COMENTARIO AL EVANGELIO – XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Publicado el 10/01/2015

 

EVANGELIO

 

En aquel tiempo, 2 acercándose unos fariseos, le preguntaban para ponerlo a prueba: “¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?”. 3 Él les replicó: “¿Qué os ha mandado Moisés?” 4 Contestaron: “Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla”. 5 Jesús les dijo: “Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. 6 Pero al principio de la Creación Dios los creó hombre y mujer. 7 Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer 8 y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. 9 Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. 10 En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. 11 Él les dijo: “Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. 12 Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”. 13 Acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. 14 Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: “Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el Reino de Dios. 15 En verdad os digo que quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”. 16 Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos (Mc 10, 2–16).

 


 

COMENTARIO AL EVANGELIO – XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO -La inocencia, la eterna ley…

 

 

Después de restituir al matrimonio su original pureza, el divino Maestro enseña que la inocencia debe regir al ser humano en cualquier estado de vida.

 


 

I – EL ORIGEN DE LA INSTITUCIÓN MATRIMONIAL

 

La Creación, por Justo de Menabuoi Baptisterio de

la catedral de Padua (Italia)

La liturgia del vigésimo séptimo domingo del Tiempo Ordinario nos presenta, con palabras de la Revelación, una perfecta síntesis de la moral católica con respecto al matrimonio. La primera lectura (Gn 2, 18 24), extraída del Génesis, explica claramente por qué Dios creó al hombre y a la mujer. Valiéndose de un recurso literario de extraordinario valor, el Autor sagrado describe los hechos de una manera poética y atrayente, como si Dios fuese dándose cuenta poco a poco de las reacciones de Adán y obrase en consecuencia.

 

Dios creó a Adán con instinto de sociabilidad

 

Cuando Dios creó al primogénito del género humano le puso en su alma el instinto de sociabilidad, que se manifiesta por la necesidad de una compañía y por un deseo inextinguible de amar y ser amado. Después de introducirlo en el jardín del Edén se dijo: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2, 18a), e hizo que desfilasen por delante de Adán todos los animales —que en el Paraíso le obedecían1—, a fin de que les diese un nombre. Dios actuó así para que el primer hombre, extremadamente equilibrado, percibiese que ninguno de ellos, aun poseedores de una rica simbología, eran capaces de satisfacer su aspiración de amar, ni estaban a su altura, en cuanto criatura racional. Al terminar el cortejo de la fauna creada por Dios, Adán se desilusionó, pues “no encontró ninguno como él, que le ayudase” (Gn 2, 20) y se sintió solo.

 

Una vez que llegó a esa conclusión, “Dios hizo caer un letargo sobre Adán” (Gn 2, 21) para que se durmiese —porque convenía sorprenderle— y le quitó una de sus costillas, de la cual formó a Eva. Podría haber modelado otro muñeco de barro, pero prefirió sacársela a él, con el objetivo de dejar patente que uno había sido hecho para el otro. De este modo, propiciaba entre ambos una unión completa.2

 

Un trampolín para llegar hasta Dios

 

Al despertarse y encontrarse con la primera mujer, Adán exclamó: “¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” (Gn 2, 23). Ella le servía de complemento, era un ser con quien podía establecer una relación que satisficiese aquella apetencia de amor con la que el Todopoderoso lo había dotado para una altísima finalidad. Destinado para Dios, el hombre vive en su búsqueda impulsado por cierto “instinto de lo divino” —correlacionado íntimamente con el instinto de sociabilidad—, que no se sacia con nada de la Creación. Sin embargo, al estar compuesto de cuerpo y alma, necesita de algo externo que le facilite, por la vía de los sentidos, la contemplación interior y le sirva de elemento de unión con Dios, hasta que pueda verlo cara a cara.

