El 22 de febrero la Iglesia conmemora la fiesta de la Cátedra del Apóstol Pedro, roca sobre la cual dejó Nuestro Señor Jesucristo cimentada su Iglesia, y sede infalible de la verdad.
Imagen de San Pedro en la cátedra pontificia, venerada en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, en São Paulo, Brasil
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Una curiosa experiencia nos facilita comprender cuán deficiente es el hombre en la objetividad al observar y narrar lo que ve y oye. Dispóngase un buen número de personas, y hágase circular entre ellas, desde la primera hasta la última, cualquier mensaje oral, cada una debiendo oírlo de la anterior y transmitirlo a la siguiente. En esas transmisiones verbales sucesivas, a veces sucede tal distorsión que el mensaje llega al final con un significado totalmente diverso — cuando no contrario… — del inicial. Faltas como esa son consecuencias del pecado original. Por causa de éste, la naturaleza humana “está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (Catecismo de la Iglesia Católica, n° 405).
La transmisión fidedigna de una verdad y, sobretodo, su interpretación y conservación, ya constituían problemas para los pueblos de la antigüedad. Más difícil aún era la elucidación, sin errores, de cuestiones metafísicas y sobrenaturales. Ni los tan admirados griegos, romanos y egipcios, con toda su sabiduría y ciencia, escaparon a ese mal.
El conocimiento de las verdades divinas por la religión natural
A partir de nuestra razón y de la observación de las cosas creadas, podemos conocer mucho a respecto de Dios. Es a eso que los teólogos católicos llaman de teología natural, o religión natural.
Las verdades que los hombres pueden así alcanzar incluyen especialmente la existencia de Dios y sus atributos (eternidad, invisibilidad, poder, etc.).
Sobre la capacidad humana de alcanzarlas, San Pablo nos enseña en la epístola a los romanos: “Puesto que ellos [los paganos] han conocido claramente lo que se puede conocer de Dios, porque Dios se lo ha manifestado. En efecto, las perfecciones invisibles de Dios, aún su eterno poder y su divinidad, se han hecho visibles después de la creación del mundo, por el conocimiento que de ellas nos dan sus criaturas; y así tales hombres no tienen disculpa” (1, 19-20).
Significativamente, ya en los tópicos siguientes de esta epístola, el Apóstol muestra la infidelidad de los gentiles a ese conocimiento del Creador, adquirido por medio de la religión natural: “Porque, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias: sino que ensoberbecidos devanearon en sus discursos y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas; y mientras se jactaban de sabios, fueron unos necios, hasta llegar a transferir a un simulacro en imagen de hombre corruptible, y a figuras de aves, y de bestias cuadrúpedas, y de serpientes, el honor debido solamente a Dios incorruptible o inmortal. Por lo cual, Dios los abandonó a los deseos de su depravado corazón, a los vicios de la impureza, en tanto grado que deshonraron ellos mismos sus propios cuerpos” (1, 21-24).
Esta constatación de San Pablo es un hecho universal, verificado a lo largo de toda la Historia. Incluso cuando los hombres conocen por sí mismos verdades de la Teología natural, no son capaces de conservarlas íntegras y sin errores.
Dando una clarísima explicación al respecto de esas carencias resultantes del pecado original, Santo Tomás afirma: “Debido a la enfermedad de nuestro juicio y a la fuerza perturbadora de la imaginación, hay alguna mezcla de error en la mayor parte de las investigaciones hechas por la razón humana. (…) En medio de mucha verdad demostrada, hay a veces algún elemento de error, no demostrado, sino afirmado por la fuerza de algún raciocinio plausible y sofístico, que es tomado como demostrado” (Suma contra los gentiles I, 4).
Es indispensable observar que, incluso si el hombre no hubiese cometido el pecado original, conservando íntegra su potencia intelectiva, por su propia naturaleza sería incapáz de deducir ciertas realidades sobrenaturales, como, por ejemplo, la Trinidad de Dios.
