Comentario al Evangelio – XXVII Domingo del Tiempo Ordinario La grave responsabilidad de los que cuidan la viña del Señor
Al igual que antiguamente con el pueblo elegido, Dios nos trata como a una viña escogida para que alcancemos más fácilmente la bienaventuranza eterna. ¿Qué frutos le daremos a su Dueño?
I – La viña, símbolo de realidades sobrenaturales
En nuestros días, al vivir en una civilización excesivamente industrializada, no todos estamos familiarizados con las técnicas de producción de vinos, y es posible que para muchos la figura de la viña no tenga mayor significado. Hoy compramos esa bebida alcohólica ya embotellada, quizá desconociendo varios detalles del largo proceso iniciado con la uva. Es una labor que exige esfuerzo, dedicación y conocimiento de los secretos del cultivo de cada tipo de vid, de la mejor manera de cuidarla y de la época apropiada para la vendimia, según la calidad del vino que se desee conseguir. Hay que poner las uvas en un lagar, prensarlas —el método tradicional es pisándolas—, dejar que el mosto obtenido descanse hasta su fermentación y decantarlo para que sea depositado luego en grandes tinajas o, eventualmente, en barriles durante varios años, y finalmente sea envasado. Es un arte que sólo se adquiere después de una prolongada experiencia, acumulada en el transcurso de generaciones en donde la tradición familiar va perfeccionando las técnicas: se trata del oficio de los vinicultores. Por eso acaban teniendo un enorme aprecio por sus viñedos.
Ahora bien, Dios ideó y creó la uva, e incentivó en el hombre su cultivo, para que representase la realidad —¡cuán más elevada!— de su relación con el pueblo elegido, como veremos en las lecturas del vigesimoséptimo domingo del Tiempo Ordinario.
Israel, viña escogida del Señor
El cultivo de la vid se había extendido ampliamente en la Tierra Prometida y en otras regiones del mundo antiguo, desde épocas remotas. No había huerto o patio trasero, por muy pequeño que fuera, que no tuviera sitio para una cepa o para una parra; y aunque sus racimos produjesen sólo un cántaro de vino era suficiente para que se convirtiera en la alegría de la familia, principalmente por haber sido elaborado por sus propios miembros. Sin embargo, para poseer una viña considerable era necesario contar con buena tierra, vigilarla y defenderla de los ladrones y animales. Con este objetivo se solía construir un puesto de guardia, además de rodearla con una cerca —como aún hoy día se sigue haciendo en varios lugares— hecha con piedras sueltas sacadas del terreno, de forma que constituyesen una pequeña muralla.
“La viña del Señor del universo es la casa de Israel” (Is 5, 7a), como reza la antífona del Salmo responsorial, que continúa con elocuencia: “Sacaste una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles, y la trasplantaste; extendió sus sarmientos hasta el mar, y sus brotes hasta el Gran Río” (Sal 79, 9.12). De hecho fue lo que ocurrió, porque Él sacó a los israelitas de la esclavitud y expulsó a los pueblos que habitaban Canaán para instalar ahí su viña, entregándoles aquella tierra desde el mar Mediterráneo hasta sus más lejanos confines. Israel, escogido de entre todas las naciones para ser el pueblo predilecto, colmado de privilegios y de dones, sería llamado más tarde a convertir a los demás. Dios selló una alianza con él y le prometió protegerlo, si cumpliese la ley, practicase el culto y no se entregase a la idolatría. En fin, como recuerda la primera Lectura (Is 5, 1-7), extraída del Libro de la Profecía de Isaías, era una viña especialmente elegida y cuidada por el Señor.
Por sus frutos ruines, Dios abandona la viña
No obstante, se lamenta por boca del profeta que la cepa no haya dado los frutos deseados: “Esperaba que diese uvas, pero dio agrazones” (Is 5, 2). Estas uvas silvestres no sirven para elaborar vino, ni siquiera como alimento, pues son ácidas. Si las comemos nos dejan el cielo de la boca áspero, los dientes insensibles y la lengua con un amargor y un ardor que nos hacen perder el paladar. Isaías compone ese poema en medio de las fiestas del comienzo del otoño, período de la vendimia, en el exacto marco histórico en que Asiria amenazaba con invadir Israel, que en poco tiempo sería deportado hacia otras regiones. Es entonces cuando Dios exige de los hebreos todos los beneficios de los que habían sido objeto, diciendo: “¿Qué más podía hacer yo por mi viña que no hubiera hecho? […] La viña del Señor del universo es la casa de Israel y los hombres de Judá su plantel preferido. Esperaba de ellos derecho, y ahí tenéis: sangre derramada; esperaba justicia, y ahí tenéis: lamentos” (Is 5, 4.7).
