Fiesta de la Transfiguración del Señor – Ciclo B

Publicado el 08/06/2015

 

EVANGELIO

 

En aquel tiempo, 2 Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. 3 Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. 4 Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. 5 Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. 6 No sabía qué decir, pues estaban asustados. 7 Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: “Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo”. 8 De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. 9 Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. 10 Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos (Mc 9, 2-10).

 


 

Fiesta de la Transfiguración del Señor – Ciclo B – 6 de agosto – Anuncio de la realidad futura

 

 

La Transfiguración del Señor refuerza la esperanza en la resurrección y nos muestra lo que nos aguarda si somos fieles a la Palabra de Dios.

 


 

I – Vivimos en una ilusión

 

Si nos fijamos bien en determinados hechos, los más corrientes de la vida, podremos constatar lo mucho que nos engañamos al considerar como definitivas las realidades pasajeras. Por ejemplo, si vemos a un niño de corta edad no diremos: “¡Mira, qué gran general!”; ni tampoco: “¡Es un cirujano de primera clase!”. ¿Cómo afirmar eso si apenas ha empezado a vivir? Todavía no tenemos los elementos que nos indiquen el rumbo que seguirá. No obstante, si más tarde realiza alguna de esas carreras y alguien nos enseña una fotografía de cuando era niño, veremos lo diferente que era y cómo no se podía suponer que allí estuviese germinando un hombre con tal futuro. Son tantas las modificaciones físicas y psicológicas de la infancia a la edad adulta que casi se diría que la única constante es el cambio. Luego, cuando se alcanza la madurez, comienza otro tipo de transformación: el progreso hacia la ancianidad. El cuerpo pierde vitalidad, algunos órganos empiezan a fallar, la existencia se ve desde otra perspectiva… Las huellas del paso del tiempo se van registrando en el rostro y la herencia genética ya no es quien lo moldea, sino las vicisitudes, las luchas, los dramas. Sin embargo, cuando vemos nuestra actual fisonomía, alimentamos la ilusión de que siempre nos conservaremos en ese estado. ¡Y no es verdad! Si hoy nos enseñasen nuestro retrato del día señalado por Dios para morir, nos llevaríamos un buen susto al ver tan gran diferencia. Casi no nos reconoceríamos. Todo cambia, todo pasa…

 

En efecto, vivimos en una sub-figuración de lo que hemos sido llamados a ser, de nuestra verdadera imagen si fuéramos al Cielo. Comparado con ella, nuestro aspecto en este mundo es incomparablemente inferior. Sólo es superior al aspecto del que va al infierno. Cuando Dios nos mira, como está fuera del tiempo —Él es eterno—, no considera únicamente lo que somos en este momento, sino también cómo seremos después de la muerte. Si esto es así, en el trato entre nosotros no podemos prestar atención sólo en las apariencias presentes, sino que debemos tener en cuenta la figura del otro al resucitar a la vida eterna, la que está continuamente delante de la mirada divina.

 

Lo podemos entender mejor con el siguiente ejemplo. Si los padres de un recién nacido recibiesen de un Ángel el don de conocer cómo sería su hijo cuarenta años después, cuando fuese una persona ya realizada, y el Ángel hiciese que aquella visión permaneciese inmutable en sus memorias, podemos estar seguros de que cuando surgiesen las dificultades en la educación del niño serían mucho más capaces de soportarlas y tendrían con él toda clase de benevolencia. Ahora bien, ¡así es como nos ve Dios! No mira tanto los defectos, sino más bien el punto final para el cual nos creó. Por eso, en esta tierra de exilio debemos considerar a cada momento la figura ideal que estamos invitados a reproducir en nosotros, y esforzarnos por fijarla en el alma y hacerla lo más bella posible. Es un pensamiento que la Liturgia de la fiesta de la Transfiguración nos sugiere.