 

Por otra parte, era imposible que la totalidad de los atributos divinos fuese representada tan sólo por el varón, porque, por ejemplo, Dios es fortaleza y vigor y, al mismo tiempo, suavidad y afecto, extremos que por lo general no le corresponden al género masculino. Por eso, quiso el Señor darle a “alguien como él” —y no igual— “que le ayude” (Gn 2, 18b) y que, en combinación con él, lo completase, reflejando de Dios los aspectos contrarios, pero armónicos. Así —teniendo en vista la realización del plan que, desde siempre, Él había concebido para la humanidad—, hombre y mujer deberían ser “una sola carne” (Gn 2, 24), es decir, unirse para constituir una familia, con el objetivo de engendrar una prole y educarla en los caminos de Dios.

 

A través de ese intercambio de amores es cuando el individuo tiene noción de cuánto es estimado por Dios y en esa relación de donación recíproca es donde encuentra un trampolín para llegar hasta el Infinito. He aquí la base y la solidez de cualquier convivencia. Y no solamente entre los que se casan —que es a lo que están llamados la mayoría—, sino también entre aquellos que, a imitación de Cristo virgen, abrazan el celibato “por el Reino de los Cielos” (Mt 19, 12) y realizan un connubio con el ideal religioso, con la obligación de hacer el bien a los demás y de entregarse al apostolado. Dicha vocación, al igual que el matrimonio, también es indisoluble y en ambos casos se aplica sin distinción la sentencia del Señor: “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

 

II – EL PLAN ORIGINAL DE DIOS ES RESTAURADO Y ELEVADO

 

Es una ley de la Historia que las mayores convulsiones se producen cuando la verdad se manifiesta donde impera una moral relativista, ajena a Dios. Eso es lo que sucedió, de forma arquetípica, cuando apareció la Verdad con “V” mayúscula: Nuestro Señor Jesucristo. El mundo entero estaba por entonces inmerso en una terrible crisis, sobre todo moral, de la cual no escapaba ni siquiera el pueblo elegido. Y Jesús, sin intervenir en la política ni instigar ninguna revolución, sino únicamente predicando su doctrina, causó una conmoción tremenda en toda la tierra.

 

En este sentido es muy expresivo el episodio relatado en el Evangelio de este domingo. Después del pecado original, la mujer fue siendo paulatinamente relegada de la consideración del hombre, y la poligamia —que tuvo su origen en el linaje de Caín (cf. Gn 4, 9)— se convirtió en un hábito generalizado en muchas civilizaciones paganas de la Antigüedad, y hasta entre los hebreos era tolerada. Incluso bajo el régimen de la Ley de Moisés, el trato dado al elemento femenino estaba marcado por el desprecio. El divino Maestro vino a restablecer la primitiva pureza de la institución del matrimonio.

 

Una pregunta formulada con perversa intención

 

En aquel tiempo, 2 acercándose unos fariseos, le preguntaban para ponerlo a prueba: “¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?”.

 

El divino Maestro se encontraba evangelizando Judea, al otro lado del Jordán (cf. Mc 10, 1). Mientras enseñaba a la multitud, los fariseos, partidarios de una moral de exterioridades, se acercaron a Él. No querían aprender, sino destruir, como lo resalta San Beda: “Es de notar la diferencia que hay entre el espíritu del pueblo y el de los fariseos: el primero viene a que le enseñe el Señor, para que cure a sus enfermos, […] los últimos a engañarlo tentándolo”.3

 

Sabiendo que el Redentor ya había defendido el matrimonio indisoluble (cf. Mt 5, 31–32), sus adversarios quisieron ponerlo a prueba, confrontándolo con Moisés, que había permitido el divorcio. Con ello pretendían colocarlo en una situación difícil, porque si contestaba con una negativa, estaría pronunciándose contra el profeta; y si respondía que sí, rechazaría su propia doctrina. Además, tanto una respuesta como la otra dividirían a la opinión pública, ya que los judíos seguían las más diversas tendencias a ese respecto.

 

La Sabiduría divina desmonta una celada humana

 

3 Él les replicó: “¿Qué os ha mandado Moisés?”.

