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– EVANGELIO –
11 Una vez, yendo camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. 12 Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos 13 y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. 14 Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. 15 Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos 16 y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano. 17 Jesús, tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? 18 ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?”. 19 Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado” (Lc 17, 11-19).
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Comentario al Evangelio – XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario – Diez curaciones y un milagro
¡Diez curados milagrosamente! Se diría que todos manifestarían su gratitud, aunque cada uno con sus características propias. Sin embargo, sólo uno de ellos —un samaritano— obtuvo el milagro de la curación de su alma. ¿Y los otros nueve judíos? No lo agradecieron…
I — EL DEBER DE GRATITUD DE LAS ALMAS QUE SON BENEFICIADAS
Pocas veces interrumpimos nuestras ocupaciones cotidianas para considerar cuántos beneficios la Divina Providencia nos ha concedido a lo largo de nuestra vida, aunque no los hayamos pedido ni tan siquiera deseado. Si vamos hasta la raíz de dichos beneficios, debemos recordar que no existiríamos si no es por un designio de Dios. A partir de la nada fue constituyendo a lo largo de los seis días de la Creación, como se describe en el Génesis, una diversidad de seres hasta modelar a Adán del barro y a Eva de su costilla, infundiéndoles la vida. Y cada nacimiento, que ocurre en el mundo entero a cada instante, es un acontecimiento extraordinario, pues a la ley física se añade una ley espiritual: Dios infunde un alma inteligente, creada por el mero deseo de su voluntad, en un cuerpo concebido con el concurso de un padre y de una madre.1 Y todo lo demás —la salud, la alimentación, el descanso, el bienestar— proceden de Él, directa o indirectamente. Por otra parte, el Creador nos ha prometido un gran milagro para cuando crucemos el umbral de la muerte: habiendo sufrido nuestros cuerpos la descomposición y regresado al barro del cual estuvimos hechos, retomaremos nuestro cuerpo en estado glorioso uniéndose nuevamente a nuestra alma en la visión beatífica y gozaremos de la felicidad de Dios por toda la eternidad.
¡Cuánta bondad! Sin embargo… ¿cuál es nuestra respuesta? ¿Somos agradecidos por todo lo que recibimos? Ésta es la pregunta que se nos plantea cuando consideramos el Evangelio del vigésimo octavo domingo del Tiempo Ordinario, donde se nos muestra las diferentes actitudes asumidas por quienes son objeto de un gran beneficio que procede de las dadivosas manos del Salvador.
II — DOS CLASES DE MILAGROS: EL DEL CUERPO Y EL DEL ESPÍRITU
Un leproso en los tiempos de Jesús era un excluido social. La escasez de recursos médicos hacía imposible su tratamiento, una carencia que se prolongó por muchos siglos. Cuando se le detectaba la enfermedad, era presentado al sacerdote que lo declaraba legalmente impuro, después de un minucioso examen, mediante un ceremonial propio. Aunque no lo deportaban a ninguna isla, según la costumbre adoptada en posteriores épocas, tenía que irse de la ciudad para vivir aislado en el campo, sin contacto con nadie. Además, le obligaban a vestirse de una manera específica, que indicaba la situación de desechado de la sociedad, y a seguir ciertas normas, como la de tocar una campanilla en sus desplazamientos advirtiendo de su presencia para que la gente se apartara, evitando el riesgo de contagio por contacto o por simple cercanía. Si se aproximaba a alguien más de lo permitido recibía de inmediato una severa reprensión, por el pánico provocado ante el peligro de que el mal se propagase. Se arrastraba “lamentándose sobre sí mismo como por un difunto, con las vestiduras rasgadas, la cabeza desnuda y la barba cubierta con su manto, gritando a los transeúntes para que no se acerquen: ‘¡Inmundo!’”.2
A lo largo de una vida sin ninguna esperanza de curarse, vería cómo sus propios miembros iban pudriéndose hasta caérseles, en un proceso causante de un olor nauseabundo y de diversas indisposiciones.3 Es comprensible que dicho estado produjera un profundo trauma psicológico. Además, en esos tiempos, las enfermedades se consideraban un castigo, bien por los pecados propios, bien por los cometidos por los antepasados, y entonces la lepra traía consigo una tragedia moral: ser leproso de cuerpo significaba, en primer lugar, poseer lepra de alma. “Nos encontramos con ideas populares de los antiguos en las que se mezcla lo religioso y lo natural. El leproso se consideraba como castigado por Dios en virtud de pecados ocultos”.4 En este contexto social se desarrolla la escena recogida por San Lucas.
