Comentario al Evangelio – XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario – Católica, Apostólica, Romana y… Triunfante

Publicado el 11/11/2016

 

– EVANGELIO –

 

“En aquel tiempo: como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: ‘De todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido'. Ellos le preguntaron: ‘Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que va a suceder?'.

Jesús respondió: ‘Tengan cuidado, no se dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: «Soy yo», y también: «El tiempo está cerca». No los sigan. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin'.

Después les dijo: ‘Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo. Pero antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí. Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa, porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir. Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza. Gracias a la constancia salvarán sus vidas'” (Lc 21, 5-19).

 


 

Comentario al Evangelio – XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario – Católica, Apostólica, Romana y… Triunfante

 

A lo largo de su historia dos veces milenaria, la Iglesia caminó siempre bajo el signo de la persecución. No obstante, tras cada embestida de las fuerzas adversarias, ella brilla con más esplendor.

 


 

 

I – La señal de los verdaderos discípulos

 

Se cuenta que San Pío X, durante una audiencia para los miembros de uno de los colegios eclesiásticos romanos, preguntó a los jóvenes estudiantes:

 

— ¿Cuáles son las características de la verdadera Iglesia de Cristo?

 

— Son cuatro, Santo Padre: Una, Santa, Católica y Apostólica —respondió uno de ellos.

 

— ¿Nada más que cuatro? —indagó el Papa.

 

— Y también Romana: Una, Santa, Católica, Apostólica y Romana.

 

— Exactamente, pero ¿no falta mencionar todavía una de las características más evidentes?

 

—insistió el Pontífice.

 

Luego de un silencio, él mismo respondió:

 

— También es perseguida. Esta es la señal de que somos verdaderos discípulos de Jesucristo.

 

Odio contra Cristo y su Iglesia

 

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La Iglesia es perseguida. De hecho, sin ese rasgo no se entiende del todo la historia de la Esposa de Cristo, que ya comienza bajo ese signo desde la más tierna infancia de su divino Fundador. Ese niño, hijo de un carpintero, nacido en una gruta y recostado sobre un pesebre, ¿qué mal podía hacerle a Herodes? Ninguno.

 

Pero el tetrarca, en el impío intento de quitarle la vida, no titubeó en ordenar el asesinato de pequeños inocentes.

 

A lo largo de la vida pública de Jesús, el odio en su contra no hizo más que aumentar, y llegó al paroxismo cuando los fariseos tomaron la decisión de matarlo, obteniendo de Pilato la inicua sentencia de condenación. A tal punto detestaban al divino Maestro que no soportaban ni siquiera el verlo haciendo el bien o enseñando la doctrina de la Salvación.

 

En esa misma enemistad se encuentra la fuente de las embestidas sufridas por la Iglesia tras la subida de Nuestro Señor al Cielo. En efecto, el odio furibundo de Nerón contra los cristianos fue lo que dio inicio, en el año 64, a la sangrienta persecución que duraría, con intermitencias, hasta el 313, cuando el emperador Constantino concedió libertad a la Iglesia mediante el Edicto de Milán. 1

 

A lo largo de los siglos siguientes, la Esposa de Cristo nunca dejó de enfrentar los más variados ataques —a veces cruentos— e incesantes oposiciones, ya fueran abiertas o veladas. Incluso en nuestros días este odio contra quienes practican el bien sigue manifestándose en sus múltiples facetas.

 

Los malos no soportan a los buenos

 

“Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Acordaos de la palabra que os dije: ‘No es el siervo más que su señor'. Si a mí me persiguieron, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 18.20). Por estas palabras de Jesús, vemos que las adversidades e incomprensiones son inherentes a la existencia terrena del verdadero fiel, por la irresistible incompatibilidad entre la doctrina del mundo y la de Cristo. Porque entre la bendita posteridad de María Santísima y la raza de la serpiente maldita existe, desde el tiempo de nuestros primeros padres, el irreconciliable antagonismo descrito por el Génesis: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo: Ella te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón” (Gén 3, 15).

 

Los malos no soportan a los buenos, y para éstos, ser odiados por aquéllos indica elección por parte de Dios, como se desprende de estas palabras de San Jerónimo a San Agustín: “Sois celebrado por todo el mundo. Los católicos veneran y reconocen en vos al restaurador de la antigua Fe, y —lo que es aun mayor señal de gloria— todos los herejes os detestan y persiguen con el mismo odio que a mi, anhelando matarnos con el deseo, ya que no pueden hacerlo con las armas”. 2

 

La gloria de Dios reluce de modo especial en la fidelidad de los justos frente a las persecuciones.

