|
– EVANGELIO –
Después Jesús les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse: «En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres; y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: “Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario”. Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: “Yo no temo a Dios ni me importan los hombres, pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme”». Y el Señor dijo: «Oigan lo que dijo este juez injusto. Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?». (Lc 18, 1-8)
|
Comentario al Evangelio – XXIX Domingo del Tiempo Ordinario – El Juez y la viuda
Con divina didáctica, Jesús contrapone la iniquidad de un juez con la obstinada insistencia de la fragilidad femenina, para mostrarnos la necesidad de ser incesantes en la oración.
El alma humana tiene sed de infinito. Así nos creó Dios, y esa es la razón por la que vivimos en búsqueda continua de la felicidad total, sin dolores ni obstáculos, en una relación social perfecta y armoniosa. El ansia de lo ilimitado marca profundamente todas nuestras acciones. Dicho sea de paso, es ésta la principal causa del sentimentalismo romántico y de tantos otros desequilibrios de la convivencia humana, en los que tratamos de satisfacer entre puras criaturas esa ansia de infinito saciable únicamente en Dios.
El querer obtener a costa de cualquier precio o esfuerzo un bien necesario, o librarse de una insoportable molestia, no pocas veces está impregnado con esa sensación de plenitud. Esos dos deseos –obtener y librarse– son la nota dominante de la parábola de la liturgia de hoy. La viuda implora sin cesar, el juez recurre a subterfugios y evasivas para desprenderse de ella. Por fin, la insistencia de la fragilidad derrota a un duro corazón amante del bienestar.
Analicemos la parábola en sus detalles para aprovechar, al final, las conclusiones que obtengamos.
I – La Parábola
El Juez inicuo
En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres.
¿De qué juez se trata y en cuál ciudad vivía? No lo sabemos. La descripción comienza a la manera de un cuento para niños: “En una ciudad había…” El episodio es intencionalmente anónimo. Con ese procedimiento, el Divino Maestro quiere llamar la atención de sus oyentes acerca de los aspectos morales y psicológicos de la parábola, y por eso la despoja de sus eventuales datos históricos.
El juez era indudablemente un judío de raza y religión, pues en caso contrario Jesús lo caracterizaría como un hombre que no creía en el Dios Verdadero. En realidad, su manera de actuar representa una clara personificación del ateísmo práctico ya común en aquellos tiempos, si bien no tan difundido como en los días actuales. Probablemente practicaba la religión excluyendo el Primer Mandamiento de la Ley de Dios. Era, por lo tanto, un mal judío.
Puesto que Dios debe ser el centro de nuestros pensamientos, deseos y acciones, cuando lo ignoramos o nos alejamos de Él, las propias relaciones humanas se vuelven defectuosas y viciadas, es decir, se deterioran todos los principios del saludable respeto. En este juez se retrata uno de los grandes males de nuestro tiempo: la desaparición de la douceur de vivre, la estima y la admiración en el trato social, sea entre iguales o entre inferiores y superiores. Al considerarse el único punto de referencia para atender a sus semejantes, poco le importan las virtudes de éstos, sean cuales sean. Se mueve de acuerdo a la volubilidad del soplo de sus caprichos y no presta oídos a los respectivos litigantes, pues le falta el estímulo necesario para llevar a buen término sus causas. El egoísmo es su ley.
La viuda inoportuna
Y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole:“Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario”
En la misma ciudad vivía una viuda. Como en todas las épocas, la esposa desamparada por la muerte de su marido, se convierte en una figura digna de lástima. Recaerá sobre ella, la parte más frágil, el peso de la educación de los hijos, sobre todo de los más pequeños, la administración de los bienes y de la casa. Si no cuenta con la protección de amigos verdaderos, su soledad podrá hacerse dramática, y los intereses egoístas de estos o aquellos se concentrarán sobre la herencia de los menores. Le quedará el intransigente vigor de su instinto materno, acompañado por sus amargas lágrimas. Por nada de este mundo abandonará a los niños, alimentados y crecidos en sus brazos. En este punto particular, será un modelo insuperable de obstinación; y muy probablemente, es el caso de la presente parábola.