 

Jesús es la Sabiduría eterna y encarnada y, en cuanto segunda Persona de la Santísima Trinidad, no sólo lo conoce todo, desde toda la eternidad, sino que también lo contempla todo en un perpetuo presente, pues para Él no hay pasado ni futuro. En cuanto hombre, su alma fue creada en la visión beatífica, dotada de ciencia infusa y, por tanto, en constante y plena consonancia con su visión divina. Luego para Él no era ninguna novedad que le plantearan ese problema. Sabiendo del pésimo propósito de los fariseos al montar aquella celada, Jesús responde con entera naturalidad y de forma tajante, yendo directamente al punto donde pretendían llevarlo. Quienes lo interpelaban, una vez descubiertos, tuvieron que confesar sus intenciones.

 

La ley positiva deformada por la casuística

 

4 Contestaron: “Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla”.

 

En efecto, estaba consignado por Moisés que el marido podía despedir a su mujer si descubría “en ella algo vergonzoso” (Dt 24, 1). Términos muy genéricos que, como suele ocurrir, con el tiempo dieron margen a numerosas controversias entre los estudiosos de la Ley. Éstos discutían en cuáles casos tal concesión sería admisible, pero como no estaban dotados de la infalibilidad —de la cual goza el Papa para no errar en materia de fe y moral—, se desviaron, llegando a inimaginables extremos en sus interpretaciones y multiplicando la casuística hasta lo absurdo. Algunos eran rigoristas, partidarios de las mayores restricciones en la aplicación del precepto; otros, laxistas, favorables a una disolubilidad del matrimonio casi sin límites. Estos últimos eran de la opinión de que si la mujer dejase que se quemase la comida, el marido ya tenía motivo suficiente para repudiarla.4 Además de ser una insensatez que hería al propio derecho natural, la facilitación del divorcio contribuía a desvalorizar cada vez más a la mujer y a esclavizar al hombre a sus propias pasiones.

 

Ahora bien, esto no se ajustaba al designio de Dios al crear a Eva de la costilla de Adán. Si hubiera querido “que el hombre pudiera dejar a una y tomar a otra, después de hacer un solo varón hubiera formado muchas mujeres”,5 resalta San Juan Crisóstomo. A Adán le agradó contemplar a Eva porque vio en ella lo que no había encontrado en ninguno de los animales, es decir, un ser racional, capaz de entrar en consonancia con él para, juntos, subir hasta Dios en un mutuo perfeccionamiento, en que las cualidades se fuesen “templando y equilibrando unas a otras, y las virtudes comunicándose unas a otras matices armoniosos”.6

 

Un permiso motivado por la dureza de corazón

 

5 Jesús les dijo: “Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto”.

 

Al situar a Moisés en el centro de la discusión, el Señor pone a los fariseos “contra la pared”, pues les demuestra que aquella era una ley humana, aunque fuera promulgada bajo la inspiración divina. El gran legislador no había errado; no obstante, tanto ese permiso como la poligamia eran circunstanciales en el Antiguo Testamento, motivados por la dureza de corazón de los hebreos. En suma, “el estado inferior de la civilización de los israelitas en aquella época, una triste insensibilidad a las órdenes de Dios, un egoísmo desenfrenado; tales eran las razones por las que Moisés había tolerado el divorcio; y aun esta tolerancia miraba a restringir los abusos”,7 comenta Fillion.

 

Moisés, por Lorenzo Monaco Museo Metropolitano

de Arte, Nueva York

Sin embargo, el Redentor vino para restablecer el orden. Tenía derecho de decretar cualquier ley, no sólo como Dios, sino también como profeta, según había sido previsto por el propio Moisés (cf. Dt 18, 15). Por consiguiente, su palabra valía mucho más que la de él. A fin de dejarles bien claro esto a los fariseos, va a hacer una afirmación categórica, señalando el plan original de Dios con respecto al matrimonio.