Cuando tenemos a un ser querido sobre el cual derramamos torrentes de benevolencia, aunque lo hagamos por desinterés, sin buscar una reciprocidad, el instinto de sociabilidad está en cierto sentido pidiendo una devolución. Y, en consecuencia, no hay nada más duro que ser retribuidos con el mal. Es una de las pruebas más terribles y dolorosas que existen.
Dios amó a sus elegidos de una manera extraordinaria y quería ver florecer la santidad en ellos, en cambio sólo le dieron los amargos frutos del pecado. Y así como los granos de sal se disuelven a medida que se van añadiendo a un recipiente con agua hasta que se alcanza el punto exacto de saturación en que se cristaliza en el fondo, o como un padre tiene paciencia con un hijo suyo descarriado hasta que éste sobrepasa los límites y provoca su ira, también Dios decide, en determinado momento, castigar al pueblo rebelde.
A esta punición alude el Salmo responsorial: “¿Por qué has derribado su cerca para que la saqueen los viandantes, la pisoteen los jabalíes y se la coman las alimañas?” (Sal 79, 13-14). Era lo que ocurría con los hebreos a lo largo de los siglos: cuando la ingratitud alcanzaba un auge, Dios dejaba que la cerca se cayera y los animales invadían y arrasaban la viña, es decir, Israel era dominado por los pueblos paganos que lo rodeaban, y un sinnúmero de desgracias le eran infligidas para que sintiese que con sus propias fuerzas no era nada, que sólo prosperaba gracias a un don divino. Y concluye el salmista, pidiendo auxilio: “Dios del universo, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña. Cuida la cepa que tu diestra plantó y al hijo del hombre que tú has fortalecido. No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre. Señor, Dios del universo, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79, 15-16.19-20).
Ambos textos del Antiguo Testamento son un complemento al Evangelio, que es mucho más profundo y rico en significado.
II – La viña, su Dueño y los viñadores homicidas
El pasaje presentado en este vigesimoséptimo domingo del Tiempo Ordinario forma parte de la predicación de Jesús en los últimos días de su vida mortal, el martes de la Semana Santa. Tras la entrada triunfal en Jerusalén, el Domingo de Ramos, la lucha contra los que tramaban el deicidio se volvió más exasperada, empezando por la expulsión de los mercaderes del templo y continuando con una serie de enfrentamientos públicos, en los que resplandecía la divinidad de Cristo. San Mateo se distingue de los otros evangelistas por la precisión con la que registra toda la contienda, que en el capítulo 23 llegará al auge.
El divino Maestro habla a los dirigentes de Israel
En aquel tiempo, Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: 33a “Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una torre,…”
En esta parábola el Señor se dirige a las altas autoridades de Israel: los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, la crema de la sociedad de aquella época y responsables de guiarla. Todos eran hombres letrados, profundos conocedores de las Escrituras y, sin duda, cuando el Maestro comenzó la narración, tenían presente la profecía y el salmo que contemplamos hoy, y otros muchos textos sagrados, en los que se compara a Israel con una viña (cf. Jr 2, 21; Ez 15, 1-6; 19, 10-14; Os 10, 1; Ct 2, 15; etc.).
Según la descripción que Jesús hace —en armonía con los referidos pasajes del Antiguo Testamento—, podemos imaginar al protagonista de esta parábola como una persona con gran capacidad de trabajo y con muchas posesiones, que aplicó extremos cuidados para cultivar su viña con la mayor perfección. La puso “en un fértil collado” (Is 5, 1) iluminado por el sol, donde da el aire y el agua corre dejando la tierra drenada, lo que favorecía la producción de la uva. Esto significa que Dios dotó al pueblo elegido con una naturaleza privilegiada y unas condiciones propicias para recibir lo que hay de más valioso: la vida sobrenatural. Limpió convenientemente el terreno y lo cercó (cf. Is 5, 2a), o sea, removió del alma de los israelitas ciertas miserias que perjudicaban el desarrollo de la gracia y los protegió para impedir que otros les hicieran cualquier daño. Plantó además “buenas cepas” (Is 5, 2b), quiso colmarlos de dones extraordinarios, teniendo en vista que en el seno de esa nación estaba siendo preparada la ascendencia de Aquel que sería su Hijo unigénito encarnado y de su Madre, María Santísima. Como dice San Juan Crisóstomo, “nada omitió Él de cuanto atañía a la solicitud por ellos”.1
Los arrendatarios de la viña: un nuevo y principal aspecto de la parábola 33b “… la arrendó a unos labradores y se marchó lejos”.