Los profetas
Las anteriores consideraciones, que parten de la situación humana, son sobrepujadas por otra de un carácter muy superior: desde toda la eternidad, al concebir la obra de la creación, tuvo Dios deseo de comunicarse al hombre. De ese modo, hubiese o no pecado original, Él iría a revelarse a nosotros. Al acompañar el proceso histórico de la humanidad desde su inicio, admiramos la belleza de la Sabiduría divina dándose a conocer de modo paulatino a través de la Revelación.
En el Antiguo Testamento, Dios erigió un magisterio infalible, el profetismo, a través del cual transmitía a los pueblos la Revelación sin errores. La Sagrada Escritura canta las glorias de los profetas, varones infalibles y consejeros de gran prudencia. Isaías, Daniel y Jeremías, esculturas de Aleijadinho
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Era indispensable, entretanto, transmitirla sin la menor deformación a lo largo de las generaciones. Para tal efecto, erigió Dios un magisterio infalible: el profetismo. Además del magisterio ordinario de los sacerdotes, Dios suscitó profetas que transmitían las nuevas revelaciones y, al mismo tiempo, conservaban e interpretaban las anteriores: “Dios (…) en otro tiempo habló a nuestros padres en diferentes ocasiones y de muchas maneras por los profetas” (Hebr 1, 1).
El linaje de los profetas culminó con el aparecimiento de Juan el Bautista, el mayor entre todos. La Sagrada Escritura canta las glorias de esos varones que eran infalibles cuando transmitían sus revelaciones, consejeros de gran prudencia, que conocían todo por medio de visiones proféticas, como Elías, Isaías, Jeremías, Daniel, etc.
El profeta, en el Antiguo Testamento, “era la ‘saeta elegida de Dios’, aquella flecha que los reyes guerreros guardaban en su aljaba para matar en el combate al monarca enemigo. El programa de vida es muy parecido en todos los profetas: ‘romper y destruir, edificar y plantar’; como buenos viticultores del monte Carmelo, que podan y queman las cepas viejas para hacer posible el fruto del otoño. La historia de los profetas es la tragedia de aquellos hombres que ‘no pueden dejar de hablar porque la palabra de Yahvé los quema por dentro’, y hablan, aunque terminen siendo proscritos del Pueblo de Dios. El profeta es un misterio vivo de fuerza divina. Por eso, en la hora de la prueba, el profeta está seguro en Yahvé. Su aventura tiene siempre éxito y la Fe en su misión aumenta. (…) En nuestras lenguas modernas, el término ‘profeta’ evoca sobretodo la idea de un hombre que anuncia el futuro. Sin embargo, en el lenguaje de la Biblia, el profeta es un hombre inspirado por Dios que comunica a los hombres el pensamiento y el querer divinos” (Fray Rafael María López Melús, O. Carm., El profeta San Elías).
Esta es la alta vocación de los profetas, tan elevada que la Sagrada Escritura los menciona frecuentemente de forma paralela con la propia Ley: “La ley y los profetas [duraron] hasta Juan” (Lc 16, 16); “les dio nuevo aliento (…) dándole instrucciones sacadas de la ley y de los profetas” (2 Mac 15, 9).
Ellos, además, fueron siempre los guías del pueblo de Dios, indicándole sin falta los caminos del Señor.
Nuestro Señor establece el magisterio infalible de la Iglesia
Al operar la Redención del género humano, el Divino Maestro instituyó el Magisterio infalible de la Iglesia, para enseñar e interpretar lo que oficialmente había sido revelado.
Nada más lógico. Si Dios concedió a su pueblo, en el Antiguo Testamento, el magisterio infalible a través de los Profetas, no iría a dejar a su Iglesia desamparada.
A los apóstoles que había escogido, les dijo: “A mí se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, e instruid a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándolas a observar todas las cosas que yo os he mandado. Y estad ciertos que yo mismo estaré siempre con vosotros, hasta la consumación de los siglos” (Mt 28, 18-20).
La transmisión del Evangelio – ordenada por Jesús, y necesaria para que los hombres conozcan la verdad y alcancen la salvación – se realizó de dos maneras: “oralmente: los apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó”, y “por escrito: los mismos apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo” (cfr. CIC n° 76).
A su vez, los apóstoles dejaron a sus sucesores, los obispos, el encargo del magisterio, de modo que “el Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia”, transmisión ésta que se denomina Tradición, distinta de la Sagrada Escritura (Cfr. CIC n° 77 y 78).