 

II – Anuncio del fin del mundo

 

La liturgia elegida por la Iglesia para este penúltimo domingo del Tiempo Ordinario significa prácticamente la conclusión del Año Litúrgico C, dado que precede a la Solemnidad de Cristo Rey. Los textos acentúan el panorama del fin del mundo y del Juicio Final, invitándonos a prestar más atención en la justicia, contrapunto indispensable de la bondad y misericordia divinas.

 

“En aquel tiempo: como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, […]”.

 

Tras la acerba discusión con los escribas y fariseos, ocurrida justamente en el recinto del Templo (cf. Lc 20, 45-47; Mt 23, 13-36; Mc 12, 38-40), Jesús se dirige al Monte de los Olivos.

 

En el camino, los discípulos manifestaban su encanto con la belleza de aquella “construcción de inmensa opulencia”, como lo describió Tácito, 3 rica en simbologías que alzaban la mente a Dios, propio a todo edificio religioso.

 

Los corazones de los israelitas del mundo entero se volcaban hacia el Templo, máximo punto de referencia del pueblo judío. Tenía una historia extraordinaria desde el momento en que, erigido por Salomón, una nube espesa y milagrosa tomó posesión de él: ahí se ofrecían los verdaderos sacrificios, eran recibidas gracias insignes y los devotos entraban en un contacto más intenso con lo sobrenatural. Embellecer el Templo era, pues, realzar todavía más su significado espiritual.

 

Sin embargo, a juzgar por las siguientes palabras de Nuestro Señor, todo indica que ellos contemplaban la Casa de Dios con ojos meramente naturalistas.

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Ese niño, hijo de un carpintero, nacido en una

gruta y recostado sobre un pesebre, 

¿qué mal podía hacerle a Herodes?

Admiraban el Templo pero no adoraban Quien lo habitaba

 

“Jesús dijo: ‘De todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido'”.

 

Los Apóstoles tenían ante sí a Aquel que valía mucho más que el Templo: el Creador, el Redentor, la Sabiduría eterna y encarnada. Al contemplar el edificio con ojos mundanos se mostraban ciegos para Dios, porque se detenían en la admiración de la criatura sin remontarse hasta el Creador; comprendían el símbolo, pero no al Simbolizado. Tal es el motivo de la contundente advertencia de Nuestro Señor.

 

Por las manos de María, el Niño había sido presentado en el Templo. Sus murallas presenciaron también las predicaciones y los innumerables milagros de Jesús, pero las piedras vivas que lo componían —los sacerdotes y fieles— no aceptaron al Mesías: “Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11). Fue por esto que cayó sobre tan fastuoso edificio la terrible condena: “Un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”.

 

Esta dura profecía tardaría menos de cuarenta años en cumplirse del modo más radical posible. “La Providencia divina permitió que toda la ciudad y el templo fuesen destruidos con el fin de que ninguno de los que aún estaban débiles en la fe —admirado de que aún subsistían los ritos de sus sacrificios— fuera seducido por sus diversas ceremonias”, comenta San Beda. 4

 

La ruina de Jerusalén y la parusía

 

“Ellos le preguntaron: ‘Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que va a suceder?'”.

 

Los Apóstoles no preguntan nada a respecto de la causa de esa destrucción, sino cuándo tendría lugar. Como buenos israelitas, de espíritu previsor, querían saber con exactitud lo que iba a suceder. La destrucción del edificio sagrado, símbolo de la grandeza del pueblo elegido, les parecía imposible antes del fin de los tiempos, ya que “para un judío, la ruina de la ciudad y del Templo es equivalente a la ruina del mundo”. 5 No podían concebir que algún día les faltara aquel lugar santo, único en el mundo. Por esta razón unían en sus preguntas dos hechos totalmente distintos: la ruina de Jerusalén y la parusía. 6

 

Como observa San Cirilo, los Apóstoles “no habían advertido la fuerza de sus palabras y creían que hablaba de la consumación de los siglos”. 7 Por eso Cristo, “sin dejar de responder a la pregunta con bastante claridad para que se pudieran conjeturar los hechos vaticinados”, 8 hablará en dos sentidos: uno, la destrucción del Templo material; otro, el fin del mundo. Era cierto que la desaparición de aquella construcción monumental significaba el final de un mundo: la época de la antigua Ley cedía lugar a la era de la Gracia.

