándalos en los periódicos, en las revistas, en las relaciones sociales. ¿En dónde no hay escándalo y la inocencia no va siendo tragada por la vorágine de la impureza y de la deshonestidad? ¿Cuál será, pues, la reacción del Señor ante esta avalancha de pecados de dimensiones inauditas?
Perjuicio de la propia conciencia
43 “Si tu mano te escandaliza, córtatela; mejor te será entrar manco en la vida que con ambas manos ir al infierno, al fuego inextinguible. 45 Y si tu pie te escandaliza, córtatelo; mejor te es entrar en la vida cojo que con ambos pies ser arrojado en el infierno. 47 Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo”.
A grandes males, ¡medidas radicales! Si el Señor condenó el escándalo dado al prójimo, en estos versículos fustigará también el perjuicio de la propia conciencia cuando no evitamos el pecado. Si grave es atentar contra la obra de Dios en el alma de otro, no será menos condenable hacer lo mismo con la propia alma, pues la caridad empieza por casa.
¿Las recomendaciones del Señor —cortar la mano, cortar el pie, arrancar el ojo— deben ser entendidas literalmente? Responde San Juan Crisóstomo, doctor de la Iglesia: “En todo esto no habla el Señor de los miembros del cuerpo, ni mucho menos”.9
Hay que amar por encima de todo a Dios y, en consecuencia, tener verdadero odio al pecado. Esto supone romper radicalmente con todo lo que a él conduce. En el Huerto de los Olivos, Jesús aconsejó: “Velad y orad para no caer en la tentación” (Mt 26, 41). No basta sólo rezar; es necesario también velar, es decir, alejarse de las circunstancias en las que es habitual pecar.
¿Cómo podemos conseguir fuerzas para vencer el vicio?
Si uno ha cedido varias veces a alguna tentación, se ha debilitado en ese punto, y la única solución es apartarse para siempre de esa ocasión de una manera categórica. Para vencer, por ejemplo, el vicio de la embriaguez, se hace indispensable abstenerse de probar una sola gota de alcohol, pues, con cualquier desliz, se puede recaer.
De la misma forma, debemos cortar irremisiblemente todo lo que constituye para nosotros ocasión próxima de pecado, como haríamos si un miembro enfermo comprometiese seriamente la salud de todo el organismo. Puede ser una mala amistad, porque “nada hay, en efecto, más pernicioso que una mala compañía. Lo que no puede la violencia, muchas veces lo consigue la amistad, lo mismo para bien que para mal”.10
Pero también podrá ser un mal libro, un vídeo inconveniente o, como tantas veces, el acceso a internet los que lleven a pecar.
Ahora, al mismo tiempo que aconseja la huida de las ocasiones próximas, el Señor —considerando la flaqueza humana e indicando la consecuencia del pecado— nos advierte de la condenación eterna en el infierno, “donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga” (v. 48). Esta radicalidad en la virtud presupone que tengamos los ojos puestos en la eternidad y siempre presente la máxima de la Escritura: “En tus obras acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás” (Ecl 7, 40).
El lugar donde ni el “fuego se apaga”
47b “Mejor te es entrar tuerto en el Reino de Dios que con ambos ojos ser arrojado en el infierno, 48 donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga”.
En la actualidad hay muchos que niegan la existencia del infierno. Sería tan cómodo para la conciencia si eso fuese cierto… No obstante, los Evangelios transcriben quince referencias hechas por el Señor al infierno. Sin duda que existe y al respecto de sus tormentos el divino Redentor nos proporciona una noción fundamental: la presencia de un gusano roedor que no muere.
Como ocurre con el fuego, numerosas son las interpretaciones que los autores dan al significado de ese “gusano”, abarcando tanto el sentido literal como el simbólico. Ahora bien, ninguno de esos distintos comentarios se excluyen entre sí, pues la terrible realidad del infierno sobrepasa ciertamente toda imaginación.
Con todo, interesa destacar aquí la identificación del “gusano” con el remordimiento de conciencia que jamás abandona al condenado.
Porque uno de sus peores tormentos es saber que violó los Mandamientos de Dios y el castigo es irremediable; que perdió el premio eterno por tan poco: una ilusión fugaz, un placer momentáneo…
En contraposición, el justo gozará de la perfecta felicidad, de la superior alegría proporcionada por la paz de conciencia.