Unidos para suplicar un milagro
11 Una vez, yendo camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. 12 Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos 13 y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”.
Dicen que “donde se reparte el dolor, cabe a cada uno sentimiento menor”. Los diez leprosos de los que habla el Evangelio formaban entre ellos una sociedad para que de ese modo sus penas fueran más soportables y se garantizaban una compañía hasta que les sobreviniese la muerte, término forzoso de aquella lenta y dolorosa enfermedad. Sin duda, ya habían oído hablar del Maestro y conocían las numerosas curaciones que había obrado, entre las cuales contaban algunas del mal que padecían. Al recibir la noticia de la proximidad del divino Taumaturgo, se pusieron en camino inmediatamente para intentar tener un encuentro con el Señor, con la esperanza de que no surgiese ningún obstáculo que les impidiera un contacto, aunque fuese de lejos.
En efecto, por la narración evangélica vemos que esos diez leprosos cumplían los preceptos legales con respecto a su terrible enfermedad. Por ese motivo, no se atrevieron a acercarse demasiado a Jesús, y quedándose a cierta distancia le imploraron que por misericordia los curase. Obedecieron la Ley, sí, pero les faltó arrojo para arrodillarse todos juntos delante de Cristo, que ciertamente los habría tocado y curado en aquel momento, como en el episodio ocurrido anteriormente con otro leproso (cf. Mt 8, 2-4; Mc 1, 40-45; Lc 5, 12-16).
Este hecho nos sirve de lección para la vida espiritual: cuando se trata de nuestra relación con Jesús, debemos actuar con plena confianza e intimidad sin restricciones, y no temer nunca el recurrir a Él por muy malos que sean los tropiezos morales que nos pesen en la conciencia.
Una prueba para la fe de los leprosos
14 Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios.
Al darse cuenta enseguida de que estaban allí, el Señor los miró. Pero no quiso obrar ninguna curación con ese acto para no causar demasiada estupefacción en la opinión pública. Así pues, haciendo un hueco en medio de la gente que estaba con Él, les ordenó con autoridad que fuesen a presentarse a los sacerdotes.
En esos tiempos curarse de la lepra era muy extraño y en las pocas ocasiones que esto realmente ocurría —o se constataba que el diagnóstico inicial era equivocado—, siendo el leproso conocido como tal en toda la comarca, la ley prescribía que debía presentarse a un sacerdote. Éste levantaba un acta en la cual constaban las características del caso, desde los primeros síntomas hasta la desaparición de la enfermedad, y el documento proporcionaba al antiguo enfermo la posibilidad de reintegrarse a la vida social (cf. Lv 14, 1-32).
Pues bien, el Maestro determinó que se tomase esa medida, aunque no hubieran signos visibles de curación. La obediencia inmediata de los diez leprosos demuestra la fe que depositaban en Jesús —fruto, seguramente, de una moción de la gracia, infundida por el propio Hombre Dios— y la fuerte convicción de que Él los curaría por el camino. Estando todos de acuerdo en observar esa norma, emprendieron el viaje hacia Jerusalén.
Podemos conjeturar que saldrían en grupo experimentando una gran consolación interior, porque el Señor iba creando gracias que alimentaban en sus almas la fe en su curación. Y cada uno, según su creencia y su temperamento, lo demostraría de un modo diferente de los demás. Entre ellos, uno más silencioso iría pensando, tal vez, en una lepra peor que la del cuerpo, la del pecado, pues vivía apartado de la religión verdadera… era samaritano. Lleno de confianza en su curación, discurriría sobre la mejor manera de estar a la altura del prodigio del que sería objeto en breve.
Finalmente, durante el trayecto se dieron cuenta de que la lepra había desaparecido y, sin duda, prorrumpieron en gritos de alegría. La gravedad del mal del que se habían librado contribuyó aún más a corroborar la grandeza del milagro operado. Entonces apretaron el paso para obtener cuanto antes el certificado de la curación.
La gratitud de uno solo
15 Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos 16 y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano.