La viuda debe haber saturado al juez con sus innumerables visitas, implorándole cada vez justicia contra su adversario. Este último quizá fuera un israelita constituido en el fraude y en la maldad que –valiéndose de la existencia de un árbitro nada temeroso de la cólera divina– había dado libre cauce a su ganancia, y así intentaba extorsionar los bienes, en todo o en parte, de la desamparada y afligida señora.
La apropiación indebida siempre existió a lo largo de los tiempos. Sobre todo en los casos donde predomina el absolutismo del más fuerte, cuando se encienden las pasiones se establece la ley de la selva. ¿Y qué más podría hacer una pobre mujer en esa crítica situación, a no ser recurrir a los tribunales? Por otro lado, el mal israelita tendrá un gran interés en mantener el status quo, y si no hay otra solución, se empeñará tanto como pueda en retardar al máximo cualquier pronunciamiento legal. Ahora bien, las demoras solamente podrían agravar el drama de la triste señora. De ahí la gran insistencia: “Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario.”
La actitud del juez
Durante mucho tiempo el juez se negó
No son desconocidas las demoras procesales en nuestro Occidente latino. Pero en los pueblos orientales de aquellos tiempos, las interminables esperas hacían la guerra a las más robustas paciencias. Por las propias Sagradas Escrituras tenemos conocimiento de la existencia del soborno en la época, y por lo tanto se podría preguntar: ¿habrá recibido el juez propuestas u obsequios de la parte contraria? Lo cierto es que por alguna razón, hasta tal vez por pura dejadez, capricho o pereza, el juez se rehusaba a escuchar los ruegos de la autora del proceso en curso.
Se podría presentar aún otra hipótesis para buscar explicación a tal actitud. Es de público conocimiento que muchas veces la demora resuelve intrincados problemas. ¿No habrá sido partidario, el magistrado en cuestión, de tomar al tiempo como su consejero? Nada lleva a creerlo, porque “no temía a Dios ni le importaban los hombres”, y por ende la virtud no era la ley de su proceder habitual.
Pero después dijo: “Yo no temo a Dios ni me importan los hombres, 5 pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme”
La resonancia es un fenómeno físico que se ha mostrado poderoso hasta en relación con puentes sólidos y robustos. El golpe rítmico y continuo sobre una superficie rígida amenaza toda su constitución. En la psicología humana existe una reversibilidad de esa figura: la insistencia inoportuna. La viuda no le daba reposo al juez, obligándolo a salir de su inmovilidad para elegir la menor de dos molestias: darle la causa por ganada, o encontrársela suplicante a toda hora. Se hartó de verla a cada momento y decidió acoger su pedido. El motivo que lo llevó a tomar tal decisión no fue nada noble ni elegante, pero la viuda no se rindió ni se dejó llevar por el respeto humano; su único empeño era obtener un justo pronunciamiento.
Esta parábola retrata, al pasar, algunos aspectos de aquella jurisprudencia consuetudinaria. Pese a las variaciones con respecto al Derecho Procesal vigente en los países occidentales, el caso imaginado por el Divino Maestro nos resulta completamente asimilable, sin necesitar adaptación de ninguna especie. En vista de su fácil entendimiento, Jesús lo aplica directamente.
El Supremo Juez y las almas elegidas
Oigan lo que dijo este juez injusto. Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, aunque los haga esperar?
El contraste es un excelente instrumento didáctico. Jesús se sirve de las reacciones de un juez inicuo frente a la obstinada resistencia de la fragilidad femenina, para compararlas a las actitudes del Supremo Juez. Si un hombre malo practica una buena acción para dejar de ser inoportunado, ¿cuánto más no hará Dios, la Bondad en sustancia? Muy distinto a la parábola, en la aplicación se trata del Verdadero Juez, que es la Dadivosidad misma. Por otro lado, no es una inoportuna viuda quien pide, sino los elegidos de Dios, que no son indeseables. Al contrario, les caben los títulos de “privilegiados”, “amigos” y “fieles”.
