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– EVANGELIO –
Se le acercaron algunos de los saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si el hermano de uno muere dejando mujer, y éste no tiene hijos, su hermano la tomará por mujer y dará descendencia al hermano. Eran, pues, siete hermanos; habiendo tomado mujer el primero, murió sin hijos; y la tomó el segundo, luego el tercero; del mismo modo los siete murieron también sin dejar hijos. Finalmente, también murió la mujer. Ahora bien, ¿de cuál de ellos será esposa en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer.» Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven» (Lc 20, 27-38).
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Comentario al Evangelio – XXXII Domingo del Tiempo Ordinario – Resucitaremos: ¿sí o no?
Los saduceos cumplían las formalidades de la Ley de Moisés, pero no creían en la resurrección de los muertos: eran ateos prácticos. Por eso trataban de tender trampas a Jesús, para impedir la creencia en la inmortalidad del alma y en la resurrección.
I – La resurrección de los muertos
Afirma el Apóstol que Jesús resucitó “como primicias de los que durmieron” (1 Cor 15,20). San Pablo no pierde la ocasión de acentuar la importancia de la resurrección final a fin de animar a los corintios que había bautizado para que siguieran firmes en la fe, así como también en el trabajo apostólico.
Según él, sin esa fe, la tendencia sería la de adoptar un sistema de vida epicúreo, relativista y libertino, de acuerdo a la expresión de Isaías: “¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!” (22,13).
En el capítulo 15 de su Primera Carta a los Corintios , después de calificar como “necio” al que se detiene frente al problema de cómo y en qué condiciones resucitan los muertos, trata de aclarar en forma muy sencilla y accesible la revelación sobre la identidad sustancial de los cuerpos en esta vida terrena y los recobrados después del Juicio Final, a pesar de las enormes diferencias de propiedad y aspecto entre el muerto y el resucitado.
La comparación la toma de la naturaleza vegetal. De ésta, Pablo hace una aproximación entre la muerte del grano al ser sembrado, su posterior germinación y fructificación, con nuestro regreso a la vida en el día del Juicio. “Así también la resurrección de los muertos: se siembra en corrupción, y se resucita en incorrupción; se siembra en vileza, y se resucita en gloria; se siembra en debilidad, y se resucita en fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1 Cor 15, 42-44).
Nuestro cuerpo comparte los premios y castigos del alma
Más de un milenio después de esta proclamación de Pablo, el Doctor Angélico nos dejaría una rica y profunda doctrina sobre la esencia de tal revelación. Siempre teniendo en cuenta que el alma está unida al cuerpo como forma y materia, y “como el alma es específicamente la misma, parece que debe tener también la misma materia específica. Luego, será el mismo cuerpo antes y después de la resurrección.
Así pues, será menester que esté compuesto de carne y huesos, y de otras partes de la misma clase” 1.
Nuestro cuerpo resucitará porque Dios lo quiso y lo determinó así, como también por el hecho de ser parte integrante de nosotros mismos, merecedor de los premios o los castigos que quepan a nuestra alma en la medida en que haya participado en los méritos o las iniquidades de la misma. Por eso, “entre buenos y malos permanecerá una diferencia fundada en lo que pertenece personalmente a cada uno […] y como el alma merece, por sus actos personales, ser elevada a la gloria de la visión de Dios o excluida por la culpa de la ordenación a dicha gloria, se sigue en consecuencia que todo cuerpo se conformará según la dignidad del alma” 2.
Los cuerpos de los justos se revestirán de gloria
La muerte no es sino un sueño prolongado (cf. Jn 11,11) y los cementerios, vastos dormitorios. Los que reposan en el polvo de la tierra despertarán, unos para la felicidad eterna, otros para las tinieblas y el castigo también eternos (cf. Dan 12,2). Los buenos, tan pronto como despierten, tendrán sus cuerpos en claridad. “Por la claridad del alma elevada a la visión de Dios, el cuerpo, unido al alma, obtendrá algo más, pues estará totalmente sujeto a ella por el efecto de la virtud divina, no sólo en cuanto a ser, sino además en cuanto a actos y pasiones, movimientos y cualidades corporales. Por consiguiente, así como el alma se llenará de cierta claridad espiritual al gozar de la visión beatífica, también, por cierta redundancia de la misma en el cuerpo, este último se revestirá a su manera de la claridad de la gloria” 3.