Sin embargo, “uno de ellos”, en lugar de dirigirse al templo, decidió volverse y agradecérselo a Jesús, cantando las glorias de Dios y manifestando enorme alegría por haber encontrado a alguien en quién apoyarse y a quién seguir. Era aquel que había contraído no sólo la lepra física, sino también la lepra del alma. Si había acompañado inicialmente a los otros enfermos para presentarse al sacerdote, únicamente era porque formaba una sociedad con ellos, porque al no ser israelita estaba exento de tal obligación. Sin embargo, a partir del momento en que fueron curados, la comunidad perdía su razón de ser y él se convertía, a los ojos de los demás, en un extranjero infiel, un samaritano cualquiera y, por lo tanto, odiado y maltratado por los judíos.
Viendo al Señor rodeado de gente, fue acercándose a Él, abriendo con su presencia un vacío de repugnancia en la aglomeración. No obstante, mientras él avanzaba, todos pudieron comprobar que su piel estaba completamente cambiada, pues, sin duda, como sucedió con Nahamán, —cuya curación es narrada en la primera Lectura de este domingo— “su carne volvió a ser como la de un niño pequeño” (2 R 5, 14), alba, sin quemaduras del sol, incluso dando la impresión de haber engordado un poco. Al ver tal trasformación, la muchedumbre se quedó impactada. Cuando el samaritano llegó cerca del divino Maestro se postró por tierra, en señal de adoración.
Por encima de las exigencias legales para certificar las curaciones, la principal obligación que todos tenían era la de agradecérselo a quien los había curado. Cuando el Señor les dijo “id a presentaros a los sacerdotes”, no les prohibió que expresaran un reconocimiento a su bienhechor. Tan sólo les hizo una recomendación para no herir el libre albedrío de los leprosos, respetando esa facultad que nos fue dada para elegir el bien,5 ni hacerles perder el mérito que adquirirían por la gratitud. Con todo, desdeñando la oportunidad, los otros nueve decidieron caminar en sentido contrario al de Jesús. Más aún, no hay nada que contradiga la hipótesis de que habrían regresado más tarde a su vida normal, olvidándose por completo de Aquel que los había beneficiado.
Culpable omisión
17 Jesús, tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? 18 ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?”. 19 Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”
La sorpresa manifestada por el Señor tenía una intención formativa para aquellos que lo rodeaban, y nos sugiere la siguiente reflexión: diez fueron curados de lepra de forma milagrosa y nueve de ellos volvieron al medio social en el que vivían antes de contraer la enfermedad. Pertenecerían seguramente al establishment local y ansiaban reintegrarse en un ambiente mundano, dándole más importancia al corrompido entorno en el que se habían contagiado de lepra que a la convivencia con el Maestro. Así era la gratitud del pueblo judío, el más favorecido de todos, si consideramos que el Mesías vino en primer lugar para las “ovejas descarriadas de Israel” (Mt 15, 24)… Conforme resalta Maldonado: “Aquellos, ciertamente, como judíos, debían haberse mostrado más agradecidos a Dios, como su mismo nombre les recordaba; y, con todo, habían sido los más ingratos; los que tenían especial motivo para reconocer y recibir como su libertador a Cristo, que había sido propiamente enviado a ellos, eran los que parecían conocerlo menos que nadie”.6
“San Francisco Javier atendiendo una confesión”, por Godofredo Maes – Castillo de Javier (España
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El episodio de la cura milagrosa obrada por Jesús había sido para ellos una cosa del pasado. Ignoramos hoy día a dónde fueron a parar, porque desaparecieron en la Historia.
Por falta de gratitud, es rechazado un milagro aún mayor
Tal ingratitud con relación a Dios quizá lleve al infierno, ya que puede desencadenar una gran cantidad de otros pecados. “El primer grado de la ingratitud —enseña Santo Tomás— consiste en no recompensar el beneficio; el segundo, en disimular, como demostrando con ello que no se ha recibido beneficio alguno; el tercero y más grave es no reconocerlo, ya sea olvidándose de él o de cualquier otro modo”.7
Es necesario considerar que, además de la lepra física, padecían también una lepra moral llamada mundanismo, que los transformaba en ciegos de Dios y los hacía cifrar su felicidad en el prestigio social. El Maestro los curó de la primera para que, en el momento en que regresaran y se lo agradecieran, pudiesen ser curados de la segunda. No obstante, a causa de su ingratitud, habían acentuado todavía más la lepra moral, aunque estuviesen libres de la física. Eso nos debe hacer reflexionar sobre el peligro de ciertas relaciones sociales que no nos acercan a Jesús. Puede ser que en determinado momento tengamos que retribuirle al Señor algún don o favor y, lamentablemente, olvidamos ese deber al darle más valor a las amistades terrenas.
