Comentario al Evangelio – XXX Domingo del Tiempo Ordinario – ¿Cuándo es inútil rezar?

Publicado el 10/21/2016

 

– EVANGELIO –

 

9 Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: 10 «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. 11 El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. 12 Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias.” 13 En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!” 14 Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se exalta será humillado, y el que se humille será exaltado» (Lc 18, 9-14).

 


 

Comentario al Evangelio – XXX Domingo del Tiempo Ordinario – ¿Cuándo es inútil rezar?

 

Si queremos estar seguros de que nuestra oración será atendida por Dios, debemos imitar el modo de rezar del publicano, humillándonos frente a Él y pidiendo perdón por nuestros pecados.

 


 

I – EL ORGULLO: CAUSA DE TODOS LOS VICIOS

 

“¡Serpientes! ¡Raza de víboras!” He aquí algunos títulos salidos de los divinos labios de Jesús para designar a los fariseos. En el mismo capítulo de Mateo (23) se agrupan las principales recriminaciones de las que fueron objeto: eran “hipócritas”, devoraban la hacienda de las viudas, cerraban las puertas del Cielo, transformaban a sus prosélitos en hijos del infierno, eran “insensatos” y “guías de ciegos”, “sepulcros blanqueados”, herederos de la maldición por “toda la sangre inocente derramada sobre la tierra”.

 

Lo cierto es que ellos fueron los opositores más duros al reino de Dios traído por el Mesías, y pese a que las pruebas acerca del reino eran abundantes y evidentes, no solamente las rechazaban sino que, tanto como podían, las silenciaban u ofrecían malévolas interpretaciones de las mismas.

 

¿Dónde estaba en sus almas la raíz de este pecado terrible contra el Espíritu Santo?

 

La vanidad más peligrosa

 

Los fariseos tuvieron un origen virtuoso casi doscientos años antes de Cristo, cuando quisieron separarse de quienes se abrían a la influencia del relativismo mundano propagado desde Grecia. Pero, como sucede no pocas veces, la falta de vigilancia y de ascética los precipitó en una de las vanidades más peligrosas, aquella que se mezcla con el deseo de perfección.

 

“El que se exalta será humillado, y el que se humille

será exaltado” (Lc 18, 14)

“Oración del publicano

y del fariseo” – Iglesia

de san Apolinario Nuevo –

Rávena (Italia)

Cuando el cristiano adopta el camino de la santidad, es indispensable que coloque el interés de Dios por encima de toda la creación, como también que dedique al interés del prójimo más atención que al suyo, de orden personal, para confiar este último a la Providencia Divina, tal como enseña el salmista: “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria” (Sal 113, 1).

 

Los fariseos olvidaron que era necesario poner un freno en su ánimo para evitar su exacerbación inmoderada, practicando así la esencial virtud de la humildad, como la define santo Tomás de Aquino: “La humildad reprime al apetito para que no aspire a las cosas grandes sin contar con la recta razón” (1)“Para esto es preciso que uno conozca lo que falta respecto de lo que excede sus fuerzas. Por eso el conocimiento de los defectos propios pertenece a la humildad como regla directiva del apetito” (2).

 

En ausencia de la virtud de la humildad, el proceso de separarse del resto, bueno e incluso necesario en un principio, fue metamorfoseándose de manera lenta, pero profunda y fatal, en una sobrevaloración de sus auténticas o fingidas cualidades morales. Dicho estado de alma queda bastante bien ilustrado en estas palabras de un rabino, recogidas por el Talmud: “Decía R. Jeremías, llamado Simón, hijo de Jochai: Yo puedo compensar los pecados de todo el mundo entero desde el día en que nací hasta hoy, y, si muriera mi hijo Eleazar, podría librar a todos los hombres que existieron en el mundo desde que fue creado hasta hoy. Y si estuviera con nosotros Jotán, hijo de Uzías, podríamos hacerlo de todos los pecados desde la creación del mundo hasta su final[…]. Veía los hijos del banquete divino y eran pocos. Si fuesen mil, mi hijo y yo nos contaríamos entre ellos; si fuesen sólo dos, seríamos mi hijo y yo” (3).