En aquel tiempo, en Palestina, no era raro el alquiler de terrenos de plantío. Los arrendatarios se repartían el lucro con el dueño, pagándole lo que le correspondía conforme lo pactado. No olvidemos que el esfuerzo para preparar la viña había sido del segundo, que había comprado el terreno y montado toda la infraestructura necesaria para sacar provecho de ella.
El presente versículo nos ofrece la peculiaridad de esta parábola, teniendo en cuenta los otros textos del Antiguo Testamento que tratan sobre la viña, porque no se centra en la relación de ésta con su propietario, sino entre él y los agricultores contratados. La viña es Israel y el dueño es Dios. Él encarga a algunos que la cultiven y se va de viaje, “para dejar a los viñadores trabajar a su libre albedrío”.2 Ésta es la realidad pungente y clara: Dios no parece habitar junto a sus elegidos ni convive con ellos de forma visible, sino que pone al frente a hombres notables llamados a gobernarlos, autoridades religiosas incumbidas de guiarlos en el camino de la salvación. “Así como el colono, aun cuando cumpla con su deber no agradará a su amo si no le entrega las rentas de la viña, así el sacerdote no agrada tanto al Señor por su santidad, como enseñando al pueblo de Dios la práctica de la virtud”.3 De este modo, por el contexto de la parábola, el divino Maestro ponía de manifiesto la clase a la que iba destinada.
Un resumen de la histórica infidelidad de los dirigentes del pueblo
34 “Llegado el tiempo de los frutos, envió sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían. 35 Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon. 36 Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo”
Los criados enviados por el dueño de la viña para percibir los frutos simbolizan a los profetas enviados por Dios a lo largo de toda la historia de Israel para cobrar los lucros de los que deberían regir la nación, de acuerdo con sus determinaciones. No obstante, esos emisarios fueron perseguidos y asesinados ―como lo denunció el mismo Jesús (cf. Mt 23, 30-31.37; Lc 11, 47-51)―, porque su predicación contrariaba las malas inclinaciones reinantes y, sobre todo, los intereses de los dirigentes de la sociedad. Su presencia se transformaba en un estorbo que era necesario eliminar. San Jerónimo resume esta reprobable actitud: “los golpearon como a Jeremías (Jr 37, 15) o lo mataron como a Isaías (Hb 11, 37) o los lapidaron como a Nabután (3 R 21, 15) y a Zacarías, a quien mataron entre el templo y el altar (2 Cro 24, 21)”.4 Así es la furia del pecador contra los que vienen a recordarle que la propiedad del pueblo elegido pertenece a Dios; furia contra los que representan la ley y el derecho; furia contra los que exigen el cumplimiento de la voluntad del Señor. “¿Por qué ese terreno no es nuestro?”, se quejan. En el fondo es una inconformidad con la autoridad de Dios.
Jesús profetiza el deicidio
37 “Por último, les mandó a su hijo diciéndose: ‘Tendrán respeto a mi hijo’. 38 Pero los labradores, al ver al hijo se dijeron: ‘Éste es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia’. 39 Y agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron”.
Finalmente, en un extremo de amor, Dios ya no manda a un profeta sino a su Hijo querido para invitar a los israelitas a ser fieles a la alianza. Sin embargo, ellos lo matan. La parábola en este pasaje no podía ser más explícita: cercano como se hallaba de su Pasión, no fue por casualidad que el divino Maestro quisiera dejar bien clara la verdad y hacer una profecía sobre sí mismo. Era la ocasión para manifestar que el Señor había dado a su pueblo toda clase de dones, regalías y protección, y amparado de numerosas maneras. No obstante, en determinado momento, al ver que no cuidaba la viña y se aprovechaba de todos los beneficios para su interés propio, e incluso contra Él, confía a su Hijo la misión de convertirlo. Con todo, el delirio de tomar posesión de la herencia del dueño, la codicia de los bienes ajenos, el deseo de apropiación y el odio a la superioridad llevan a los viñadores ―los jefes de la nación― a atentar contra la vida de Jesucristo.
40 “‘Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?”. 41 Le contestan: “Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo”.