El samaritano es favorecido con otro milagro portentoso
En el extremo opuesto de esta postura se encuentra el décimo leproso, natural de Samaría, región habitada por un pueblo manchado por siglos de infidelidad a la verdadera religión. Cuando recuperó la salud no tenía a quien recurrir y, al darse cuenta del enorme bien que le había sido hecho, supo dónde encontrar la verdadera sociedad. No pidió el perdón de sus pecados, la salvación o ni siquiera entrar en el Reino de los Cielos, ni suplicó como el Buen Ladrón en la cruz: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino” (Lc 23, 42). Sin embargo, fue agradecido y, a partir de este acto de gratitud, Jesús lo favoreció con un milagro mayor que la curación de la lepra: el perdón de los pecados.
Cuando obtenemos un milagro y se lo agradecemos a Dios, logramos otro aún más grande que el que hemos pedido, porque Él conoce nuestras necesidades. Es probable que ese doblemente curado siguiera a Jesús por todas partes y podemos conjeturar que sea uno de los santos que habitan en el Cielo, gozando de la convivencia con la Santísima Trinidad. Y los otros nueve, ¿cuál fue la sentencia que merecieron? No podemos conocer el destino post-mortem de las almas, pero quizá hayan ido, por lo menos, al purgatorio, por tamaña ingratitud… Por consiguiente, ¡cómo hemos de temer el peligro que acarrea para la vida espiritual una actitud semejante a la suya, en relación con los bienes recibidos del Salvador!
III — LA LEPRA, ENFERMEDAD SIMBÓLICA
El Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en la década de 1980
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En este pasaje, Cristo nos muestra la lepra como una enfermedad simbólica, pues ésta destruye el organismo y deforma la belleza del semblante. Ahora bien, mucho peor que la lepra física es la espiritual, contraída por quien comete un pecado mortal. Si la lepra física deshace el cuerpo, la del espíritu afea el alma, la vuelve repulsiva a los ojos de Dios y hace que la persona se convierta en esclava de sus malas tendencias y de sus pasiones. El leproso físico era expulsado de la sociedad, mientras que el espiritual es apartado de una sociedad mucho más excelente, la divina, por la privación de la gracia santificante, de las virtudes, de los dones, de todo el organismo sobrenatural, de la inhabitación de la Santísima Trinidad. “La Ley de los judíos considera a la lepra como enfermedad inmunda, y la Ley del Evangelio no considera como inmunda la lepra externa, sino a la interna”.8 La lepra física es contagiosa, característica verificada también en la del alma, pues la persona que sigue el camino del pecado terminará causando escándalos que podrán llevar a otros a la ruina espiritual. Si la lepra física, después de una vida infeliz, acababa en la muerte, la lepra del pecado vuelve amarga la existencia y conduce a una muerte mucho más terrible: la eterna infelicidad, en el infierno. La lepra física afecta únicamente al cuerpo, pero si el enfermo enfrenta la situación con resignación cristiana y espíritu sobrenatural progresará en la virtud y podrá llegar a ser santo. El pecado, aunque sea cometido sin una noción suficiente de la gravedad de sus consecuencias, destruye la vida divina en el alma, que es su mayor belleza, un daño mucho peor que destruir la hermosura del cuerpo y la salud.
La escena se repite a lo largo de la Historia
El milagro que Jesús obró al curar los diez leprosos, continúa realizándolo a cada momento a favor de cualquier pecador que, arrepentido, vaya a suplicarle su perdón. Solamente nos exige que obedezcamos la misma recomendación dada a los leprosos: presentarse al sacerdote. Esta prescripción legal no es más que una prefigura de la absolución sacramental, instituida por Nuestro Señor Jesucristo, por medio de la cual nuestras almas son purificadas de la lepra del pecado.