 

Quien se deja llevar por el orgullo no reconoce límites

 

Una vez perdida la humildad por la vana autocomplacencia, el orgullo fariseo –como en cualquier otro caso– no respetó ya ningún límite. Ensoberbecido, se instaló a sí mismo en el centro del universo, exaltando sus propias cualidades. No sólo despreciaba las del prójimo sino que trataba de exagerar los defectos de éste, siendo que a veces él mismo los poseía en mayor grado.

 

El fariseo, a causa de su jactancia desenfrenada, daba invariablemente la razón a sus opiniones. Los fracasos siempre sucedían porque no había sido consultado; si muchos lo contradecían, era porque en el fondo –según él– la sabiduría pertenece a una minoría selecta; si había unanimidad con él, se sentía el dirigente; si debía someterse ante alguna autoridad, trataba de dominarla, pero como la mayoría de las veces esto no era fácil, se deslizaba hacia la censura, la crítica y el sabotaje, acabando por fin en la desobediencia. Además era siempre ingrato, porque cualquier beneficio que se le hiciera lo tomaba como un puro acto de justicia y por eso nunca agradecía nada.

 

El fariseo, como cualquier orgulloso, al convertirse en el centro de atención, no toleraba al que no girara alrededor suyo, y fomentaba la discordia siempre que la ocasión lo exigía, lleno de envidia, valiéndose sin escrúpulo alguno de detracciones, calumnias, etc.

 

En los fariseos, la hipocresía se suma al orgullo

 

En esencia, el fariseo era un ególatra, pero mediante su refinada hipocresía se presentaba como respetuoso de Dios y justo con los hombres. Y, dado que no siempre podía ocultar algunos de sus vicios evidentes, negaba que fueran vicios.

 

¡Pobre fariseo! No se daba cuenta de los males que se le iban encima por buscar la gloria donde no la había. No percibía que el vicio de la soberbia es el primero, no sólo en manifestarse al exterior, sino en ser identificado rápidamente por todos. Tal vez moría sin haberlo visto, pero cuantos vivían a su lado ya lo habían catalogado.

 

El fariseo, que no quería reconocerse víctima de tan grave mal, ¿cómo podría corregirse de su defecto? Se creía santo… Convertirse le resultaba muy difícil porque, como dice santa Teresa, la humildad es andar en verdad (4).

 

La humildad del publicano le obtuvo

el perdón de Dios

Le hacía falta, indispensablemente, verse y hasta sentirse tal como era, discernir con claridad el origen de los lados buenos y malos de su alma. De ser así, reconocería el bien que había en él para atribuirlo a Dios de inmediato; igualmente, al constatar su propia maldad, sus faltas y sus pecados, los atribuiría a su voluntad deteriorada y perversa. Asumiendo esta postura, admitiría fácilmente que uno, sin la ayuda de la gracia, no sólo deja de cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios en forma duradera, sino que es incapaz hasta de pronunciar una buena palabra. Nunca hablaría de sí mismo o de sus virtudes, y de verse obligado a hacerlo por razones de fuerza mayor, imitaría a san Pablo: “Gratia Dei sum id quod sum” – “Por la gracia de Dios, soy lo que soy” (1 Cor 15, 10).

 

Si emprendiera este camino, su interior sería luminoso, porque su ojo estaría sano (cf. Mt 6, 22), su vista no estaría vendada por el amor propio ni tampoco se haría falsas ilusiones sobre la debilidad, las tendencias y la malicia de la criatura humana.

 

Al fariseo le faltaba aprender con santa Teresa lo necesario que es andar en verdad: “Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante a mi parecer sin considerarlo, sino de presto, esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entienda agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella” 5.

 

Si el fariseo siguiera este camino, no pondría su confianza en sí mismo jamás, sino solamente en Dios, sometiéndose en todo a su santísima voluntad. Tendría caridad verdadera con los demás, tal como recomienda santo Tomás de Aquino: “No sólo debemos reverenciar a Dios en sí mismo, sino lo que hay de Dios en cualquier hombre” (6)“Uno puede, sin caer en falsedad, ‘creerse y manifestarse más vil que los otros’ debido a defectos ocultos que reconoce en sí mismo y los dones de Dios ocultos en los demás. Por eso dice San Agustín: ‘Estimad interiormente superiores a aquellos que son inferiores a vosotros en lo exterior’. También puede uno, sin caer en falsedad, ‘confesarse y creerse inútil e indigno para todo’ teniendo en cuenta las fuerzas propias, para atribuir a Dios todo lo que vale, según dice el Apóstol: ‘No que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios’” (7). Por lo mismo, el fariseo, al verificar los adelantos espirituales realizados en la práctica de la virtud con ayuda de la gracia, debería considerarlos como algo relativo, y reconocer cuánto más podría haber correspondido a los dones de Dios.

