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– EVANGELIO –
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sacerdotes y ancianos del pueblo: 28 “¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: ‘Hijo, ve hoy a trabajar en la viña’. 29 Él le contestó: ‘No quiero’. Pero después se arrepintió y fue. 30 Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: ‘Voy, señor’. Pero no fue. 31 ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?” Contestaron: “El primero”. Jesús les dijo: “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el Reino de Dios. 32 Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis” (Mt 21, 28-32).
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Comentario al Evangelio – XXVI Domingo del Tiempo Ordinario – Los dos hijos de la parábola, y los otros dos
Actuando de una forma mucho peor que la de los dos hijos de la parábola, los sacerdotes y los ancianos del pueblo no sólo se negaron a trabajar en la viña del Señor, sino que, de hecho, no lo hicieron. Ésta sería la actitud de un tercer hijo, en un auge de mal comportamiento con relación al Padre. Pero también existe un cuarto hijo: aquel que oye con entusiasmo la invitación del Padre y entrega su vida por Él.
I – Introducción: inocencia e inerrancia
Qué hermosa se presenta una vida recta, en todas sus etapas, cuando se la puede analizar con ojos límpidos, desinteresados e inocentes! En la ancianidad se muestra llena de fragilidad, pero robusta y enriquecida en experiencia. Fuerte, decidida y osada es en la juventud, mientras que al atravesar las puertas de la madurez va floreciendo en reflexión, esclarecimientos y prudencia. Sin embargo, de esa trayectoria de la existencia humana, nada llama tanto nuestra atención como el desarrollo de los instintos primordiales en un niño, desde sus primeros vagidos hasta que llega a la edad de la razón. Nos vamos dando cuenta de que el alma infantil, al realizar poco a poco los actos de la inteligencia o de la voluntad, se va volviendo poseedora de un sustancioso tesoro de experiencias en base a los primeros principios innatos.
El alma humana anda a la búsqueda de la verdad
Nos encanta ver con qué certeza los animales —y hasta los mismos insectos— buscan los alimentos que les convienen. No es difícil discernir la mano de Dios detrás de estos actos, aun sabiendo que Él, evidentemente, no está orquestando de forma directa dichas acciones en todo momento. Dios crea a los seres vivos con sus propios instintos, de acuerdo con las necesidades y conveniencias de cada uno. También el hombre, un ser racional, nace con estímulos iniciales y espontáneos que le van a dar seguridad en la búsqueda de los objetivos para los cuales ha sido destinado. Al respecto, Santo Tomás1 nos explica, con su invariable claridad, que cuando el alma es creada ya está enriquecida, en el mismo instante de su concepción, con la noción del ser, que la llevará a lo largo de su vida a encaminarse para lograr su perfección.
Acerquémonos a la cuna de un bebé y enseñémosle bonitas bolas de diferentes colores. Sus reacciones nos mostrarán la maravilla de los instintos humanos, que actúan mucho antes del uso de razón. El pequeño escogerá la bola del color que más le guste; después de un tiempo empezará a jugar con otra, y así sucesivamente. La búsqueda instintiva del bien, de lo bello y de lo verdadero determinará la elección de una de las bolas como siendo la principal dentro de ese conjunto. Son los reflejos que preceden a la constitución de la capacidad de juzgar de manera claramente racional, conforme a principios bien establecidos.
El pecado hace perder la capacidad de juzgar acertadamente
Una afirmación excelente en esta materia es la que hacía un gran teólogo dominico del siglo pasado, el padre Santiago Ramírez. En sus clases y conferencias decía que el alma humana es esencialmente aristocrática, porque siempre está a la búsqueda de lo mejor.