Los presentes, acostumbrados al hábito oriental de considerar la interpretación de las parábolas como una señal de inteligencia y cultura, estaban preocupados en descifrar con acierto las palabras del divino Maestro, que vislumbraban se referían a ellos. Por eso, sin pensarlo mucho, dieron una rápida solución. No comprendieron que “les pregunta el Señor no porque ignore qué van a responder, sino para que se condenen con su propia respuesta”.5 El veredicto de los sumos sacerdotes y de los ancianos del pueblo era en verdad una acusación, como lo dejan claro las posteriores palabras del Señor. Comenta San Juan Crisóstomo que “ellos pronunciaron sentencia contra sí mismos. […] Y justamente, si [Jesús] les propuso una parábola, fue porque quería que ellos mismos pronunciaran su sentencia. Lo mismo que sucedió con David, cuando él mismo sentenció en la parábola del profeta Natán”.6
El Padre exaltará al Hijo asesinado
42 Y Jesús les dice: “¿No habéis leído nunca en la Escritura: ‘La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente?’ 43 Por eso os digo que se os quitará a vosotros el Reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos”.
En la construcción de las casas de aquel tiempo se ponían unas piedras en los ángulos para fijar y sostener a las otras, confiriéndole firmeza al edificio. Con ese fin eran usadas las de mayores dimensiones, pues tenían la función de sustentar la construcción, y, por sus características peculiares, a veces no eran adecuadas en anteriores etapas de la obra. Esto ocurría, sobre todo, en el caso de las piedras que remataban las cúpulas. Al usar esta figura como símbolo de sí mismo, el Redentor muestra que al Hijo, a quien habían rechazado y matarían, Dios lo pone en lo más alto. Y, aplicando la parábola directamente a sus interlocutores, les advierte de que por no haber dado los frutos que deberían, serán despreciados, dejados de lado y privados de sus privilegios, que serán transferidos a otros pueblos.
La parábola es lindísima y tan clara —a diferencia de otras, a primera vista misteriosas para el público— que ni siquiera los Apóstoles o aquellos a quienes iba dirigida le pidieron a Jesús que la explicara. Dichos destinatarios, además, temían que Él manifestase de una manera aún más categórica la grave acusación que pesaba sobre ellos.
Dios castiga a los individuos y a los pueblos
La conclusión de Jesús deja claro que el Señor no sólo castiga en el plano individual a los que abrazan el camino de la perdición, dándole la espalda, sino que también llamará a juicio a las naciones. Así, pues, la parábola contiene una lección para nuestro tiempo, ya que es evidente que Él puede punir a la humanidad. Hoy comprobamos que el relativismo, el materialismo, el egoísmo, la falta de virtud y de amor a Dios se han apoderado del mundo, el cual está invadido por un espíritu opuesto al del Señor y se ha vuelto como la viña escogida que no dio las uvas deseadas. Es posible que esa vid reciba la recompensa descrita en la primera Lectura y en el Evangelio.
Por tal motivo conviene escuchar, en la segunda Lectura (Flp 4, 6-9), la exhortación de San Pablo a los filipenses: “Finalmente, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta” (4, 8). La pureza de alma es lo que le falta a este mundo, donde se cometen escandalosos pecados contra la castidad, se adoptan modas cada vez más impúdicas, se presencia la disolución de la familia y la desaparición de la virginidad. Todo esto va atrayendo la indignación de Dios y, si no hay un brote de conversión que sustente el brazo de la cólera divina, ignoramos lo que puede sobrevenir sobre nuestra generación. Puesto que Él no tolera el pecado, ¿cuándo intervendrá? No lo sabemos, pero debemos compenetrarnos personalmente de la importancia de practicar la virtud, sea en el ambiente familiar o en la vida consagrada, con espíritu de oración, fe y piedad, pidiendo que el Señor se compadezca de nosotros y nos conceda gracias especialísimas para que haya un cambio en el rumbo de los acontecimientos. Sólo así “la paz de Dios” (Flp 4, 7) estará con nosotros, y no su ira.
III – nosotros también somos la viña del Señor
Los comentarios sobre este Evangelio quedarían incompletos si limitáramos su aplicación a los que planearon la muerte de Cristo, o incluso a la humanidad en su conjunto. Es necesario que encontremos una lección para cada uno de nosotros en la parábola de los viñadores homicidas, porque las palabras de Jesús resuenan para los hombres de todas las épocas históricas. En efecto, la viña de la que habla la liturgia puede ser considerada el alma de cualquier católico, a quien Dios ama con predilección hasta el punto de preguntarle: “¿Qué más podría haber hecho por mi viña y no hice?”.