 

La primitiva pureza del matrimonio es restablecida

 

6 “Pero al principio de la Creación Dios los creó hombre y mujer. 7 Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer 8 y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. 9 Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

 

Dado que no había llegado el momento de manifestar plenamente su divinidad —porque no la habrían aceptado—, Jesús presenta un argumento irrefutable: las palabras de las Escrituras, inspiradas por Él mismo. Citando el texto del Génesis, se remonta al principio de la Creación, o sea, a la relación que existía entre el hombre y la mujer antes del pecado: unión santa, monógama e indisoluble, en total conformidad con la naturaleza de ambos. Si esta situación fue alterada, se debió a la dureza de corazón de las generaciones posteriores, consecuencia de la caída original.

 

En este pasaje, el Salvador consagra el matrimonio en la Nueva Ley, restableciendo el vínculo conyugal exclusivo y perenne que sólo la muerte puede deshacer. En efecto, éste no permanece en el Cielo, como Jesús explica más tarde, a propósito de una discusión con los saduceos (cf. Mt 22, 30); se trata de una alianza que es permanente sólo en esta vida. El matrimonio es una vocación, y los que hayan sido llamados a abrazarla han de dejar a sus padres “y serán los dos una sola carne”. Al instaurar el régimen de la gracia, el mismo Redentor proporciona a la humanidad la fuerza para hacerlo posible.

 

No es difícil imaginar cuánto hirió a los fariseos esa sentencia del divino Maestro… En todas esas contiendas, “siempre es Él quien le cose la boca y pone freno a la desvergüenza de su lengua, y así los despide de su lado. Sin embargo, ni aun así cejan ellos en su empeño. Tal es naturalmente la malicia, tal la envidia: descarada e insolente”.8

 

El contrato natural elevado a Sacramento

 

10 En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. 11 Él les dijo: “Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. 12 Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”.

 

La polémica suscitó dudas en los discípulos, pues, nacidos en aquel ambiente, conocían muy bien las diversas teorías que circulaban acerca del matrimonio. ¿Iría ahora el Maestro a cambiar la Ley? Por eso, le hicieron preguntas y Él aprovechó la ocasión para exponer esta doctrina con mayor profundidad a sus más íntimos. Si el matrimonio es indisoluble, el marido que se separa de la mujer, o viceversa, y contrae una nueva unión, comete adulterio.

 

Surge entonces el problema: ¿sería suficiente restaurar el matrimonio en su primitiva pureza o habría algo que añadir a esta visión esencial? La respuesta es sencilla. Jesucristo elevó el matrimonio —en sí un contrato natural— a la categoría de sacramento. En la celebración de las nupcias, los ministros son los propios novios. Al pronunciar la fórmula por medio de la cual manifiestan su consentimiento para unirse, además de un aumento de la gracia santificante, les es dada una asistencia especial para mantener más fácilmente la mutua fidelidad y cumplir los deberes de su nuevo estado.

 

Unión de dos que resolvieron abrazar juntos la cruz

 

Esto acaba con la idea romántica —tan difundida por las producciones cinematográficas de Hollywood y por las telenovelas— de que la vida matrimonial es una realidad hecha de rosas. Sí, hay rosas perfumadas, de pétalos muy bonitos, pero con el tallo lleno de espinas terribles… ¡Porque no existen dos temperamentos iguales! Si no hay dos granos de arena o dos hojas de un árbol idénticos, menos aún dos criaturas humanas, porque cuanto más se sube en la escala de los seres, la diferencia entre ellos es mayor. La utopía de la igualdad absoluta de los hombres es una locura. Solía decir el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira que Dios no es tartamudo y, por lo tanto, no repite sus obras: “Cada ser es una sílaba única y perfecta de la acción creadora de Dios en aquella gama, lo que verdaderamente es una maravilla”.9

 

A veces hay procesos de separación a causa de bagatelas. ¿Cuál es la raíz de tales desacuerdos? La dificultad en aceptar la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, de la cual nos habla San Pablo en la segunda lectura (Hb 2, 9–11): “Convenía que Aquel, para quien y por quien existe todo, llevara muchos hijos a la gloria perfeccionando mediante el sufrimiento al jefe que iba a guiarlos a la salvación” (Hb 2, 10). Para redimirnos, bastaría que Jesús hubiese ofrecido al Padre un gesto —pues todos sus actos tienen mérito infinito—, pero prefirió padecer los tormentos de la crucifixión, el suplicio más ignominioso de aquellos tiempos, dándonos así ejemplo de cómo debemos abrazar nuestra propia cruz.