Además, los cuerpos de los buenos, en el instante de la resurrección, gozarán de agilidad. “El alma, que unida a su fin último gozará de la visión divina, experimentará el cumplimiento total de su deseo en todo. Y tal como el cuerpo se mueve según el deseo del alma, resultará que el cuerpo obedecerá absolutamente la indicación del espíritu. Por eso los cuerpos que tendrán los bienaventurados resucitados serán ágiles. Y eso es lo que dice el Apóstol en el mismo lugar (1 Cor 15,43): Sembrado en flaqueza, resucita en fortaleza. Porque la flaqueza corporal que experimentamos viene de que el cuerpo se siente incapaz de responder a los deseos del alma en los actos y movimientos que le impone; flaqueza que entonces desaparecerá totalmente, por la virtud que desborda en el cuerpo al estar el alma unida a Dios. Por eso, en la Sabiduría (3,7) se dice también de los justos que correrán como chispas en la paja, no porque tengan que moverse necesariamente, puesto que al tener a Dios no necesitan nada, sino para demostrar su poder” 4.
El cuerpo glorioso se levantará espiritualizado desde el polvo de la tierra, dotado de sutileza. “El alma que goza de Dios se unirá con Él perfectísimamente y será partícipe de su Bondad en sumo grado, de acuerdo a su propia medida; y de igual modo el cuerpo, que se someterá perfectamente al alma” 5.
La impasibilidad de los cuerpos gloriosos no permitirá la existencia de ningún defecto, dolor o mal. “El alma que goza de Dios lo tendrá todo en orden a la remoción de todo mal, no solamente actual, sino incluso el mal posible. Del actual, porque en ambos no habrá corrupción, deformidad ni defecto alguno. Del posible, porque no podrán sufrir nada que los perturbe, y por eso serán impasibles. Pero esta impasibilidad no hará exclusión de las pasiones esencialmente sensibles, porque usarán los sentidos para gozar lo que no repugna al estado de incorrupción” 6.
Resurrección de los condenados
Los malos también resucitarán íntegros.
“Las almas de los condenados poseen efectivamente una naturaleza buena, que fue creada por Dios; pero tendrán la voluntad desordenada y apartada de su fin propio. Por tanto, sus cuerpos, en lo que se refiere a la naturaleza, estarán reparados e íntegros, puesto que resucitarán en la edad perfecta, con todos sus miembros y sin ningún defecto ni corrupción que hubiera acarreado un fallo de la naturaleza o enfermedad” 7.
Las almas de los malos, cuando resuciten sus cuerpos, quedarán sujetas a éstos. A diferencia de la situación de los bienaventurados, ellas serán carnales y no espirituales. “Como su alma estará separada voluntariamente de Dios y privada de su propio fin, sus cuerpos no serán espirituales, sino que su alma será carnal por el afecto” 8.
No experimentarán ni remotamente la agilidad de los cuerpos gloriosos.
Por el contrario, de cierto modo estarán sujetos a la ley de gravedad.
“Tales cuerpos no serán ágiles ni obedientes al alma sin dificultad, sino que graves y pesados, en cierto modo insoportables para el alma, tales como son las mismas almas que se apartaron de Dios por desobediencia” 9.
Estarán todavía más sujetos al dolor y el sufrimiento que nosotros en esta vida terrena, pero sin corromperse nunca en nada, además que las respectivas almas serán “atormentadas por la privación total del deseo natural de la bienaventuranza” 10.
Y por el hecho de que sus almas estarán excluidas de la luz del conocimiento divino, estos cuerpos serán “opacos y tenebrosos” 11.
La muerte triunfará sobre estos desdichados. Resucitarán para ser arrojados en la muerte eterna. No se aplicarán en ellos las palabras de Isaías (25,8) y de Oseas (13,14) ci tadas por el Apóstol: “La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1 Cor 15,55).