 

II – La bondad del Divino Maestro
con sus discípulos

 

Dios, por ser el Bien Absoluto —el bien es eminentemente difusivo1 — y por ser la Verdad, se complace en enseñar. Él, que podría vivir sin ninguna criatura por toda la eternidad, ya que es un ser necesario y se basta a sí mismo, quiso crear el universo en el que hay seres inteligentes: los Ángeles y los hombres. “Por un exceso de bondad —afirma San Juan Damasceno—, resolvió hacer nacer algo que participara y recibiera los favores de su bondad”.2

 

Los Ángeles poseen una constitución diferente a la nuestra: son puros espíritus. Conocen por intuición, lo ven todo a distancia, y han sido instruidos de la forma adecuada a su naturaleza.3 Los hombres, a su vez, al tener cuerpo y alma, conocen por constatación y por raciocinio. Por tal motivo, Dios les dio el Paraíso Terrenal a fin de facilitarles la elevación de su mente hacia el Creador. En ese lugar todo era símbolo, todo era maravilla, todo elevaba hacia Dios. Expulsado del Edén, a causa del pecado, ni siquiera por eso Dios abandonó al hombre, sino que continuó asistiéndole a lo largo de la Historia, pues Él, maestro insuperable, cuida de nosotros como padre afectuoso.

 

Este afecto se manifiesta en relación con los Apóstoles, en la Transfiguración. Jesús ya había revelado su futura Pasión, aunque no entendiesen lo que les quería decir (cf. Mc 8, 31-32). Después, llevó a San Pedro, Santiago y San Juan a lo alto del monte Tabor y allí se transfiguró milagrosamente, como vemos en este Evangelio.

 

Para el que había visto a Jesús realizar numerosos signos, dar la vista a los ciegos, hacer oír a los sordos y hablar a los mudos, e incluso resucitar a los muertos —uno de ellos Lázaro, fallecido cuatro días antes—, contemplarlo de repente completamente llagado de la cabeza a los pies, ensangrentado, desfigurado, llevando la Cruz a cuestas y después crucificado, suponía un trauma, un choque tremendo. El Señor sabía que pasarían por ese drama y quiso prepararlos escogiendo primero a algunos: Pedro, jefe de la Iglesia; Juan, el discípulo amado; Santiago, un Apóstol de fuego. Serían los mismos que lo verían angustiado y transpirando sangre en el Huerto de los Olivos (cf. Mc 14, 33-42). Y allí, en el Tabor, hizo un prodigio para mostrarles, aunque de modo imperfecto, cómo sería Él el día de la Resurrección, y no dudasen de su divinidad al verlo en lo alto de la Cruz, perdiendo toda su Sangre hasta morir, sino que tuviesen la certeza, dada por la fe y robustecida por esa comprobación, de que iba a resucitar y con ello sustentasen la fe de todos los que lo seguían.

 

Oración en el huerto

Dios ama el principio de la mediación

 

En aquel tiempo, 2a Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto,…

 

Un detalle que llama la atención: Jesús sólo llevó a tres a un lugar apartado. ¿Por qué habría actuado de esa manera? Podía haberse llevado al monte Tabor a los Doce, a los discípulos y a las Santas Mujeres, para que también fueran testigos de ese acontecimiento. Y después haberles explicado la razón de la Transfiguración, haciendo evidente e irrefutable su condición divina. Sin embargo, únicamente separó a esos tres. Con ello nos está revelando su amor al principio de la mediación. A menudo, Dios da algunas gracias sólo a unos pocos con la intención de que éstos transmitan después a los demás tal o cual experiencia sobrenatural. De ese modo la Providencia nos indica cómo es necesario, para no vacilar en nuestra propia fe, confiar en la de otro o fortalecerse con el ejemplo de quien posee una fe más robusta.

 

Un milagro didáctico

 

2b… y se transfiguró delante de ellos. 3 Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.

 