Jesús enfoca de manera especial a los elegidos en este versículo. ¿Quiénes son? Sus servidores, los que aman y temen a Dios, que viven en estado de gracia, se duelen de sus flaquezas y hacen penitencia por sus faltas, purificándose en el divino perdón. Con el claro y firme avance de la Teología, se puede afirmar que todos los fieles son elegidos, de acuerdo a lo dicho por San Pedro: “Ustedes, en cambio, son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1 Pe 2, 9).
Erróneamente se cree que un elegido jamás cometería una falta, y su espíritu no tendría nada en común con la miseria. ¡No es así! La debilidad es útil para realzar el poder de Dios: “Porque mi poder triunfa en la debilidad” le dice Nuestro Señor a San Pablo, el que a su vez complementa: “Gustosamente, pues, seguiré presumiendo de mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2 Cor 12, 9)
Esos elegidos muchas veces “sufren persecución por practicar la justicia” (Mt 5, 10), y sin tener a quién recurrir en esta tierra, se dirigen a Dios rogando socorro, amparo y protección. Y con frecuencia proceden así día y noche. ¡Mal podría ser que el juez inicuo de la parábola atendiera el clamor de la viuda, y Dios, siendo Padre, no escuchara las súplicas de sus amigos elegidos!
Pero cabe la pregunta: ¿cuándo atenderá Dios esos ruegos? Sin demora, conforme se dice en el versículo 8: “Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia”.
II – ¿Encontrará fe sobre la tierra?
Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?
Esta frase causó cierta dificultad de interpretación a numerosos exégetas. Afirman algunos que la parábola y su aplicación se refieren a los acontecimientos del fin del mundo, debido a esta consideración final. Por lo tanto, tratan que toda la lección anterior dependa de la forma como termina este discurso del Divino Maestro.
Otros autores demuestran, a través de argumentos lógicos e irrefutables, que esta última frase es un apéndice, que guarda una vaga relación con la parábola precedente.
En concreto, esa venida del Hijo del hombre tanto puede significar la parusia (regreso glorioso de Nuestro Señor Jesucristo al final de los tiempostiempos), como una notable intervención suya en beneficio de sus elegidos.
¿Encontrará Él fe sobre la tierra?
Jesús nos describe con detalles acontecimientos inmediatamente próximos al fin del mundo (Mt 24, 3-51), y en este discurso encontramos elementos al respecto de la escasez de la fe a lo largo de los últimos días: “Porque aparecerán falsos mesías y falsos profetas que harán milagros y prodigios asombrosos, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismo elegidos” (Mt 24, 24). Fácilmente se concluye que la fe perseverante de esos atribulados fieles está llena de confianza en la bondad de Dios, en su intervención y poder. Fe paciente en las adversidades, desbordante de amor a Dios y, por eso, continua en la súplica, calurosa de esperanza en obtener cuanto antes lo que pide.
A la pregunta hecha por Él mismo: “¿Encontrará fe sobre la tierra?”, Jesús no nos dejó respuesta alguna. Sus oyentes deben haber salido pensativos a la busca de elementos para entender mejor su significado, y un tanto estimulados a hacer un examen de conciencia. Nos equivocaríamos al pensar que dicha pregunta era nada más que para los circundantes. También nos llega a nosotros cuando leemos el Evangelio de hoy. Si Jesús viniera a nuestro encuentro en la época actual, ¿encontraría fe sobre la tierra?
III – Vigilancia y oración
Todo judío soñaba con la implantación sobre la tierra de un reino mesiánico, de carácter político. El constante anhelo de los israelitas era ver a su pueblo dominando a todos los demás. Los mismos Apóstoles quisieron consultar al Divino Maestro en ocasiones diversas, si acaso no había llegado la hora para la implantación de esa nueva era.