Si los hombres tienen esos instintos, ¿cómo se explica entonces la existencia del error, de la maldad y de la fealdad? Aunque se pueda desarrollar en profundidad este tema tan esencial, por ahora nos basta con indicar que la inerrancia de tales instintos sólo se mantiene con la preservación de la inocencia, es decir, que la causa de la pérdida de la capacidad de juzgar acertadamente es el pecado. De la doctrina tomista sobre los transcendentales2 se desprende que el sentido de la verdad, bondad y belleza es un instinto aristocrático, pues solamente los inocentes lo poseen de modo tan firme. Ahora bien, como los inocentes en el mundo son pocos —no es difícil llegar a esta conclusión—, pocos son los que gozan de dicho instinto de forma integral.
El presente Evangelio gira en torno a esta maravillosa problemática.
II – Irritación de los sanedritas contra Jesús
Una civilización atraída por enigmas y parábolas
Para que se entienda mejor la liturgia, debemos remontarnos a los hábitos de la época del Divino Maestro. Encontraremos una civilización más campesina, pastoril y orgánica que la nuestra, sin los progresos de las tecnologías actuales. Además, la práctica de la reflexión no había sido sustituida por la máquina. En aquel tiempo sin radio, televisión, teléfono, ordenador y otros aparatos del género, una de las atracciones más fuertes de la relaciones humanas era la conversación, y en ésta el uso de enigmas y parábolas. Era corriente entonces valerse de axiomas éticos para la resolución de estos o aquellos interrogantes de la vida cotidiana. Recurrir a metáforas para fines didácticos no era, por tanto, una innovación implantada por el Mesías. Él sólo se valió de las costumbres vigentes.
La Sagrada Escritura está impregnada de casos en los que las disputas se realizaban basándose en enigmas (cf. Jue 14, 12-19; I Re 10, 1-3; II Cron 9, 1-2; Prov 1, 5-6; Sab 8, 8; Eclo 47, 17-18; Ez 17, 1-24; Dan 2, 1-47). Con ello se enriquecía la inteligencia, así como el sentido moral, racional y estético.
Envidia y arrogancia de los sanedritas
La parábola de los dos hijos, que surge en medio de un marco de irritación contra Jesús, tuvo lugar inmediatamente después del Domingo de Ramos. En la memoria de los escribas, los ancianos del pueblo, los príncipes de los sacerdotes y otros, estaba toda la fama conquistada por el divino Maestro, aura que había ido adquiriendo a lo largo de su vida pública, incluido el reciente episodio de su entrada triunfal en Jerusalén. Como aquellos habían visto “que Jesucristo había entrado en el Templo con gran pompa, eran agitados por la envidia. Así, no pudiendo sufrir en su corazón el ardor de la envidia que les acosa, levantan la voz”3 y con gran arrogancia resuelven interrumpir la predicación, preguntándole: “¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?” (Mt 21, 23).
A continuación se establece un diálogo entre Jesús y las autoridades religiosas. Recordarlo ahora nos será de gran utilidad para entrar a fondo en el significado de la parábola que nos ocupa.
En busca de una ocasión para desacreditarlo
Como comenta el padre Manuel de Tuya,4 gran exégeta de Salamanca, los dirigentes del Sanedrín actuaban con una intención perversa, una vez que secretamente ya habían condenado a muerte a Jesús. Únicamente andaban buscando una ocasión oportuna para llevar a cabo la sentencia. Querían comprometerlo y desacreditarlo ante las gentes, algo que les facilitaría su intento. En el ambiente rabínico existía la idea de que sería necesario pedir señales al Mesías, a fin de que éste fuese reconocido como tal. Era verdad que nadie podía enseñar en el Templo sin antes haber recibido la imposición de las manos de otro rabino. No obstante, la intención de aquellos al indagar a Jesús sobre quién le había dado autoridad para predicar, era también pedirle cuentas de lo ocurrido el Domingo de Ramos, de las aclamaciones mesiánicas con las que había sido recibido en el propio Templo e incluso de los milagros allí realizados. Se le interroga, pues, acerca de sus poderes mesiánicos.
Jesús responde: “El bautismo de Juan ¿de dónde venía?”