Entretanto, ¿cómo interpretar de manera infalible la propia Tradición, e inclusive, la Escritura? ¿Cómo no errar jamás en materia de Fe y de Moral?
Premio por la proclamación de la divinidad de Jesús
La respuesta, la encontramos en el Evangelio de la celebración litúrgica del 22 de febrero:
“Viniendo después Jesús al territorio de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Respondieron a ellos: Unos dicen que Juan Bautista, otros Elías, otros, en fin, Jeremías o alguno de los profetas. Y les dijo Jesús: Y vosotros, ¿quién decís que soy? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, le dijo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás porque no te ha revelado eso la carne y la sangre u hombre alguno, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares sobre la tierra, será también atado en los cielos; y todo lo que desatares sobre la tierra, será también desatado en los cielos” (Mt 16, 13-19).
Faltaba poco tiempo para la pasión de Jesús. Antes de que el Divino Maestro llegara a Cesarea de Filipo, los fariseos y saduceos lo habían tentado, rogándole que les mostrara una señal del Cielo. Por el modo como Jesús les respondió, una vez más quedó patente, a los ojos de los Apóstoles, la sabiduría de Nuestro Salvador y la maldad de sus adversarios. Tal vez por esa razón les recomendó el Divino Maestro que tuviesen vigilancia con la doctrina errada de los fariseos y de los saduceos. Chocado al comprobar la malicia de estos últimos, los Apóstoles estaban ya preparados para llegar a la conclusión de quien era Jesús.
Nuestro Señor conocía sus pensamientos. Entretanto, deseaba que sus discípulos manifestasen explícitamente lo que habían discernido a su respecto. Por eso primero les pregunta que habían oído sobre el “Hijo del Hombre”.
Al quedar claro que el común de las personas no veía en Jesús más que un precursor del Mesías, el Maestro hizo que sus Apóstoles expresasen, basados en la virtud de la Fe, un juicio sobrenatural al respecto de su naturaleza divina. Causa admiración la divina didáctica: después de haber apartado los Apóstoles de los fariseos y saduceos, Jesús buscaba elevarlos por encima del pueblo. Que Jesús era hijo de David, todos lo sabían. Cupo a San Pedro manifestar la convicción que todos allí tenían y, en una corta frase, sintetizar la doctrina católica a respecto de las verdades esenciales: un solo Dios, además, vivo — para distinguirlo de los dioses muertos de los paganos —, que da la vida; la encarnación del Verbo, la distinción de las Personas divinas y el carácter mesiánico de Jesús.
Como esa afirmación de Pedro tenía un carácter intensamente profético (indicación de que él había sido escogido por el Padre, quien lo había inspirado), Jesús lo tomó como piedra fundamental de su edificio, la Iglesia: “Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares sobre la tierra, será también atado en los cielos; y todo lo que desatares sobre la tierra, será también desatado en los cielos.”
Confirmación de la efectiva primacía de Pedro
Jesús entrega a San Pedro las llaves del Reino de los Cielos: el Príncipe de los Apóstoles se convirtió en la roca sobre la cual el Hijo de Dios edificó su Iglesia inmortal, y el primado de una dinastía indestructible, cuyo poder es supremo, pleno y universal – el Papado pintura de Tintoretto; abajo: San Pedro, Museo del Prado, Madrid
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Jesús confirmó la elección de Pedro, como jefe de su Iglesia, en diversas ocasiones.
Esa responsabilidad del Príncipe de los Apóstoles fue anunciada por el Señor, en los momentos trágicos que precedieron la Pasión: “Simón, Simón, mira que Satanás va tras de vosotros para zarandearos como el trigo: Mas yo he rogado por ti, a fin de que tu Fe no perezca; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lc 22, 31-32).
Casi al final del Evangelio de San Juan, vemos al maestro reafirmarla: “dijo Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan ¿me amas tú más que éstos? Le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Le dijo: Apacienta mis corderos. Por segunda vez le dijo: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Le dijo: Apacienta mis corderos. Le dijo por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntase si le amaba; y así respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú conoces bien que yo te amo. Le dijo Jesús: apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-17).