La parábola del juez y la viuda se inserta con exactitud en las consideraciones a tal propósito. En los versículos anteriores (Lc 17, 20-37) Jesús discurre sobre el Reino de Dios extendido a todos los hombres gracias a la venida del Salvador, ya presente entre ellos. Les advierte a quienes lo rodean sobre la necesidad indispensable de estar prevenidos para el gran día del Juicio, dado que no se puede saber su fecha. Imposible que haya mejores consejos sobre la vigilancia.
Pero ésta no basta: “Vigilen y oren para no caer en la tentación” dijo Nuestro Señor (Mt 26, 41). Faltaba una palabra de incentivo a la oración. Por ello “les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”.
“Siempre” no significa que debamos rezar cada segundo de las veinticuatro horas del día, sino que es indispensable mantener una continuidad moral, una incansable frecuencia en la oración. Este “siempre” puede ser sinónimo de “vida entera”. “Sin desanimar” pese a las demoras en ser atendido, enfrentando obstáculos o no, en salud o enfermedad, en el consuelo o en la aridez.
Nadie puede eximirse de la oración
No creamos que se trata de un simple consejo de Jesús. ¡No! Es un precepto, una obligación, nadie puede eximirse de la oración. Y cuanto más se suba en la vida interior, mayor será el deber y la constancia de la plegaria.
“Vigilen y oren” nos dice el Divino Maestro, y San Pablo insistirá: “Perseveren en la oración con espíritu vigilante y agradecido” (Col 4, 2) y “Oren en todo momento” (1 Tes 5, 17). Nuestra naturaleza misma, tiznada por el pecado, nos exige esta postura frente a la oración; y aún más, así nos manda proceder la Santa Iglesia, de acuerdo a lo determinado por el Concilio de Trento: “Dios no manda lo imposible; y cuando nos manda una cosa, determina que hagamos lo que podemos y le pidamos lo que no podemos, así como la ayuda para poder”(1).
Por otro lado, la atención de parte de Dios será completa. Él no mira el tipo de necesidad, ni el origen o el tamaño de la misma, porque nada le es imposible. Acontecimientos, amenazas, riesgos, hombres, demonios, etc., todo está en sus manos y bastará con un ínfimo acto de su voluntad para resolver cualquier problema. Sin embargo, no olvidemos que si nos arrojamos contra una dificultad usando exclusivamente nuestras dotes y fuerzas naturales, no estará empeñada en eso la palabra de Dios. ¡Es necesario inoportunarlo! Él así lo exige. Aun más, es preciso ser incesante y ejercer una especie de “presión moral”, sin cansarnos.
¡La oración continua de los elegidos, clamando a su Padre en medio de las dificultades, es infalible!
Además, tomemos en cuenta la absoluta necesidad de la oración en lo que atañe a la salvación eterna, de acuerdo a las calurosas palabras de un gran Doctor de la Iglesia, San Alfonso María de Ligorio:
“Terminemos este punto concluyendo de cuanto dijimos, que el que ora ciertamente se salva y el que no ora por cierto será condenado. Todos los bienaventurados, salvo los niños pequeños, se salvaron por la oración. Todos los condenados se perdieron por no orar; si hubieran rezado no se habrían perdido. Y su mayor desesperación en el infierno será ésta, que podrían haber alcanzado la salvación con tanta facilidad, cuando bastaba pedir a Dios las gracias necesarias, y ahora esos miserables no tienen tiempo de pedir.” (2)
Recordemos el maternal consejo de María: “Hagan todo lo que Él les diga” (Jn 2, 5). Con tales palabras nos confirma, al terminar los comentarios al Evangelio de hoy, que rezar siempre es indispensable. Y si queremos ser atendidos en mayor profusión y prontamente, hagámoslo por medio de su poderosa intercesión. Así estaremos agradando a Jesús, que se volverá aún más propicio a nuestras súplicas.
1 Decreto sobre la justificación Cap. XI.
2 La Oración, gran medio de salvación, cap.