El Señor les replicó: “Os voy a hacer Yo también una pregunta; si me la contestáis, os diré Yo también con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan ¿de dónde venía, del Cielo o de los hombres?” (Mt 21, 24-25a). Los Evangelistas traducen lo que esos sanedritas pensaban: “Si decimos ‘del Cielo’, nos dirá: ‘¿Por qué no le habéis creído?’. Si le decimos ‘de los hombres’, tememos a la gente” (Mt 21, 25b-26).
El padre Manuel de Tuya5 observa que Jesús, al interrogarlos sobre el bautismo de Juan, los lleva al terreno mesiánico, pues el Bautista sólo anunciaba al Mesías. Y ellos lo comprendieron de sobra, de ahí que respondieran: “No sabemos” (Mt 21, 27a). Temían a la muchedumbre porque ésta consideraba a San Juan Bautista un verdadero profeta. Más aún, tenían miedo de que la población entera los apedrease (cf. Lc 20, 6). El delito religioso llevaba aneja la lapidación y el pueblo solía reaccionar en estos casos impulsiva y ciegamente. Por consiguiente, ¡estaba bastante justificado el temor de aquellos miembros del Sanedrín!
Embarazosa situación para los sanedritas
De suyo, su respuesta era un juico a respeto de su incapacidad para pronunciar un veredicto en asuntos de ese género. Si después de todo lo que San Juan Bautista había hecho no eran, al fin, capaces de formarse una opinión sobre él, cuánto más tratándose de Jesús, que les había dado innumerables señales de ser el Mesías. La embarazosa respuesta de los sanedritas le dio al Divino Maestro la oportunidad de decir: “Pues tampoco Yo os digo con qué autoridad hago esto” (Mt 21, 27b).
III – Los dos hijos de la parábola
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sacerdotes y ancianos del pueblo: 28 “¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: ‘Hijo, ve hoy a trabajar en la viña’. 29 Él le contestó: ‘No quiero’. Pero después se arrepintió y fue. 30 Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: ‘Voy, señor’. Pero no fue”.
En aquella serie de desavenencias entre Jesús y los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo es cuando se desarrolla el pasaje del Evangelio de este vigesimosexto domingo del Tiempo Ordinario. A pesar de la forma amena y casi familiar con la que Jesús introduce la parábola —“¿Qué os parece?”, fórmula usada con cierta largueza por el Salvador (cf. Mt 17, 24; 18, 12)—, no debemos olvidar la saña envidiosa de los interlocutores de Jesús, manifestada en la discusión descrita anteriormente y atajada, en sus consecuencias, por la diplomacia divina. Debido al incómodo silencio que les fue impuesto, aguzaron su atención e inteligencia para no errar en su parecer a propósito de la parábola que vendría.
En el curso de los acontecimientos comunes y banales de la vida no es difícil aplicar con acierto la noción del ser y elegir lo verdadero, lo mejor o lo más bello. La evidencia de los hechos, en estos casos, nos conduce a la inerrancia de nuestro juicio. Y el objetivo del Divino Maestro será justamente éste: que sus oyentes disciernan y señalen, de forma inmediata y casi espontánea, cuál de los dos hijos actuó con rectitud.
El padre de la parábola representa a Dios. Y los dos hijos, ¿quiénes son?
Los comentaristas antiguos son unánimes en conceder el primer lugar al hijo que terminaba yendo a trabajar en la viña, aunque al principio se había negado a hacerlo. Además, todos ellos también concuerdan en la interpretación de que el hijo desobediente, o sea, aquel que no cumplió con su palabra, representa a los judíos, más específicamente a los fariseos, los príncipes de los sacerdotes, etc., mientras que el obediente representa a los gentiles, publicanos y pecadores.
Una de las apreciaciones más interesantes es autoría del padre Juan de Maldonado.6 Según él, los escritores antiguos —Orígenes, Atanasio, Crisóstomo, Jerónimo, Beda y Eutimio— pensaban que uno de los hijos representaba a los gentiles, a los que Dios había mandado a trabajar en su viña, imponiéndoles la ley natural. Y si bien no quisieron ir al comienzo, porque no observaban la ley natural, se arrepintieron y no sólo empezaron a obedecerla, sino que además aceptaron los preceptos del Evangelio. El pueblo judío, por el contrario, respondió que iba a trabajar en la viña, por los preceptos de Moisés —“Haremos todo cuanto ha dicho el Señor” (Ex 19, 8)—, y después no fue.