Nuestro Señor confiaba su rebaño (incluyendo, por tanto, la propia Jerarquía) a los cuidados del Príncipe de los Apóstoles.
Dinastía indestructible, instituída por Dios
Desde los primeros días de la Iglesia naciente, antes aún de Pentecostés, vemos a San Pedro reconocido como jefe. En la primera decisión a ser tomada después de la Ascensión del Señor, cuando se quiso escoger un substituto para Judas, fue San Pedro quien presidió la reunión: “Por aquellos días levantándose Pedro en medio de los hermanos (cuya asamblea era como de unas ciento veinte personas) les dijo…” (Hch 1, 15). Es el primer acto de San Pedro en cuanto Vicario de Cristo, narrado oficialmente por la Escritura.
Otras intervenciones del Príncipe de los Apóstoles en calidad de Jefe de la Iglesia nos son narradas por los Hechos de los Apóstoles (2, 14-41; 5, 29; 15, 7; 15, 19-20).
El primado de Pedro fue — y continuará siendo, en sus sucesores, hasta el fin de los tiempos — de verdadera jurisdicción, suprema, universal y plena. Suprema porque no reconoce en la Tierra autoridad superior ni igual en el terreno religioso; universal, por extenderse a todos los miembros de la Iglesia; plena, con la plenitud de poderes que Jesucristo otorgó al Primero entre los Doce.
Veinte siglos de Historia confirman como la Iglesia está, de hecho, construida sobre una firme e inconmovible roca, de acuerdo a la promesa del Salvador.
Tan íntima es la ligación entre la institución eclesial y su Jefe, que San Ambrosio pudo decir: “Donde está Pedro, ahí está la Iglesia”.
Convocación del Concilio Vaticano I: expectativas y oposiciones
“Oportet et haereses esse” (es necesario que haya herejías), afirma San Pablo en la primera epístola a los corintios (11, 19). Aunque el principio de la infalibilidad pontificia viniese siendo aceptado, en general, a lo largo de la Historia de la Iglesia, una sorda contestación comenzó a ganar vitalidad en el siglo XIX, época en que la influencia del libre pensamiento caminaba para un auge en el mundo entero.
En esas circunstancias, el Espíritu Santo inspiró al gran Papa que entonces gobernaba la nave de Cristo, la convocación de un Concilio. En diciembre de 1864, el Beato Pío IX resolvió comunicar secretamente a los cardenales su proyecto, argumentando que grandes eran las turbulencias doctrinarias y morales y numerosos los errores que pretendían introducirse en la Iglesia.
La Bula de convocación fue lanzada años más tarde (29/6/1868), provocando entusiasmo en algunos y temor en otros. De la Curia Romana nada permitía vislumbrar la materia a ser tratada, a pesar de la intensa actividad preparatoria. Esa situación hacía que creciese mucho la curiosidad y que se tornase más intensa una cierta agitación.
La explosión se volvió inevitable cuando, en su número de febrero de 1869, la famosa revista de la Compañía de Jesús, “La Civiltà Cattolica”, notició que la definición del dogma de la infalibilidad papal sería el tema principal del Concilio.
“El primado fue dado a Pedro para mostrar que la Iglesia de Cristo y la Cátedra son una sola. ¿Quién no crea en esa unidad puede tener Fe? ¿Quién se opone y resiste a la Iglesia, quién abandona la Cátedra de Pedro, sobre la cual aquella está fundada, puede pensar que se halla dentro de la Iglesia?” los Heraldos del Evangelio en la Plaza de San Pedro, con ocasión de su aprobación por el Papa Juan Pablo II.
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Se trataba de un asunto inadmisible para las corrientes de libre pensamiento de aquellos días. Por lo exiguo del espacio, citamos apenas tres reacciones dignas de nota:
1°) Un sacerdote alemán, el P. Ignacio Döllinger (1799-1890), profesor de Historia Eclesiástica en la Facultad de Münich, lanzó de inmediato numerosos escritos contra el principio de la infalibilidad, constituyéndose líder del movimiento de oposición.