II – La trampa de los saduceos
Nuestra fe católica nos hace esperar con fortalecida esperanza esta maravillosa realidad, revelada por Cristo Jesús y explicitada por la Iglesia infalible. Pero esta doctrina no era conocida así en la Antigüedad; la ignoraban sobre todo los paganos y muy especialmente ciertas corrientes filosóficas de Grecia. No es difícil comprender la razón por la cual se habían creado obstáculos contra la posibilidad de que hubiera resurrección.
Ante todo debemos considerar la constatación histórica, en la vida diaria, acerca de los muertos: ¿cuáles de ellos regresan a la vida? Si vamos más al fondo del problema, encontramos la lucha entablada en el interior de cada hombre entre sus malas inclinaciones y su conciencia.
Dado que la criatura humana es un monolito de lógica, si admite la resurrección de los cuerpos como premio o castigo eternos en proporción a los méritos o culpas, se verá en la obligación de cumplir las leyes morales contra su propia concupiscencia.
Una batalla que, sin la gracia de Dios, siempre termina mal. Pues bien, éste fue justamente el resultado que obtuvieron los pueblos de la Antigüedad, habiendo llegado algunos filósofos a defender la tesis de la materialidad del alma y su muerte concomitante a la del cuerpo.
Origen del partido de los saduceos
La muerte no es sino un sueño prolongado (cfr. Jn 11,11), y los cementerios, vastos dormitorios.
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Bajo el imperio de Alejandro Magno (356-322 a.C.) hubo un enorme empeño por helenizar y colonizar el territorio perteneciente a los hebreos. La clase más acaudalada del pueblo elegido fue la más afectada por la influencia extranjera, y poco a poco se transformó en una especie de aristocracia sacerdotal, dando origen al partido de los saduceos.
Los miembros de este partido, exactos cumplidores de las formalidades de la Ley, en realidad eran incrédulos y relativistas en materia moral. Reducían al mínimo las exigencias dogmáticas y no temían profesar errores crasos inspirados por el mundo pagano. Por ejemplo, llegaban a oponerse a la existencia de los ángeles, y, peor aún, no aceptaban siquiera la existencia de las almas separadas de los cuerpos. Negaban incluso la providencia de Dios, como también su acción sobre los acontecimientos. Eran ateos prácticos y a pesar de revestirse con las ceremonias del culto de la religión judaica, no pasaban de ser unos semipaganos.
No es difícil concebirlo, ya que hoy en día tropezamos no pocas veces con personas de la misma mentalidad y hundidas en las mismas convicciones.
A pesar de que los saduceos eran un número proporcionalmente muy reducido, la pésima influencia que ejercían sobre el pueblo era muy considerable debido a su situación social.
Su nombre se origina de la palabra hebrea ea sadiq ( ???? ), o sea, justo .
Tal vez ellos mismos, por arrogancia, eligieron ese nombre, o se los dieron otros en son de burla. Los saduceos formaban una fuerte corriente opuesta a los fariseos.
Los dos partidos componían el cuadro político, social y religioso en vigor durante la vida pública del Divino Maestro. A pesar del carácter enteramente pacífico, ordenado y en extremo caritativo de la acción de Jesús, estas corrientes – agreguemos además el sanedrín, los escribas y los herodianos – se alternaban encarnizadamente para tenderle alguna trampa de la cual pudiera sobrevenir su prisión y sentencia de muerte. Aquí tenemos el turno de los saduceos con su mofa llena de escepticismo.
La objeción de los saduceos
Se le acercaron algunos de los saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si el hermano de uno muere dejando mujer, y éste no tiene hijos, su hermano la tomará por mujer y dará descendencia al hermano. Eran, pues, siete hermanos; habiendo tomado mujer el primero, murió sin hijos; y la tomó el segundo, luego el tercero; del mismo modo los siete murieron también sin dejar hijos. Finalmente, también murió la mujer. Ahora bien, ¿de cuál de ellos será esposa en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer.»
Sobre estos versículos afirma Fillion: “La cita de los saduceos era exacta en cuanto al sentido. Esta prescripción, que no era particular a los judíos, puesto que también se la encuentra en varios pueblos antiguos como los egipcios, los persas y los hindúes, y todavía hoy entre los circasianos, es conocida bajo el nombre de Ley del Levirato, una ley que regula el matrimonio entre cuñados y cuñadas.