Desde el primer instante en que Jesús fue concebido en el seno virginal de María, su Alma estaba en la visión beatífica y tenía, por tanto, la máxima gloria que un hombre podía alcanzar. Ahora bien, según la doctrina unánime de la teología, cuando el alma ve a Dios cara a cara y retoma su cuerpo, le confiere el estado glorioso.4 Por ese motivo, Jesús debería tener, habitualmente, un cuerpo glorioso. Hizo un milagro negativo durante toda su vida, aboliendo el esplendor que le cabía tanto por estar su Alma en la posesión constante de la visión beatífica, como por no tener personalidad humana, sino únicamente divina. ¿Por qué? Porque quiso hacerse sufriente y pasar los treinta y tres años de su permanencia en esta tierra, hasta la Resurrección, con un Cuerpo padeciente, para cumplir la voluntad del Padre, al ofrecerse como víctima sin mancha por la salvación de la humanidad. Por eso, sólo en ciertas ocasiones y únicamente cuando era necesario, tuvo como milagroso lo que es propio a las dotes de un cuerpo glorioso. Una de esos momentos fue su nacimiento, ya que mostró en sí mismo un indicio de la sutileza ―o sea, el poder de traspasar la materia sin encontrar resistencia― y pasó del claustro materno a los brazos de María sin alterar la integridad de su Madre, ni tocar su carne purísima y santísima, ni siquiera su ropa.5

 

Bodas de caná

Entonces, ¿qué sucedió en el Tabor? El Salvador quiso aquí darnos una idea de nuestra felicidad, cuando entremos en el Cielo en cuerpo y alma. Transfiguración es un término creado por la Iglesia para expresar lo que ocurrió en aquel episodio y también lo que nos pasará cuando resucitemos. El cuerpo tendrá ciertos hábitos y cualidades como resultado de la gloria del alma y ésta, con el lumen gloriæ, verá a Dios tal cual es.

 

El Prefacio litúrgico de esta fiesta interpreta con la inigualable voz de la Iglesia dicho pensamiento: “Cristo, nuestro Señor, manifestó su gloria a unos testigos predilectos, y les dio a conocer en su Cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad. De esta forma, ante la proximidad de la Pasión, fortaleció la fe de los Apóstoles, para que sobrellevasen el escándalo de la Cruz, y alentó la esperanza de la Iglesia, al revelar en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo que le reconoce como Cabeza suya”.6 Al usar tan admirable precisión de lenguaje, esta oración explica cómo, de hecho, Cristo no asumió su cuerpo glorioso en esa ocasión, sino que únicamente hizo ver una de sus características, la claridad. Santo Tomás7 afirma que realizó el milagro de la Transfiguración y desveló su gloria continuando con un Cuerpo padeciente igual al nuestro. Cuando venga al final de los tiempos, esa gloria será mayor que la del monte Tabor, en donde solamente apareció una pálida imagen del esplendor futuro.

 

Un significado de la presencia de Moisés y Elías

 

4 Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.

 

Además de mostrarles un reflejo de la felicidad eterna, Dios también quiso que tuviesen una noción de un aspecto accidental de esa misma felicidad: la convivencia con los Bienaventurados. La presencia de Moisés y Elías representando la Ley y los profetas era, por un lado, la garantía de que allí estaba la plena realización de la Ley, la Ley en persona, el Profetizado, el Prometido de las naciones. Por otra parte, prenunciaba cómo sería, en el Cielo, la perpetua relación con todos los Ángeles y Santos, tan íntima, calurosa, llena de fuego y de entusiasmo, y sin el desgaste de la repetición de cosas ya conocidas. Al ser Dios infinito, siempre habrá nuevas facetas divinas que contemplar individualmente y comentar con todos para llenarnos de alegría y de amor, estableciéndose un magnífico coloquio eterno en el cual nunca existirá el inconveniente de los temas que envejecen y pierden el interés.

 

La transfiguración del Señor

Así es, porque en función de su propia luz primordial,8 cada alma tendrá una visión única y exclusiva de Dios, a partir de una perspectiva o ángulo que nadie más tiene. Para ejemplificar, imaginemos un grupo de personas que están en una sala conversando; cada una ve ese sitio de una forma distinta, dependiendo de la posición en la que se encuentra. Unas tendrán delante la puerta, otras una ventana, todo forma parte de la misma habitación, pero nadie consigue ver todo al mismo tiempo. Es lo que pasa en relación con Dios.

 

San Pedro quiere retener para siempre esa imagen

 

5 Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. 6 No sabía qué decir, pues estaban asustados.