 

Es el Apóstol quien, escribiendo a los efesios, se refiere al matrimonio como símbolo de la unión entre Nuestro Señor Jesucristo y la Santa Iglesia (cf. Ef 5, 22–32). El Salvador la ama hasta el punto de haber derramado toda su sangre por ella, y es esencial que los cónyuges estén dispuestos a hacer lo mismo el uno por el otro. Sólo cuando ambos deciden abrazar la cruz y cargarla juntos, el matrimonio alcanza su plenitud y su esplendor. De esta forma, “donde hay una única carne, hay un único espíritu: rezan al mismo tiempo, se postran al mismo tiempo, al mismo tiempo terminan el ayuno, se enseñan el uno al otro, se exhortan el uno al otro, se sostienen el uno al otro. En la Iglesia de Dios ambos son iguales, iguales en el banquete de Dios, iguales en las angustias, en las persecuciones, en los consuelos”.10

 

Tobias recibe a Sara en su casa, por Peter Rittig

Museo Nacional Germánico, Nuremberg (Alemania)

No nos hagamos ilusiones. En cualquier estado de vida, el verdadero camino a ser recorrido es el de la cruz. Después del pecado original, siempre estará presente en las relaciones sociales y habrá desavenencias y conflictos incluso entre los esposos. Sería falso afirmar que pudiera existir un matrimonio en tan completa armonía que cada uno de los consortes no tuviera nunca que hacer esfuerzo alguno para adaptarse al otro. Por eso, la importancia del sacramento que “purifica los ojos de la naturaleza, hace soportables las desgracias, conmovedoras las enfermedades, amables la vejez y los cabellos blancos. La gracia hace al amor paciente. Lo refuerza ante el choque de los defectos con que haya podido encontrarse”.11

 

Actúan con gran insensatez los que se basan estrictamente en la belleza física para contraer matrimonio, olvidándose de que con el paso de los años la fisonomía y la piel van adquiriendo otra apariencia… Peor todavía es el error en el que caen los que se casan por sensualidad, creyendo en la mentira de que la felicidad está en dar libre curso a las pasiones voluptuosas en la relación matrimonial. En ésta no puede haber libertinaje; cada uno debe respetarse a sí mismo y al otro, teniendo como objetivo la prole. Lo que se haga sin esa intención es pura y sencillamente pecaminoso, como enseña San Agustín: “todo cuanto los esposos realicen en contra de la moderación, de la castidad y de la verecundia es un vicio y un abuso, que proviene no en verdad del matrimonio, sino de los hombres mal refrenados”.12 Soltar las redes de las pasiones es inconcebible en cualquier circunstancia, pues combatirlas es el punto central de nuestra lucha y de nuestra cruz.

 

III – LA INOCENCIA, FUNDAMENTO DE CUALQUIER ESTADO DE VIDA

 

Una vez que —como hemos considerado hasta ahora— el Evangelio de hoy se centra en el matrimonio, podríamos pensar que dentro de este contexto los versículos siguientes, dedicados a la benevolencia de Jesús con los niños, no vienen al caso. En realidad, complementan el tema e indican cuál es la postura ideal del hombre en la sociedad.