Su objetivo era conservar la rama primogénita de cada familia e impedir la excesiva transmisión de los bienes a otro. No estaba limitada a los hermanos del marido muerto sin hijos, sino que también se extendía a los parientes cercanos, como sabemos por el libro de Rut (3, 9-13). No era estrictamente obligatoria, pero el que se negara a cumplirla tenía que someterse a una ceremonia humillante (Dt 25, 7-10; Rut 4, 1-11). Pese a que en tiempos de Nuestros Señor ya había caído en un descrédito que iría aumentando con los años, seguía vigente en Palestina.
[…] “Esta breve narración, vivaz y rápida, es un modelo de casuística refinada. Sus autores daban por hecho que la cuestión recién propuesta a Jesús lo pondría seguramente en un gran aprieto. ¿Cómo podrá responder esta deductio in absurdum? ¿No parece haber herido de muerte el dogma de la resurrección de los cuerpos, probando que origina dificultades insolubles? Aunque no hubieran sido más que dos matrimonios, la cuestión se plantearía del mismo modo (en aras de la verdad, algunos rabinos la propusieron y la habían resuelto diciendo que en tal caso la mujer, en la otra vida, le pertenecería al primero de los dos maridos. Zohar Gen. 24, 96); pero al multiplicarlos de esta manera, los saduceos logran resaltar más la objeción” 12.
No obstante, podríamos asegurar con certeza que una inteligencia superficial e inconsistente se evidencia al juzgar los acontecimientos y al propio ser humano a partir de las simples apariencias visibles, sin elevarse nunca a lo invisible. Para esta clase de gente, Dios es como un semejante y la eternidad, si acaso existe, no más que una prolongación del mundo actual.
No podría esperarse otro tipo de objeción de un libertino para justificar su relativismo.
Es increíble la semejanza del discurso de los saduceos con el razonamiento de ciertos filósofos actuales y de otros tiempos. Las oposiciones al dogma de la resurrección que han surgido a lo largo de la Historia son tan numerosas, que si fuéramos a catalogarlas todas, la colección sería interminable.
Respuesta del Divino Maestro
Jesús empleó un episodio de la vida de Moisés para refutar la cita utilizada por los saduceos.
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Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección.»
En nuestra vida terrenal, debido a la mortalidad, la existencia de la sucesión es indispensable para la perpetuación de la humanidad, a raíz de lo cual el matrimonio será una exigencia hasta que se complete el número de los elegidos.
Ahora bien, la eternidad, como excelente imagen de Dios, no admitirá la muerte, y los bienaventurados vivirán exclusivamente en las leyes del Espíritu, en el conocimiento y el amor de Dios, viéndolo cara a cara.
Los corazones y las inteligencias estarán unidos en las castas delicias de la caridad perfecta, sin ninguna necesidad del matrimonio. “Porque los casamientos se hacen para tener hijos; los hijos vienen por la sucesión, y la sucesión por la muerte; por tanto, donde no hay muerte no hay casamientos” 13.
No está de más insistir en que nos equivocaríamos creyendo que la resurrección es un acontecimiento exclusivo de los cuerpos de los justos.
No se debe creer “que únicamente resucitarán los que son dignos, o los que no se casen, sino que también resucitarán todos los pecadores, y no se casarán en la otra vida. Además, el Señor, para estimular nuestras almas a que busquen la resurrección gloriosa, no quiso hablar más que de los elegidos” 14.
Después de la resurrección los cuerpos de los elegidos serán “angelizados”, sin sujetarse ya a las leyes de la materia ni de la animalidad, como dijimos antes. Así queda patente cuánto debemos evitar el pecado, “pues, si vivís según la carne, moriréis [la muerte eterna de resucitar para ser arrojado al infierno en cuerpo y alma]. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis” (Rom 8,13).
Dios no ha creado nuestros cuerpos directamente, como hace con las almas. En este sentido somos hijos de los hombres, expuestos a todas las fragilidades inherentes a nuestra naturaleza hasta la muerte. Como “hijos de la resurrección”, seremos hijos de la omnipotencia divina, la cual restaurará nuestros cuerpos de forma inmediata, sin siquiera el concurso de nuestros padres terrenos.