 

San Pedro no sabía qué decir y pensaba que admirando esa maravilla deslumbrante había llegado al término final de la vida y se habían resuelto todos los problemas de la existencia terrena. Deseaba quedarse allí, como diciendo: “Es bueno que permanezcamos aquí en este monte, en esta convivencia deliciosa, para ser fieles a la práctica de la virtud, fieles a los Mandamientos divinos, fieles a ti, Señor”. Es exactamente lo que sentiremos en el Cielo cuando veamos a Dios cara a cara.

 

En efecto, creado para Dios —la Verdad Absoluta—, el hombre tiene una sed inagotable de verdad que sólo en Él se sacia. Lo inexplicable, la contradicción, los grandes misterios de la naturaleza y del mundo sobrenatural son para él causa de inquietud. Pero en la tierra nunca se llegará a conocerlo todo, a descifrarse todas las incógnitas y a encontrar explicación para las cuestiones más oscuras. Sólo en la eternidad, al contemplar al mismo Creador, la inteligencia humana encontrará descanso, por haber alcanzado la Verdad y por haberse hecho claridad lo que antes era sombra.

 

Así, San Pedro “no sabía qué decir”, pero sabía que necesitaba conservar esa imagen, porque le daría los elementos para enfrentar todas las adversidades venideras, incluso su propio martirio.

 

Nunca podemos olvidar la lucha y el dolor, incluso en el auge de la consolación o de la gloria

 

7 Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: “Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo”.

 

A las muchas interpretaciones sobre esta manifestación del Padre, podemos añadir un aspecto, a veces olvidado: en este valle de lágrimas el dolor está siempre presente. En medio del fulgor de la Transfiguración era necesario estar atento a las palabras del Hijo de Dios, es decir, salir de allí y volver a escuchar lo que Él aún tenía que decir, el anuncio de la Pasión, y después las luchas, las persecuciones que la Iglesia tendría que vencer. La vida de todos los días no está en el Tabor, sino en la llanura, expulsando demonios, discutiendo con fariseos, en un constante esfuerzo por extender el Reino de Dios, como afirma San Agustín en uno de sus sermones: “Desciende, Pedro. Querías descansar en la montaña, pero desciende, predica la palabra, insta oportuna e importunamente, arguye, exhor­ta, increpa con toda longanimidad y doctrina. Trabaja, suda, sufre algunos tormentos para poseer en la caridad, por el candor y la belleza de las buenas obras, lo simbolizado en las blancas vestiduras del Señor”.9 Éste debía ser el compromiso de los Apóstoles.

 

El panorama futuro es la Resurrección, como les fue desvelado en el Tabor. No obstante, debían estar dispuestos, para llegar hasta allí, a pasar por el pretorio de Pilato, por el Calvario y por todas las humillaciones.

 

Elegir entre dos polos

 

8 De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. 9 Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. 10 Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.

 

Estos versículos no dejan duda de que Jesús, además de revelar su Muerte —lo que hizo varias veces antes de la Pasión—, anuncia la Resurrección y su consiguiente glorificación, que también sería la nuestra. Aún así, los Apóstoles no entendían el significado de “resucitar de entre los muertos”, pues sus pensamientos estaban muy distantes del verdadero ideal del Reino mesiánico anunciado por el Maestro. ¿Cómo podía ser que el Mesías iba a morir? ¿Su Reino no iba a ser eterno? Y por ese motivo se preguntaban sobre el sentido de las palabras de Jesús. Sólo después, ante la realidad de los hechos, empezaron a entender lo que les quería decir, hasta que el Espíritu Consolador fue derramado sobre ellos y les abrió los ojos y la mente.

 

Jesús con la cruz a cuestas

En este pasaje del Evangelio, escogido para la fiesta de hoy, se omite lo ocurrido después de bajar del monte Tabor. “Cuando volvieron a donde estaban los demás discípulos, vieron mucha gente alrededor y a unos escribas discutiendo con ellos” (Mc 9, 14). El primer acontecimiento es la Transfiguración, que tuvo lugar en la montaña, porque es en lo alto de los montes donde suceden los lances grandiosos, como la entrega de las Tablas de la Ley a Moisés. El episodio que sigue, lleno de confusión, se lleva a cabo en la falda del monte: un padre tenía un hijo poseso y le pidió ayuda a Jesús, porque los discípulos no conseguían exorcizarlo (cf. Mc 9, 17-18). Tras haber puesto a prueba la fe del padre del niño, Jesús expulsó al demonio, que salió “gritando y sacudiéndolo violentamente” (Mc 9, 26), quedando como muerto. Entonces, el Señor lo cogió por la mano y, ya libre de toda acción demoníaca, lo levantó.