 

Sublime ejemplo del Divino Maestro

 

Estas son algunas razones por las que se encuentra tantas veces el incentivo a la humildad en la Sagrada Escritura. Qué distinta habría sido la Historia si los fariseos hubieran oído y amado la invitación del Divino Maestro: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 29). Si estuvieran presentes en el acto practicado por Jesús en la Santa Cena, y hubieran guardado en su corazón las palabras que el Señor profirió en seguida –“Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía. Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís” (Jn 13, 15-17)–, habrían tenido también la verdadera paz de alma y la felicidad completa.

 

Pongamos ahora nuestros ojos en la parábola propuesta en la liturgia de hoy.

 

II – LA PARÁBOLA DEL FARISEO Y DEL PUBLICANO

 

Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola.

 

Los comentaristas elaboran interesantes consideraciones acerca de la presente parábola. Entre ellas destaca la de san Agustín, que se relaciona con el versículo anterior: “Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (Lc 18, 8). La fe es la virtud del que pone su confianza en Dios, no en sí mismo. “Como la fe no es de los soberbios, sino de los humildes, dijo [Jesús] esta parábola”, dirigida a los que no agradan a Dios con sus oraciones debido a su presunción. La estima desequilibrada de los méritos propios contraría la realidad, especialmente si el orgulloso se presenta como impecable. En teoría, con la gracia de Dios y dada la existencia del libre albedrío, pudiera haber un hombre sin pecado; pero a excepción del Hijo del Hombre y de su Madre Santísima, no hay otro, de acuerdo al salmista: “No entres en juicio con tu siervo, pues no es justo ante ti ningún viviente” (Sal 142, 2), o mejor aún, como afirma san Juan: “Si decimos: ‘No tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1, 8) (9).

 

La parábola se destina a los que sobrevaloran sus cualidades, creyéndose santos e incluso impecables, y tratan al resto con desprecio. Es un guante hecho a la medida de la mano farisaica, o de cuantos puedan ser clasificados como discípulos suyos por cultivar el mismo espíritu. Tres vicios son apuntados aquí: confianza en sí mismo, presunción de santidad y desprecio de los demás; vicios contrarios a tres virtudes: fe, humildad y caridad.

 

Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano.

 

Aquí está una frase sencilla pero llena de denso significado. A la misma hora y con el mismo propósito de rezar, dos hombres suben el monte Moria, donde estaba emplazado el Templo: un fariseo y un publicano. Al primero ya lo conocemos. El segundo pertenecía a la clase que todos consideraban de los pecadores, odiada por cobrar impuestos al servicio de los romanos. Según el juicio humano, el fariseo es justo, lleno de virtud y piadoso, y seguramente elevará una plegaria excelente. En cambio el otro, pecador despreciable, no hará más que atraer sobre sí el escándalo de todos y la cólera del propio Dios.

 

Inútil oración del fariseo

 

El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias.”

 

Cuesta creer que esta oración no haya sido real. Cristo, en su divinidad, ¡cuántas veces recibió de las criaturas humanas pensamientos tanto o más orgullosos que éste! ¿Es posible hablar de oración? ¡No! Se trata de un profundo acto de orgullo, un auto-elogio, un insolente desprecio del resto de los hombres.

 

“Te doy gracias…” Nada mejor que darle gracias a Dios, pero esta postura espiritual, piadosa y meritoria, debe emanar de la consideración de nuestra nada, de un robusto sentimiento de nuestras flaquezas y miserias, como también de la adoración a Dios por su infinita misericordia, que no sólo suspende los castigos que merecemos, sino que en su lugar nos colma de dones y de gracias.