 

Verlo todo desde la perspectiva divina

 

“Jesús respondió: ‘Tengan cuidado, nose dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: «Soy yo», y también: «El tiempo está cerca». No los sigan. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin'. Después les dijo: ‘Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo'”.

 

Jesús responde a los discípulos con lenguaje enigmático, sin intentar deshacer el equívoco en que incurren ni responderles con exactitud. Prefiere dejar los aspectos cronológicos de la pregunta en claroscuro, con miras a la formación moral y espiritual de sus oyentes.

 

En efecto, la expectativa del fin del mundo como algo próximo los habituaba a contemplar los acontecimientos desde la perspectiva divina, y preparaba las almas de aquellos primeros cristianos para las persecuciones que habían de enfrentar, prefiguras de los últimos tiempos, por el odio y crueldad de los perseguidores.

 

Ahora bien, siempre que los pecados de la humanidad rebasan cierto límite, Dios interviene manifestando su cólera y castigando los caprichos y egoísmos de los hombres.

 

Con la Encarnación, Dios llevó su amor a las criaturas a un punto que ni los hombres ni los ángeles habrían sido capaces de concebir. La vida pública de Jesús se caracterizó por una extremada bondad, marcada por innumerables curaciones y milagros. Pero Él no sería Dios si no manifestara también el esplendor de su justicia, virtud no menor que la misericordia. Por así decir, Él tiene dos manos: la misericordia y la justicia. Con la primera perdona y protege; con la segunda cobra y castiga. De ninguna de esas dos manos divinas, nadie se escapa.

 

Para contemplar a Dios en la verdadera perspectiva, sin distorsiones ni unilateralidades, es preciso amar en Él ambos aspectos. Considerar a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad muriendo en la Cruz para redimirnos, es un poderoso estímulo para nuestra piedad; pero no podemos dejar de admirar su severidad, aunque ésta pueda llegar a alcanzarnos.

 

Porque como enseña San Alfonso María de Ligorio, “no merece la misericordia de Dios quien se vale de ella para ofenderlo. La misericordia es para quien teme a Dios, y no para quien se sirve de ella con el propósito de no temerlo. El que ofende a la justicia —dice el Abulense— puede recurrir a la misericordia; pero ¿a quién puede recurrir el que ofende a la propia misericordia?”. 9

 

III – Los detendrán, los perseguirán

 

“Pero antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre”.

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“Nuestra Señora del Apocalipsis” –

Casa Rosa Mística, de los Heraldos

del Evangelio, 

São Paulo (Brasil)

Al anunciar a los Apóstoles las persecuciones y sufrimientos que deberían enfrentar, Nuestro Señor tenía en vista también instruir a los cristianos de todos los tiempos, porque innumerables veces a lo largo de la Historia la proclamación del nombre de Cristo les traerá como consecuencia ser injustamente arrestados, perseguidos o llevados ante los tribunales. Y esto llegará al auge en los últimos tiempos, porque mientras más grande sea la decadencia moral de la humanidad, inexorablemente será mayor el odio contra los justos, cuya mera existencia representa un tácito reproche contra los malos.

 

Bien lo apunta San Gregorio Magno: “La última tribulación será precedida de otras muchas, porque deben preceder muchos males que puedan anunciar el mal sin fin”. 10

 

Testigos de la Fe en la hora de la prueba

 

“Y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí”.

 

Sería un error pensar que durante las persecuciones los buenos deben quedarse encogidos y asustados, incapaces de cualquier acción. Por el contrario, éstas les darán pie para declarar con valentía la buena doctrina frente a quienes se desviaron del camino correcto.

 

Cuando afirmó que las puertas del infierno no prevalecerán contra su Iglesia (cf. Mt 16, 18), el divino Fundador estableció que ella no sólo será invencible, sino siempre triunfante. Así, por más que los infiernos, no pudiendo destruirla, se coliguen para sofocarla, jamás lograrán impedir su actuación. Sean cuales sean las apariencias, la Luz de Cristo permanecerá en su divina Esposa con todo su poder y grandeza, esperando el momento de manifestarse de manera intensa, majestuosa e irresistible.