 

Es evidente que Dios quiere el crecimiento del género humano, con la intención de poblar el Cielo con más hijos e hijas. Tal conquista fue condicionada por Él a la unión del hombre y la mujer. “Tengan, por lo tanto, en cuenta los padres cristianos que no están destinados únicamente a propagar y conservar el género humano en la tierra, más aún, ni siquiera a educar cualquier clase de adoradores del Dios verdadero, sino a injertar nueva descendencia en la Iglesia de Cristo, a procrear ciudadanos de los santos y familiares de Dios […]. A ellos toca ofrecer a la Iglesia sus propios hijos, a fin de que esta fecundísima Madre de los hijos de Dios los regenere a la justicia sobrenatural por el agua del Bautismo, y se hagan miembros vivos de Cristo, partícipes de la vida inmortal y herederos, en fin, de la gloria eterna”.13 O sea, no basta tener niños, también es responsabilidad de la familia la misión de conservarles la inocencia.

 

Una concepción autosuficiente de la vida espiritual

 

13 Acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban.

 

Ciertamente eran las madres quienes, impulsadas por el instinto materno, llevaban a sus hijitos hasta Jesús en busca de lo mejor para ellos. El Señor era capaz de obtener cualquier beneficio, por más extraordinario que fuese —tan sólo por tocar su manto los enfermos quedaban curados—, y tal vez ellas se habían dado cuenta de que cuando acariciaba la cabeza de algún niño, éste se volvía más inteligente. Acercaban a los pequeños al Salvador, con el fin de que, imponiéndoles las manos, les concediese salud, fuerza, sabiduría y, sobre todo, gracias. Ahora bien, con su infantil vivacidad, armaban mucho alboroto a su alrededor… Por este motivo, algunos comentaristas opinan que como los Apóstoles estaban preocupados en poner orden en la multitud, para evitar que los niños molestaran al Maestro, les regañaban.

 

Bautizo en la basílica de Nuestra Señora del

Rosario, 20/10/2013

La realidad, no obstante, es más profunda. En la Antigüedad, no sólo las mujeres —como hemos dicho más arriba—, sino también los niños eran tratados con desprecio, situación que solamente cambiaría por los efectos de la preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. De acuerdo con la mentalidad israelita, la práctica de la religión correspondía exclusivamente a los hombres y partía de una iniciativa propia: el individuo, tras un detenido análisis, tomaba la resolución de seguir las sendas de Dios; luego él mismo era la causa de su adhesión a la fe. Más tarde, Jesús rectificaría este concepto enseñando a los suyos: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido” (Jn 15, 16). Por eso, tanto los fariseos como los discípulos consideraban a los niños elementos ajenos a la religión. Los asuntos relativos al Reino de los Cielos se discutían entre gente madura, capaz de raciocinar y descubrir por sí misma dónde estaba la verdad.

 

Para entrar en el Reino necesitamos ser dependientes de Dios

 

14 Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: “Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el Reino de Dios”.

 

“Al verlo” —el clásico error de suponer que la salvación es fruto del esfuerzo—, el divino Redentor se entristeció. Al afirmar que el Cielo pertenece a aquellos que son como los niños, nos enseña que la iniciativa es de Dios, pues es Él quien distribuye las gracias, designa a cada uno su vocación y santifica. A nosotros nos corresponde aceptar su llamamiento como niños con relación a Dios y como adultos en el gobierno de las criaturas.

 

Quien es pequeño no se juzga ni un coloso ni autosuficiente, sino dependiente; es lo que el Señor elogia y señala como modelo a ser imitado. Según explica San Juan Crisóstomo, “limpia está de todas las pasiones el alma del niño. […] Y por mucho que su madre le azote, a ella va a buscar y a ella prefiere sobre todos. […] De ahí que el Señor dijera: ‘De los tales es el Reino de los Cielos’, a fin de que nosotros hagamos por libre voluntad lo mismo que el niño tiene por don de la naturaleza”.14

 

La fórmula para conquistar el Cielo

 

15 “En verdad os digo que quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”. 16 Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos.

 

Estemos persuadidos de lo siguiente: somos criaturas contingentes, necesitamos del auxilio de Dios. Es necesario ser “como un niño” para conocer su voluntad y cumplirla: sea en el matrimonio, con la disposición de estar en armonía con el cónyuge; sea en el estado religioso, con el alma abierta a todo lo que viene de lo alto, como el hijo que es dócil a las enseñanzas de sus padres.