El Evangelio de hoy nos sugiere una aplicación actualísima. Nosotros no tenemos la lepra física, sin embargo no siempre podemos decir que estamos exentos de la lepra espiritual. Y, en cuántas ocasiones hemos sido más beneficiados que los diez leprosos… Por lo tanto, no debemos actuar como los nueve ingratos, sino más bien imitar el ejemplo del samaritano: volver para agradecer al Señor el habernos curado tantas veces de la lepra interior, empezando por la maldición del pecado original, abolida también por Él.
La práctica de la verdadera gratitud
No obstante, ¡cuán rara es la virtud de la gratitud! Muchas veces se practica sólo por educación y con meras palabras. Empero, para que sea auténtica, es necesario que rebose del corazón con sinceridad. Es lamentable, afirma el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, que “la virtud de la gratitud sea entendida hoy en día de un modo contable. De manera que si alguien me hace un beneficio, debo responder, contablemente, con una porción de gratitud igual al beneficio recibido. Es, por lo tanto, una especie de pago: el favor se paga con afecto, así como el producto se paga con dinero. Entonces, he recibido un favor y tengo que arrancar del fondo de mi alma un sentimiento de gratitud. También ya estoy pagado, me siento aliviado, sin obligaciones”.9 Esta es una forma pagana, materialista, de concebir la gratitud. Bien diferente es esa virtud cuando está impregnada de espíritu católico.
“El regreso del leproso curado” – Biblioteca del Monasterio de San Millán de la Cogolla (España)
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“La gratitud es, en primer lugar, el reconocimiento del valor del beneficio recibido. En segundo lugar, es el reconocimiento de que no lo merecemos. Y, en tercer lugar, es el deseo de dedicarnos a quien nos hizo el favor en la proporción del mismo favor y, sobre todo, de la dedicación que nos fue dada. Como decía Santa Teresita, ‘el amor con amor se paga’. O pagamos la dedicación con dedicación, o no hemos pagado. […] En esta perspectiva, la gratitud de nuestras almas por el bien que Nuestra Señora nos otorgó consintiendo la muerte de su divino Hijo y aceptando los dolores que padeció para rescatarnos, […] debe ser inmensa y debe llevarnos a querer servirla con una dedicación análoga”.10
Ahora bien, además de darnos la vida humana, Dios nos concede el inestimable tesoro de la participación en su vida divina por medio del Bautismo, y más aún, nos da constantemente la posibilidad de recuperar ese estado si lo perdemos por el pecado. Para eso basta el arrepentimiento y la confesión sacramental. Sobre todo, Él se da a sí mismo como alimento espiritual en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, para transformarnos en Él, santificarnos y garantizarnos así una resurrección gloriosa y una eternidad feliz. Él nos ha dejado a su Madre como mediadora, para cuidar del género humano con todo cariño y desvelo. ¡Los beneficios que Dios nos concede son inconmensurables! ¿Cómo debe ser nuestra gratitud en relación al Señor y a su Madre Santísima? Abrazar con entusiasmo y abnegación la santidad y combatir con dedicación siempre creciente por la expansión de la gloria de Dios y de la Virgen Purísima en la tierra, he aquí la mejor manera de corresponder al infinito amor del Sagrado Corazón de Jesús, que se derrama sobre nosotros a torrentes, desde la salida del sol hasta su ocaso.
1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 90, a. 3; a. 4, ad 1.
2 COLUNGA, OP, Alberto; GARCÍA CORDERO, OP, Maximiliano. Biblia Comentada. Pentateuco. Madrid: BAC, 1960, v. I, p. 688.
3 Cf. LAGRANGE, OP, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Marc. 5.ª ed. París: J. Gabalda, 1929, p. 29.
4 COLUNGA; GARCÍA CORDERO, op. cit., p. 685.
5 Cf. SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L.XIV, c. 11, n. 1 In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVI-XVII, p. 951.
6 MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los Cuatro Evangelios. Evangelios de San Marcos y San Lucas. Madrid: BAC, 1951, v. II. p. 728.
7 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit.,II-II, q. 107, a. 2.
8 TITO BOSTRENSE, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Lucam, c. XVII, vv. 11-19.
9 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 1/6/1974.
10 Ídem, 27/12/1974.