 

En esas horas de tempestad, la Providencia suscita testigos de la Fe que sean antorchas de la Luz de Cristo rasgando la obscuridad de la prueba. Muchas veces Dios se utiliza de instrumentos frágiles, para así dejar más patente su omnipotencia: Gedeón, último hombre de la tribu de Manasés; Judit, piadosa viuda; y los mismos Apóstoles, simples pescadores. Si recorremos las grandes apariciones de la Virgen María, desde Guadalupe hasta Fátima, ¿a quiénes vemos como receptores del mensaje, sino a personas de escasa cultura y atributos? En cuanto a los acontecimientos del fin del mundo, serán justamente la firmeza de la fe y la fuerza impetratoria de los fieles, de cara al odio insaciable de los secuaces del anticristo, lo que atraerá la intervención divina, desencadenando el castigo final.

 

Consejo divino confirmado por la Historia

 

“Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa, porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir”.

 

Con esta sorprendente afirmación, Nuestro Señor parece convidar a sus discípulos a la negligencia, en vez de alentarlos a tomar precauciones con motivo de la persecución. Pero el Cardenal Gomá aclara que Jesús “no les manda que no cuiden de precaverse en los trances difíciles en que se encontrarán, sino que no se acongojen por ello, porque en los momentos de crisis más agudas podrán contar con la inspiración especial de Dios”. 11

 

De hecho, en la lucha de todos los días vale el principio atribuido a San Ignacio: “Reza como si todo dependiera de Dios y trabaja como si todo dependiera de ti”. 12 Pero en este pasaje del Evangelio el Maestro se refiere a los momentos de extrema aflicción en que todo parece perdido. En tales horas, comenta San Gregorio, es “como si el Señor dijera a sus discípulos: ‘No os atemoricéis: Vosotros vais a la pelea, pero yo soy quien peleo. Vosotros sois los que pronunciáis palabras, pero yo soy el que hablo'”. 13

 

Y la Historia demuestra con abundantes hechos la espléndida realización de esta profecía de Nuestro Señor, en los juicios inicuos emprendidos contra los hijos de la luz. Santa Juana de Arco, por ejemplo, era una campesina sin estudios; sin embargo, sus respuestas confundieron al tribunal que la juzgaba, por su extraordinaria profundidad teológica.

 

Deserción y traición en las propias filas

 

“Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi Nombre”.

 

Habrá división hasta en el seno de las familias, multiplicando el sufrimiento de los que serán entregados “por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos”. Pues, como enseña San Gregorio, “los tormentos más crueles para nosotros son los que nos causan las personas más queridas, porque además del dolor del cuerpo sentimos el del cariño perdido”. 14

 

El Cardenal Gomá interpreta este versículo en un sentido muy simbólico: “A los vejámenes que deberán sufrir de parte de los enemigos, se añadirá un mal más grave, que es la deserción y la traición en las propias filas”. 15 En efecto, los adversarios más enconados de la Iglesia, ¿cuántas veces no fueron herejes o apóstatas?

 

Dios es el principal Actor de la Historia

 

“Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza”.

 

A veces creemos que son rarísimas las intervenciones de Dios en los asuntos terrenales, como si luego de haber creado el universo Él dejara correr los acontecimientos por su propia cuenta, de manera semejante a alguien que planta un árbol y se despreocupa totalmente de su crecimiento.

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“Santa Juana de Arco” –

Catedral de Béziers, (Francia)

Nada más contrario a la realidad. Dios no sólo actúa en la Historia, sino que es su Actor Principal. Todo está en sus santísimas manos, nada se escapa de su gobierno: “En Dios vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28).

 

Por otra, la acción de la Divina Providencia en los episodios concretos es visible a los ojos de todos, porque su designio es dejarla en evidencia. Entre tanto, la mayor parte de las ocasiones, opera de forma oculta o discreta, dejando a nuestro entendimiento y nuestra fe discernir el cuño de su actuación.

 

El Creador lo tiene todo contado, pesado y medido. Y, al actuar sobre los acontecimientos, siempre tiene en vista, junto con su propia gloria, la salvación de quienes son suyos. Por eso afirma San Pablo: “Todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios” (Rom 8, 28).