 

Ser como un niño significa también ser inocente, es decir, tener el alma semejante a un cristal que nunca ha sido rayado: límpida, transparente y llena de luz, jamás manchada por ninguna falta. El Reino de Dios está constituido por aquellos que se esfuerzan por conservar su propia inocencia y la de los demás. Cuando rezamos en el Padre nuestro: “venga a nosotros tu Reino”, debemos arder en deseos de que en la tierra y en nuestro interior se establezca la supremacía de la inocencia. Si abrazamos este ideal, seremos abrazados por el Señor, porque Él bendice a los que se hacen pequeños.

 

Sin embargo, quien haya perdido la inocencia no piense que está en una situación irremediable. Ese tesoro puede ser restaurado, como sucedió con Santa María Magdalena, con San Agustín y con tantos otros a lo largo de los tiempos. Y sobre todo es en el amor a la Inocencia donde recuperaremos nuestra inocencia.

 

“Dejad que los niños se acerquen a mí” –

Colección particular

La fuente de nuestra inocencia, conservada o restaurada

 

En síntesis, la liturgia del vigésimo séptimo domingo del Tiempo Ordinario es una apología de la inocencia. Lo hemos oído en las palabras de San Pablo, en la segunda lectura: “Convenía que Aquel [Jesucristo], para quien y por quien existe todo, llevara muchos hijos a la gloria”. Sí, Él quiere a los hijos nacidos de la unión entre el hombre y la mujer para llevarlos, inocentes, a la eterna bienaventuranza. Porque “el santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hb 2, 11). He aquí la causa de toda la inocencia, la fuente de nuestra vida espiritual. Cada uno de nosotros ha estado en la mente de Dios desde toda la eternidad y, en cierto momento, empezó a existir. En el campo sobrenatural tenemos el mismo origen que Jesucristo, somos todos hermanos, pertenecemos a la familia divina, y con el fin de aumentar el número de sus miembros es para lo que fue instituida la familia terrena. Pidamos el indispensable amparo de la gracia para conservar intacta la inocencia, o para reconquistarla, y seamos heraldos de la Inocencia eterna, Jesucristo, y de la Inocente por excelencia, María Santísima. Que brille la inocencia de forma gloriosa, portentosa y extraordinaria sobre la faz de la tierra, y divida la Historia, como lo hizo Cristo, siendo piedra de escándalo para la salvación de unos y condenación de otros.

 


 

1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 96, a. 1.

2 Cf. Ídem, q. 92, a. 2; a. 3.

3 SAN BEDA. In Marci Evangelium Expositio. L. III, c. 10: ML 92, 229.

4 Cf. MIDRASH SIFRE DEUT. 24, 1, §269. In: BONSIRVEN, SJ, Joseph (Ed.). Textes rabbiniques des deux premiers siècles chrétiens. Roma: Pontificio Istituto Biblico, 1955, p. 76.

5 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía LXII, n.º 1. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (46-90). 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, v. II, p. 288.

6 MONSABRÉ, OP, Jacques-Marie- Louis. La sainteté du mariage. In: Exposition du Dogme Catholique. Grâce de Jésus-Christ. V – Mariage. Carême 1887. 10.ª ed. París: P. Lethielleux, 1903, v. XV, pp. 13-14.

7 FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Vida pública. Madrid: Rialp, 2000, v. II, p. 420.

8 SAN JUAN CRISÓSTOMO, op. cit., pp. 286-287.

9 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 16/04/1966.

10 TERTULIANO. Ad uxorem. L. II, c. 9: ML 1, 1302-1303.

11 MONSABRÉ, op. cit., p. 41.

12 SAN AGUSTÍN. De bono coniugali. C. VI, n.º 5. In: Obras. Madrid: BAC, 1954, v. XII, p. 55.

13 PÍO XI. Casti connubii, n.º 7.

14 SAN JUAN CRISÓSTOMO, op. cit., n.º 4, p. 297.

 

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->