 

El agradecimiento del fariseo no es así; por el contrario, se exalta a sí mismo e insulta a los demás. “Busca en sus palabras lo que pidió a Dios, y no hallarás nada. Subió a orar y no quiso rogar a Dios, sino alabarse a sí mismo. Pobre cosa es alabarse en vez de rogar a Dios, y le añade todavía el menosprecio al que oraba” (10)“Con esto abrió la ciudad de su corazón, por orgullo, a los enemigos que la sitiaban, la que en vano cerró por la oración y el ayuno: que son inútiles todas las fortificaciones, cuando carece de ellas un punto por el que puede entrar el enemigo” (11).

 

La oración humilde salvó al publicano pecador

 

En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”

 

Actitud, espíritu y palabras completamente diferentes a los que asume y formula el fariseo. El publicano es todo humildad, contrición y pedido de clemencia; siguiendo una costumbre que no se ve más en las iglesias, se golpeaba el pecho sin respeto humano; contrariando las modas piadosas de hoy, no hay en él ninguna ligereza de espíritu, ni disipación o agitación perpetua. Hablaba con Dios; muy al contrario de otros que en la actualidad entran a las iglesias sin haber hecho una oración siquiera. El publicano da ejemplo incluso en lo que atañe al núcleo de su pedido: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”.

 

El fariseo salió del Templo

sobrecargado con su orgullo

Sentencia de Jesús

 

Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se exalta será humillado, y el que se humille será exaltado.

 

“En el momento de entrar en el templo, los dos personajes, aun perteneciendo a categorías religiosas y sociales distintas, eran muy semejantes entre sí. En el momento de salir, aquellos dos personajes son radicalmente distintos. Uno estaba ‘justificado’, esto es, era justo, perdonado, estaba en paz con Dios, había sido hecho criatura nueva; el otro ha permanecido el que era al inicio, es más, quizás hasta ha empeorado su posición ante Dios. Uno ha obtenido la salvación, el otro no” (12).

 

Mucha atención: aquí se trata de una sentencia proferida por el Juez infalible y soberano, el propio Hijo de Dios, que no pocas veces difiere de los hombres. Si se nos pidiera elegir, sin las luces de la gracia, a uno de los apóstoles para convertirse en el primer Pontífice de la Santa Iglesia, no sería descabellado imaginar que a unos los tacharíamos de pretenciosos, a otros de poco activos, y al mismo Pedro de exagerado e imprudente; quizá habríamos elegido a Judas antes de su traición, a causa de su gran discreción, seguridad y habilidad financiera, tanto más cuando llegó a criticar a la Magdalena por derrochar dinero en perfumes para el Maestro, cuando había entonces muchos pobres y necesitados. Esto nos permite entender lo que sería de la Iglesia misma si el Espíritu Santo no la dirigiera, y lo que será de nosotros si no nos sometemos a sus inspiraciones.

 

III –LA HUMILDAD LLEVÓ UN LADRÓN AL CIELO

 

La liturgia de hoy puede ser muy útil para un provechoso examen de conciencia: ¿hasta dónde somos humildes como el publicano? Sea cual sea el resultado de dicho examen, recordemos: “La humildad llevó a un ladrón al cielo antes que a los apóstoles. Pues si la humildad unida a los delitos es capaz de tanto, ¿qué no podría si se uniera a la justicia? Y si la soberbia es capaz de estropear a la justicia, ¿qué no conseguirá si se alía con el pecado?” (13).

 


 

1 S. Tomás de Aquino. Suma Teológica II-II q. 161 a. 1 ad 3.

2 Idem. ibídem, a. 2 c.

3 Cf. Sucá fol. 452, apud Mons. Herrera Oria, La Palabra de Cristo, tomo VI, p. 952.

4 S. Teresa de Jesús. Las Moradas, Morada sexta, c. 10 § 6-7

5 Ibídem.

6 S. Tomás de Aquino. Ibídem, a. 3 ad 1.

7 Idem. ibídem, a. 6 ad 1.

8 S. Agustín. Serm. 115, 2.

9 S. Agustín. De peccatorum meritis et remissione, lib. II, 8.

10 Idem. Serm. 115, 2.

11 S. Gregorio, apud S. Tomás de Aquino, Catena Aurea, in Luc.

12 P. Raniero Cantalamessa. Echad las redes – Reflexiones sobre los Evangelios – Ciclo C, Edicep C.N., Valencia, 2003, p. 333.

13 Cornelio a Lápide. In Luc.

 

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