 

Cada uno de nuestros actos, gestos o actitudes serán consignados en el Libro de la Vida. Ningún acto de virtud quedará sin recompensa, como enseña San Beda: “No perecerá un solo cabello de la cabeza de los discípulos del Señor, porque no solamente las grandes acciones y las palabras de los santos, sino el menor de sus pensamientos, será premiado dignamente”. 16

 

Esperanza en la verdadera vida

 

“Gracias a la constancia salvarán sus vidas”.

 

Todos nosotros, como los Apóstoles, estamos sujetos a pasar situaciones difíciles con motivo de nuestra fidelidad a Cristo. ¿Cómo debemos comportarnos frente a ellas? Ante todo, debemos creer firmemente en la omnipotencia de Nuestro Señor y tener bien presente su amor por cada uno de nosotros, conforme la exhortación de San Agustín: “Ésta es la Fe cristiana, católica y apostólica. Confiad en Cristo, que dice: ‘No perecerá ni uno solo de vuestros cabellos', y, una vez eliminada la incredulidad, considerad cuánto valéis. ¿Quién de nosotros puede ser despreciado por nuestro Redentor, si ni siquiera un solo cabello lo será? O ¿cómo vamos a dudar de que ha de dar la vida entera a nuestra carne y a nuestra alma, el que por nosotros recibió alma y carne en qué morir, la entregó al momento de morir y la volvió a recobrar para que desapareciese el temor a morir?”. 17

 

Tampoco podemos dudar de que Jesús se encarnó para hacernos partícipes de su resurrección: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra Fe” (1 Cor 15, 17), proclama San Pablo. Cuando al fin comprendamos que estamos de paso en esta tierra, de camino a la eternidad, todos los males que podemos sufrir adquieren otra dimensión. “El que sabe que es un peregrino en este mundo, con independencia del lugar donde se halle corporalmente; el que sabe que tiene una patria eterna en el Cielo, el que tiene certeza de que allí se encuentra la región de la vida feliz, la cual aquí es lícito desear, pero no tenerla, y arde en este deseo tan bueno, santo y casto: ese vive aquí pacientemente”. 18

 

Permaneciendo constantes en la Fe ganaremos la verdadera vida; y sólo la perspectiva de la vida eterna nos dará fuerzas para perseverar en la hora de las pruebas. Esto no depende tanto de nuestro esfuerzo como de la gracia divina, la cual debemos pedir sin cesar.

 

IV – Proclamar la belleza triunfante de la Iglesia

 

Dos significativos episodios históricos, entre tantos otros, pueden ilustrar la enseñanza de la Liturgia de este domingo. El filósofo iluminista François-Marie Arouet, más conocido por el seudónimo de Voltaire, fue uno de los más festejados impíos de todos los tiempos. Su odio contra la Iglesia lo llevó a afirmar: “Estoy cansado de oír decir que bastaron doce hombres para implantar el Cristianismo en el mundo, y quiero probar que basta uno para destruirlo”. 19 Mas, el atrevido ateo murió y la ridícula amenaza cayó en el vacío. No menos arrogante con la Esposa de Cristo fue Napoleón Bonaparte. Luego de ser excomulgado por el Papa Pío VII, tuvo la petulancia de preguntar sarcásticamente al legado papal, Cardenal Caprara, si por causa de eso se caerían las armas de las manos de sus soldados. Por ende, según testigos oculares, entre los cuales el conde de Ségur, eso fue lo que ocurrió durante la campaña de Rusia: “Las armas de los soldados parecían tener un peso insoportable para sus brazos entumecidos; en sus frecuentes caídas se les escapaban de las manos, se rompían o se perdían en la nieve”. 20

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Los períodos de persecución nos invitan a depositar una fe

inquebrantable en Cristo y en su Iglesia.

Meses más tarde, Bonaparte se vio obligado a firmar el decreto de su propia destitución en el palacio de Fontainebleau, en el mismo lugar donde había mantenido cautivo al Vicario de Cristo, y partió al exilio, mientras que Pío VII, al que despectivamente había llamado “viejo”, reinaría todavía casi una década, sobreviviendo por dos años más al prisionero de la Isla de Santa Helena.