A fin de no caer en esa región de tormentos, recordemos el versículo del Salmo Responsorial que suplica: “Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine”. En el infierno, no nos engañemos, son más numerosos los condenados a causa del orgullo que por otros pecados.
No hay prácticamente pecado alguno que no tenga raíz en ese defecto. El orgullo es la fuente de todo pecado.
“San Bernardo” – Museo de Arte de Gerona, España. |
IV – La obligación del buen ejemplo
La conclusión del Evangelio de hoy nos lleva a comprender que, así como no podemos causar escándalo —sobre todo a los pequeños—, en sentido contrario, tenemos la obligación de edificar al prójimo. Y como reparación por los numerosos escándalos que observamos, debemos vivir dando buen ejemplo a todos, practicando el esfuerzo de hacer todo aquello que pueda convertirnos en modelos de santidad para los que conviven con nosotros.
Porque son los ejemplos los que arrastran y motivan a los demás a recorrer el mismo camino. No es por otro motivo que la Iglesia nos presenta la vida de los santos como modelo a seguir.
En todo momento el hombre está influenciando a su prójimo o recibiendo la influencia suya. Está siendo para él, ora pastor, ora oveja; ora maestro, ora discípulo; continuamente dando y recibiendo algo. Es el principio de la Comunión de los Santos, por donde cada acto nuestro repercute en el Cuerpo Místico de la Iglesia. En este sentido, nada en nuestra vida es neutro: todo pesa para bien o para mal.
¿Qué me impide practicar la virtud?
Ante una liturgia que nos exhorta a rechazar todo lo que nos puede alejar de Dios y nos estimula a edificar al prójimo, no es descabellado proponer un breve examen de conciencia.
¿Qué me impide practicar con integridad la virtud? ¿Qué apegos materiales me empujan a tomar en consideración mucho más las cosas humanas que las divinas? ¿Qué me lleva a cerrarme sobre mí mismo y, por lo tanto, a no pasar la prueba de esta vida, cuyo desenlace será el premio o el castigo eternos? ¿Hay algo que me arrastra hacia el pecado con frecuencia o revela en mí defectos de alma como caprichos, comparaciones, envidias, impureza o el apego al dinero? ¿Qué debo cortar para salvarme? Y después de habernos analizado debemos pedir la gracia de tener el coraje de actuar con presteza, porque sin el auxilio de Dios no es posible practicar los Mandamientos de forma estable, menos aún con perfección.
En la Virgen Santísima encontraremos la fuerza para cambiar
En la liturgia hoy comentada, no se menciona a la Virgen María. Sin embargo, es a Ella a quien debemos dirigir nuestra mirada, porque, como afirma San Bernardo en el Acordaos , Ella jamás abandona a quien recurre a su maternal protección.
Por lo tanto, conscientes de nuestra miseria, volvámonos hacia María Santísima rogándole: “¡Oh Madre, ten misericordia de nosotros! Alcánzanos la gracia de tener en el corazón la alegría de practicar la Ley de Dios en su integridad”.
Y como Dios desea nuestra plena santificación, estemos seguros de ser atendidos con superabundancia.
1 SAN JERÓNIMO. Commentarii in Mathæum I, 10. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 2002, v. II, p. 107.
2 MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los Cuatro Evangelios . Madrid: BAC, 1951, t. II, pp. 156-157.
3 Ídem, p. 155.
4 SAN AGUSTÍN. Carta a Dárdano, 187, 12, 36 . In: Obras de San Agustín . 2ª ed. Madrid: BAC,1972, t. XI a, p. 559.
5 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía sobre San Mateo, 58, 2. In: Obras de San Juan Crisóstomo. Madrid: BAC, 1956, pp. 222-223.
6 SAN JERÓNIMO, op. cit., pp. 243, 245.
7 SAN JUAN CRISÓSTOMO, op. cit., 58, 3, p. 225.
8 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 43, a. 1.
9 SAN JUAN CRISÓSTOMO, op. cit., 59,4, p. 244. 10 Ídem, pp. 244-245.