Los dotes que hemos recibido, desde el ser, la inteligencia, la voluntad, la sensibilidad, la vocación específica, todo nos ha sido entregado por el Señor de la viña. De entre esos favores, ninguno es digno de mayor aprecio que la vida divina, como enseña San Rábano Mauro: “En sentido moral, a cada uno se le entrega su viña para que la cultive cuando se le administra el sacramento del Bautismo, para que trabaje por medio de él. Es enviado un siervo, otro, y un tercero; cuando la ley, el salmo y la profecía dicen, en virtud de cuyas enseñanzas debe obrarse bien. Pero el enviado es muerto y arrojado fuera, se desprecia su predicación o lo que es peor, se blasfema de él. Mata al heredero en cuanto a sí, todo aquel que ultraje al Hijo de Dios y ofenda al Espíritu de su gracia. Una vez perdido el mal cultivador, la viña fue entregada a otro, como sucede con el don de la gracia, que el soberbio menosprecia, y el humilde recoge”.7
Dios vela siempre por nosotros y, a lo largo de los años, nos trata con mucho más cariño, vigilancia y amor que cualquier viñador con respecto a su plantación. Va preparando las circunstancias, preocupándose, colocando protecciones para que los obstáculos no nos hagan caer. A cambio, ¿qué espera de nosotros? Que seamos una vid que dé el fruto excelente de las obras de perfección, del que salga después el buen vino de la santidad. Por eso vendrá a cobrarnos los frutos. Nos toca trabajar para producirlos, conscientes de que todo cuanto poseemos tiene su origen en Él. Incluso la fuerza para practicar la virtud nos es infundida por Dios, como un don que nos permite adquirir méritos con vistas a nuestra salvación eterna.
Un oportuno examen de conciencia
¿Cómo cuido, entonces, de esta viña que soy yo? ¿Velo por ella con todo esmero y le restituyo a Dios lo que le pertenece? ¿Estoy constantemente con la atención puesta en las realidades sobrenaturales, con deseo de beneficiar al prójimo, compenetrado de que he sido llamado a dar gloria a Dios y a reparar al Sapiencial e Inmaculado Corazón de María de los innumerables pecados que hoy se cometen? ¿Estoy atento a la llegada de los criados del Dueño de la viña? Una palabra dicha desde el púlpito, un consejo de alguien que busca mi santificación, una amonestación de la conciencia… Aún más, los ruegos de la Santísima Virgen y el amparo de mi ángel de la guarda. ¿Qué hago con esos criados? ¿Los apedreo, los golpeo y los mato, sofocando su voz? Porque si no quiero de ningún modo entregarle a Dios lo que es suyo y me sirvo de sus dones para mi disfrute personal o, peor, para ofenderlo, en el fondo, es estoy golpeando, apedreando, matando los criados, e incluso al Hijo del divino Dueño. Es indispensable que tome precauciones, porque el Reino de los Cielos que recibí el día de mi Bautismo me podrá ser retirado y dado a otros.
¡Cuánto material para un examen de conciencia! ¿Cómo me encuentro ahora? Ante estas palabras, ¿cuál es mi reacción? ¿Me estoy esquivando, desvío la atención o me pongo delante de la obligación de rendir cuentas por la viña que soy? Si la conciencia me acusa, debo recordar lo que enseña San Pablo, en la segunda Lectura: “Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Flp 4, 6-7). Gracias a la maternal intercesión de María Santísima todo tiene solución, siempre y cuando reconozca que he procedido mal y que necesito cambiar de vida. Pidámosle entonces a la Virgen misericordia y fuerzas para enmendarnos y adherir con entusiasmo a la voluntad del Dueño de la viña.
1 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía LXVIII, n.º 1. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (46-90). 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, v. II, p. 387.
2 SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L. III (16, 13-22, 40), c. 21, n.º 51. In: Obras Completas. Comentario a Mateo y otros escritos. Madrid: BAC, 2002, v. II, p. 299. 3 AUTOR DESCONOCIDO. Opus imperfectum in Matthæum. Homilía XL, c. 21: MG 56, 854. 4 SAN JERÓNIMO, op. cit., p. 299. 5 Ídem, p. 301. 6 SAN JUAN CRISÓSTOMO, op. cit., n.º 2, pp. 390-391. 7 SAN RÁBANO MAURO. Commentariorum in Matthæum. L. VI, c. 21: ML 107, 1053.
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