 

Dios permitió que esto se sucediese a la Transfiguración porque quería mostrarles a los tres Apóstoles y, más tarde, a los discípulos, el contraste de lo que seremos cuando resucitemos, si hemos sido buenos o si hemos sido malos. Son los dos polos de lo que nos puede ocurrir el día del Juicio Final. Aquellos que perseveren junto a Jesús en lo alto de la montaña resurgirán transfigurados y los que están con satanás en la falda de la montaña resurgirán desfigurados, porque el demonio los domina. He aquí los únicos destinos posibles: el Cielo para el que practique la virtud, el infierno para el que muere en pecado.

 

III – Aceptemos la invitación

 

En esta Liturgia se nos deja claro que el objetivo del divino Maestro en la Transfiguración era hacer que sus tres elegidos conservasen el recuerdo de aquella imponente escena, sobre todo de las gracias místicas recibidas, como un flash de la gloria, proveniente de su divinidad y de su Alma, reflejada en su Cuerpo, para que les fuera más fácil atravesar el gran drama de la Pasión que estaba por llegar. ¿Y qué efecto tiene la Transfiguración sobre nosotros? Ya creemos en la Resurrección del Señor, la Pasión no nos perturba —al contrario, es un consuelo en nuestros sufrimientos— y la Iglesia nos proporciona la doctrina exacta sobre el Reino de Dios. ¿Qué puede acrecentar a nuestra fe?

 

También nosotros nos transfiguramos

 

Nacidos en estado de maldición, separados de Dios por el pecado original, incapaces de entrar en el Cielo, también nosotros tenemos con el Bautismo una primera transfiguración: adquirimos una figura que no teníamos,10 porque el demonio es expulsado, la mancha original borrada, un sello es grabado en nuestro corazón —el carácter de cristiano— y a partir de ahí comenzamos a configurarnos con Jesucristo. Para alcanzar por completo su altura y su fuerza recibimos los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía.11 Hay otros elementos que cooperan para nuestra sucesiva configuración: la cruz va modelando el alma, la oración obtiene gracias para su perfeccionamiento, y la vocación específica de cada uno es el camino especial trazado por la Providencia para que nos parezcamos aún más a Jesús. Así pues, la vida se vuelve un continuo transfigurarse, hasta identificarnos plenamente con Él, meta de todo cristiano.

 

Un auxilio para la transfiguración completa

 

Y de la misma forma que Jesús favoreció a los tres Apóstoles con la experiencia de la Transfiguración, también en nuestra vida espiritual son frecuentes las consolaciones sobrenaturales y las diversas gracias místicas y sensibles que nos fortalecen, cualquiera que sea el camino que escojamos en dirección hacia la santidad. Tales gracias nos hacen experimentar en el fondo del alma algo de la realidad futura, dándonos añoranzas del Cielo, a pesar de no conocerlo. Añorar lo que ya hemos visto es normal, pero ¿es posible añorar lo que aún no conocemos, aunque sabemos que existe? Éste es el punto esencial de nuestra transfiguración: ¡saber que existe!

 

Si conservamos bien el recuerdo de las gracias y consolaciones que nos visitaron a manera de un fulgurante flash, así como la fidelidad a la visualización que nos ofrecen, podemos confiar en que el premio será incomparablemente superior. Cuando Dios en su misericordia, por mérito de la Preciosísima Sangre de Jesucristo, de las lágrimas de la Virgen María y de la intercesión de los Ángeles y santos, nos haya perdonado todas nuestras faltas y admitido en la visión beatífica, nuestros cuerpos resucitarán semejantes al del Señor en la Transfiguración. La perspectiva del día del Juicio Final, en que el Hijo de Dios bajará a la tierra en su gloria, nos debe llenar de alegría, de esperanza, de amor a Dios y darnos ánimo y valor en el trascurso de los dramas de nuestra existencia, conforme nos lo recuerda la Antífona de la Comunión, por la pluma del discípulo amado: “Cuando Cristo se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es” (I Jn 3, 2).