Ahí tenemos lo equivocados que estaban los saduceos con sus falsos e infundados argumentos. Cuando el hombre se aleja de Dios y de su Revelación, siempre crea sistemas de pensamiento obscuros, estrechos y obtusos.
La inmortalidad del alma
«Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven».
En estos versículos el Divino Maestro defiende claramente la inmortalidad del alma, después de haber revelado la resurrección de los muertos. Las Escrituras ofrecen otros pasajes todavía más explícitos sobre la resurrección (Dan 12,2; Is 26,19) que Cristo podría haber enunciado, pero empleó el ejemplo de la vida de Moisés para refutar la cita al Levirato (Dt 25,5-6) hecha por los mismos saduceos.
Si el hombre, al morir, se precipitara en el vacío, aniquilándose su ser, todas las promesas de la Escritura también caerían en el vacío. Dios no reduce jamás a la nada a sus criaturas.
Las formas pueden ser mudables, pero las substancias permanecen.
Después de haber revelado la resurrección de los cuerpos, el Divino Maestro defiende claramente la inmortalidad del alma.
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Nuestros cuerpos no son como envoltorios de nuestras almas. Éstas pueden desprenderse de ellos, dejando de emitir a nuestros sentidos las manifestaciones de su existencia, pero seguirán viviendo en la venganza o en el amor de Dios, en las tinieblas o la Luz eternas.
“Si Dios se define como ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob' y es un Dios de vivos, no de muertos, entonces quiere decir que Abrahán, Isaac y Jacob viven en alguna parte; si bien, en el momento en que Dios habla a Moisés, ellos ya hayan desaparecido hace siglos. Si existe Dios, existe también la vida en la ultratumba. Una cosa no puede estar sin la otra. Sería absurdo llamar a Dios ‘el Dios de los vivientes', si al final se encontrase para reinar sobre un inmenso cementerio de muertos. No entiendo a las personas (parece que las hay) que dicen creer en Dios, pero no en una vida ultraterrena.
“No es necesario, sin embargo, pensar que la vida más allá de la muerte comience sólo con la resurrección final. Aquello será el momento en que Dios, también, volverá a dar vida a nuestros cuerpos mortales” 15.
III – Conclusión
Hoy en día el mundo vive frustradamente en busca de placeres nuevos, a fin de saciar la sed de infinito que arde en la médula del alma humana. Si los hombres pudieran oír un acorde de esa música celestial que arrebató en éxtasis a san Francisco, o contemplar por un momento fugaz el rostro de Dios, algo que llevó a san Silvano a sentir repugnancia frente al rostro de los hombres, comprenderían que las delicias del Cielo son purísimas, eternas y opuestas a las de la Tierra.
Séneca, comentando el suicidio de Catón, concretado con el auxilio de un puñal, para huir de las consideraciones de una Roma que había perdido la libertad, afirma que el prin cipal motivo de su muerte se centraba en la doctrina elaborada por Platón en su obra Fedón, en la que explana largamente la inmortalidad del alma. Séneca, en su genialidad, resume el acto en esta frase: “Ferrum fecit ut mori posset, Plato ut vellet” : El hierro (el cuchillo) hizo que pudiera morir; Platón, que lo quisiera.
Si los mismos paganos, cuando eran fieles a la razón, llegaban a estas conclusiones, ¿por qué los bautizados habremos de seguir los errores de los saduceos?
1) Suma contra los Gentiles 4, 84.
2) Idem, ibidem, 4, 86.
3) Idem, ibidem.
4) Idem, ibidem.
5) Idem, ibidem.
6) Idem, ibidem.
7) Suma contra los Gentiles 4, 89.
8) Idem, ibidem.
9) Idem, ibidem.
10) Idem, ibidem.
11) Idem, ibidem.
12) L.-Cl., FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Madrid: Editorial Voluntad, 1927. T. IV, p. 95-96.
13) SAN AGUSTÍN, apud Sto. Tomás de Aquino, Catena Aurea.
14) BEDA apud ibidem.
15) CANTALAMESSA, Raniero. Echad las Redes. Ciclo C. EDICEPI C.B., 2001, p. 346.