 

Así podríamos multiplicar los ejemplos para mostrar que “una característica de la Iglesia es vencer cuando se la ataca, ser mejor comprendida cuando se la contesta y ganar terreno cuando está abandonada”, según enseña San Hilario de Poitiers. 21 A lo cual agrega el Padre Monsabré: “Muchas veces en el curso de la Era Cristiana se pudo ver al Cuerpo Místico de Cristo a punto de perecer, y muchas veces se lo pudo ver recuperar la vida y avanzar a paso firme hacia los días de la eternidad”. 22

 

Los períodos de persecución nos invitan a depositar una fe inquebrantable en Cristo y en su Iglesia, pero también a amarlos particularmente. “En tiempo de grandes prevaricaciones hasta los buenos se hacen tibios”, afirma el Cardenal Gomá. No obstante, en medio de las deserciones y tibiezas, perseverarán los fuertes, esto es, los que guarden la Fe y las buenas costumbres cristianas.

 

Así quedarán a salvo: “Quien persevere hasta el fin, éste se salvará” (Mt 24, 13). “Siendo constantes lograréis la salvación”. 23

 

Al situarnos frente a un grandioso horizonte escatológico, el Evangelio de este domingo nos incita a proclamar la belleza triunfante de la Santa Iglesia, en la confianza plena de que quien permanezca filialmente en su seno obtendrá como premio al propio Dios.

 

 

1 “Osorio, que utilizó fuentes hoy perdidas, dice: ‘Nerón condenó a los cristianos a diversas maneras de muerte y no sólo los hizo perseguir en Roma, sino igualmente en todas las Provincias, y procuró borrar el nombre cristiano' […] Lactancio refiere: ‘que el odio de Nerón contra los cristianos fue la propia causa de la persecución'” (WEISS, Juan Bautista – Historia Universal. Barcelona: Tipografía La Educación, 1927, Vol. 3, pp. 708-709). 

2 SAN JERÓNIMO – Epístola CXLI: PL 33, 891. 

3 GOMÁ Y TOMÁS, Isidro – El Evangelio explicado. Barcelona: Casulleras, 1930, Vol. 

4, p. 109. 4 SAN BEDA, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO – Catena Aurea. 

5 GOMÁ Y TOMÁS, op. cit., p. 110. 

6 Esto se aprecia mejor en el Evangelio de San Mateo: “Dinos, ¿cuándo ocurrirán estas cosas, y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo?” (Mt 24, 3). 

7 SAN CIRILO, apud STO. TOMÁS DE AQUINO – Catena Aurea. 

8 GOMÁ Y TOMÁS, op. cit., p. 114. 

9 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO – Preparación para la muerte. Cons. XVII, punto I. 

10 SAN GREGORIO MAGNO, apund STO. TOMÁS DE AQUINO – Catena Aurea. 

11 GOMÁ Y TOMÁS, op. cit., p. 112. 

12 Catecismo de la Iglesia Católica , nº 2834. 

13 SAN GREGORIO MAGNO, apud STO. TOMÁS DE AQUINO – Catena Aurea. 

14 Idem, ibidem. 

15 GOMÁ Y TOMÁS, op. cit., p. 112. 

16 SAN BEDA, apud STO. TOMÁS DE AQUINO – Catena Aurea. 

17 SAN AGUSTÍN. Sermo 214, 12, apud ODEN, Thomas C. y JUST Jr., Arthur A. – La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia – Nuevo Testamento, San Lucas. Madrid: Ciudad Nueva, 2000, Vol. 3, p. 429. 

18 SAN AGUSTÍN, Sermo 359A. 2 

19 CONDORCET – Vie de Voltaire in Oeuvres completes de Voltaire. París: Th. Desoer, 1817, Vol. 1, p. 55. 

20 SÉGUR, Conde de, apud HENRION, Barón – Historia general de la Iglesia. 2ª ed. Madrid: Imprenta de Ancos, 1854, Vol. 8, p. 153. 

21 SAN HILARIO DE POITIERS, apud BERINGER, R. – Repertorio universal del predicador. La Iglesia y el Papado. Barcelona: Editorial Litúrgica Española, 1933, Vol. 18, p. 241. 

22 MONSABRÉ, OP, J. M-L. Retraites pascales. I – La tentation. I – Recherche de Jésus- Christ. París: Lethielleux, 1877-1888, p. 319. 

23 GOMÁ Y TOMÁS, op. cit., p. 113.

 

 

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