No obstante —añade el P. Maldonado7 —, es probable que esos dos hijos representasen dos tipos de judíos. Uno sería el de la plebe, con sus publicanos, meretrices y pecadores: al principio habían respondido “no” a Dios, al menos con los hechos, pues no observaban la Ley divina; pero después, conmovidos por la predicación de Juan Bautista, se arrepintieron y aceptaron el Evangelio. El otro grupo incluiría a los sacerdotes, los escribas y los fariseos, que habían respondido afirmativamente a Dios, pero ni obedecieron la Ley ni creyeron en Juan, de quien habían hablado los profetas.
IV – El tercer hijo: los fariseos
Una parábola aparentemente ingenua
31 “¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?” Contestaron: “El primero”. Jesús les dijo: “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el Reino de Dios”.
En la pregunta que Jesús les hizo anteriormente, los fariseos se habían negado a responder; ahora se apresuran a optar por el primero de los hijos. Por cierto, ése es el juicio normal y corriente de cualquier persona con un mínimo de sentido común a la que se le planteara la misma cuestión. Sin embargo, los que interpelaban a Jesús no se imaginaban que ellos mismos eran los acusados. Luego de haber pasado ciertamente hora tras hora en sus conciliábulos, maquinando las más refinadas celadas para atrapar al Mesías en algún desliz, se hallan de pronto en una situación mucho peor de la que deseaban para su víctima.
Los sanedritas actuaban de mala fe, pues ya habían condenado a muerte a Jesús
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El método que emplea el Hombre Dios era ya clásico dentro del pueblo judío y consistía en proponer una parábola aparentemente ingenua, de fácil interpretación, que no despertara la sospecha del interlocutor, el cual al involucrarse en el caso terminaba pronunciando su autocondenación (cf. II Sam 12, 1-7).
Los publicanos y las meretrices os precederán
Al final del versículo encontramos la aplicación en las propias palabras del Divino Maestro. Nada más despreciable a ojos de un fariseo que un publicano o una meretriz; no obstante, éstos irán por delante señalando el camino de la salvación. Imposible humillación más grande, porque los conocedores de la Ley debían ir en la vanguardia de la entrada al Reino de Dios. El publicano Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10), así como la pecadora (cf. Lc 7, 37-38), en un primer momento no habían aceptado entrar por las vías de acceso al Reino, pero acabaron haciéndolo. Ese mismo reproche lo habían oído de forma aún más explícita en el episodio de la curación del criado del centurión (cf. Mt 8, 5-13). Por lo tanto, Jesús no afirma en este versículo que los fariseos y los príncipes de los sacerdotes también se salvarían. Esto se ve más claramente en el siguiente pasaje.
Se negaron a oír el llamamiento del Precursor
32 “Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis”.
Con esta conclusión tan categórica, el Salvador deja claro que, bajo cierto punto de vista, sus interlocutores, los fariseos, se encuentran en una situación mucho peor que la de los dos hijos de la parábola. Habían escuchado el llamamiento del Precursor y se negaron a seguir sus consejos; y cuando surge el Mesías, se volvieron más obstinados aún en su falta de fe: “Porque os digo, entre los nacidos de mujer no hay nadie mayor que Juan. Aunque el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él. Al oír a Juan, todo el pueblo, incluso los publicanos, recibiendo el bautismo de Juan, proclamaron que Dios es justo. Pero los fariseos y los maestros de la ley, que no habían aceptado su bautismo, frustraron el designio de Dios para con ellos” (Lc 7, 28-30). De este modo, no solamente rechazaron trabajar en la viña, sino que de hecho no lo hicieron. Ésta sería la actitud de un tercer hijo en un auge de mal comportamiento con relación al Padre.