 

La Oración del Día subraya estas verdades cuando dice: “Oh Dios, que en la gloriosa Transfiguración de tu Unigénito confirmaste los misterios de la Fe con el testimonio de los profetas, y prefiguraste maravillosamente nuestra perfecta adopción como hijos tuyos, concédenos, te rogamos, que, escuchando siempre la palabra de tu Hijo, el Predilecto, seamos un día coherederos de su gloria”.12 En la Transfiguración se confirman los misterios de la Fe, pues hemos visto el fin que nos espera al pasar a ser hijos de Dios por las regeneradoras aguas bautismales. Si oímos esa voz seremos invitados a participar de su gloria, de la visión beatífica, de la contemplación de su Alma y a convivir con Él en el Cielo.

 

Entonces, aunque la multitud de los Bienaventurados pueda ser incontable, todos estaremos cerca del Señor en una intimidad inimaginable para nuestra inteligencia en nuestras actuales condiciones. Ahora, cuando queremos saludar efusivamente a alguien que nos encontramos después de una larga ausencia, que estimamos de forma especial, como nuestra madre, padre o hermanos, abrimos los brazos y nos fundimos en un gran abrazo, como señal de aprecio por el otro. Pero, tras unos instantes, ese abrazo se termina y para. Cuando entremos en el Cielo, ¿podremos abrazar a Jesús? Sin duda, será un abrazo eterno, sin desgastarse nunca ni disminuir, porque siempre habrá elementos nuevos para sustentar el amor al Sumo Bien.

 

La fiesta de hoy pronostica todo eso y, al mismo tiempo, nos invita a que nos detengamos un momento a considerar nuestro destino final, haciéndonos crecer en la esperanza.

 

Esperanza: estímulo para perseverar en la virtud

 

Esperanza, virtud fundamental, porque la tentación contra ella busca destruir todo el edificio de nuestro organismo sobrenatural, pues es un estímulo vigoroso para la práctica de las demás virtudes. Por eso, cuando el demonio logra que alguien pierda la esperanza, alcanza a todas las virtudes, robándole el ánimo para perseverar en el bien, y asume el gobierno de esa alma.

 

Por lo tanto, el hacernos una idea del premio último, del gozo derivado de la resurrección, nos da aliento para enfrentar las dificultades de la vida, ya sean de carácter económico o laboral, ya sean de relaciones o de comprensión, o de cualquier otra clase, las cuales proceden muchas veces de la ilusión de encontrar el bien supremo en las criaturas y no en el Absoluto. Recorramos con confianza el camino que aún nos separa de la bienaventuranza celestial, a fin de que veamos satisfechos nuestros deseos de felicidad en la plenitud del Bien que sólo existe en Dios. ²

 

 


 

1) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma contra los gentiles. L.III, c.24, n.6.
2) SAN JUAN DAMASCENO. Exposición de la fe. L.II, n.2 (16). Madrid: Ciudad Nueva, 2003, p.80.
3) Cf. DIONISIO AREOPAGITA. Los Nombres de Dios. C.VII, n.2 [868 B]. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1990, p.336-337.
4) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q.14, a.1, ad 2.
5) Cf. Idem, q.45, a.1, ad 3; a.2.
6) TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR. Plegaria eucarística: Prefacio. In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la Conferencia Episcopal Española y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 17.ed. San Adrián del Besós (Barcelona): Coeditores Litúrgicos, 2001, p.689.
7) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q.45, a.1; a.2.
8) Luz primordial es una expresión acuñada por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira para designar el aspecto de Dios que cada alma debe reflejar y contemplar, en función del cual se debe ordenar toda su existencia, su vocación personal. Cada alma tiene una luz primordial única, diferente de todas las demás.
9) SAN AGUSTÍN. Sermo LXXVIII/A, n.6. In: Obras. Madrid: BAC, 1983, v.X, p.434.
10) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q.69, a.5.
11) Cf. Idem, q.65, a.1; q.72, a.1; q.73, a.1.
12) TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR. Oración del Día. In: MISAL ROMANO, op. cit., p.688.

 

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