Una radical advertencia
La embarazosa respuesta de los sanedritas le dio al Maestro la oportunidad de decir: “Pues tampoco Yo os digo con qué autoridad hago esto” (Mt 21, 27) Jesús discute con los fariseos – Catedral de Tours (Francia)
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La advertencia contenida en este versículo es tan radical que algunos exégetas creen que es una inserción forzada de Mateos. Discrepamos de tal hipótesis. En realidad, si la metáfora expuesta por Jesús contuviera la figura de ese tercer hijo, inspiraría desconfianza en sus adversarios y haría vanos los esfuerzos del Señor. Y si no fuera así, ¿cómo podríamos explicar las otras dos parábolas consecutivas a la de los dos hijos (cf. Mt 21, 33-46; 22, 1-14)?
V – El cuarto hijo
Faltaría decir una palabra respecto de un cuarto hijo que, aunque no esté mencionado explícitamente por el Divino Maestro, se puede discernir con facilidad por contraste en su perfil moral. Habría oído con entusiasmo la invitación del Padre para trabajar en la viña y entregado su vida para, cultivándola, darle una alegría. La parábola de hoy nos llama a seguir ese ejemplo.
Por encima de todo, el Padre tiene pleno derecho para mandar sobre su hijo. Siendo Dios nuestro Padre, sólo nos prescribirá lo que es justo, razonable y factible. Ahora bien, su precepto está en completa armonía con mi noción del ser, o sea, amar al Señor, servirlo, cumplir sus mandamientos, huir del pecado, desear la perfección, templar mis pasiones, etcétera. Para ello, ha puesto a mi disposición los Sacramentos, la gracia, los Ángeles y hasta su propia Madre. En cualquier necesidad, no tengo nada más que recurrir a Él: “En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará” (Jn 14, 13-14).
Examen de conciencia
Entonces, cabe aquí una pregunta: ante esa invitación, ¿cuál ha sido mi respuesta y mi conducta? ¿Cuál de los cuatro hijos me simboliza mejor?
Es un excelente examen de conciencia para este vigesimosexto domingo del Tiempo Ordinario.
Por cierto, también nos podríamos preguntar a cuál de esos hijos corresponde la humanidad en su conjunto, en la actual época histórica. ¿No será un ultraje al Padre, nuestro Dios, rechazar colectivamente la invitación a emprender el camino de la inocencia y de la santidad? ¿Esto no sería una verdadera insolencia?
Una invitación al arrepentimiento y a la gratitud
Poseedores como somos de la noción del bien y del mal, de la verdad y del error, de lo bello y de lo feo, con todos los auxilios y amparos sobrenaturales puestos a nuestra disposición, si le damos la espalda a la Majestad Suprema, ¿no sería lógico que Dios interviniera para cobrar de nosotros la correspondencia a tanta bondad y beneficios? Cuando tenemos la desgracia de pecar, sabemos —incluso colectivamente— que traspasamos los límites impuestos por Dios en su Ley. Nuestra conciencia nos acusa de ello.
Agradezcámosle a Dios el habernos abierto los ojos en la Liturgia de hoy y darnos la oportunidad de entender nuestra presente vida espiritual, poniendo a nuestra disposición elementos de peso para que analicemos en profundidad los destinos de la presente era histórica. ²
1) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q.5, a.1; q.12, a.8, ad 4.
2) Cf. Idem, q.14, a.4 ad 2; q.5, a.4, ad 1; I-II, q.27, a.1, ad 3.
3) AUTOR DESCONOCIDO. Opus imperfectum in Matthæum. Homilía XXXIX, c.21. n.23: MG 56, 817.
4) Cf. TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v.V, p.464-465.
5) Cf. Idem, p.465-466.
6) Cf. MALDONADO, SJ, Juan de. Comentario a los Cuatro Evangelios. Evangelio de San Mateo. Madrid: BAC, 1956, v.I, p.750.
7) Cf. Idem, p.751.