2°) El príncipe Clodoveo de Hohenlohe, presidente de los Ministros de Baviera (en aquel tiempo un reino independiente), intervino junto a los gobiernos europeos, alarmándolos contra los “peligros” del Concilio.
3°) En Fulda (septiembre de 1869) se reunieron los Obispos alemanes y elaboraron un comunicado dirigido al Papa, declarando categóricamente la inoportunidad de la definición del dogma.
Para tener una idea del clima de efervescencia reinante, basta mencionar que, en el mismo día y hora en que en el Vaticano se abría elConcilio, en Nápoles se iniciaba un anti-concilio, con la presencia de 700 delegados del mundo entero. En poco días ese conciliábulo se deshizo, en razón del rechazo del pueblo, escandalizado por las blasfemias proferidas allí contra Jesucristo y María.
Ninguna presión o amenaza intimidó al Beato Pío IX, resuelto a llevar el Concilio hasta el fin.
Comienza el Concilio
El 8 de diciembre de 1869 se realizó la sesión inaugural del Concilio, en la Basílica de San Pedro, con la participación de 764 prelados. Entre los padres conciliares, se formaron inmediatamente dos grupos, los partidarios y los adversarios de la infalibilidad pontificia. Una parte de los que se manifestaban contrarios no contestaba la doctrina en sí, sino la oportunidad de su definición. Siempre derrotada en las votaciones, la minoría anti-infalibilista no consiguió frenar los trabajos, que con celeridad preparaban la proclamación del dogma. Ciertas materias obtuvieron unanimidad en la aceptación.
El Concilio Vaticano I tuvo cuatro sesiones públicas. La tercera de ellas — muy importante — promulgó la famosa Constitución Dogmática Dei Filius (Hijo de Dios), aprobada por la totalidad de los padres conciliares, que tornaba clara la doctrina de la Iglesia a respecto de la supremacía de la Fe sobre la Razón y de las relaciones armónicas entre ambas.
Esa doctrina constituyó un rudo golpe contra varios errores dominantes en aquellos días, como el panteísmo, el materialismo, el ateísmo, el racionalismo, el positivismo y el kantismo.
La fecha más importante del siglo XIX
El 18 de julio de 1870 se realizó la cuarta sesión del concilio, con 540 participantes (los restantes habían regresado a sus diócesis con autorización del Papa), y así fue narrada por la prensa de la época:
“Entre las ocho y las nueve de la mañana, se dirigieron los Padres a la Basílica de San Pedro, y después de revestirse con los ornamentos pontificales en las capillas destinadas a ese fin, y de haber adorado al Santísimo Sacramento, se encaminaron individualmente a la sala del concilio, tomando cada uno su lugar de costumbre” (Periódico “El Católico”, apud J. M. Villefranche, Pío IX, su vida, su historia y su siglo).
Habiendo terminado el ceremonial propio para cada acto — oración al Espíritu Santo, himnos, letanías, etc. — con una duración de más de una hora, vino la votación de los padres conciliares presentes, los cuales, en su casi totalidad (538 contra 2), aprobaron la definición del dogma. Los diarios de la época prosiguen sus narraciones, escribiendo:
“Después de haber tomado conocimiento del resultado de la votación, el Soberano Pontífice, de pie, con la mitra en la cabeza, proclamó y sancionó con su suprema autoridad, los decretos, y los cánones de la primera Constitución Dogmática, la Pastor Aeternus.
“Dicen que el Papa quiso hablar enseguida después de la votación, pero en ese momento se hizo un tal rumor en la asamblea, hubo una tal explosión de proclamas: ‘¡Viva Pío IX! ¡Viva el Papa infalible!’ que el Santo Padre tuvo que esperar. Después dijo con voz solemne:
“La autoridad del Soberano Pontífice es grande, mas no domina, edifica. Ella sustenta, y muchas veces defiende, los derechos de nuestros hermanos, quiero decir, el derecho de los obispos. Que aquellos que no votaron con nosotros, sepan que votaron con el desorden, y recuerden que el Señor es todo paz. Que recuerden también que hace algunos años concordaban con nuestras ideas, y con las de esta gran asamblea. ¿Y entonces? ¿Tienen ellos dos conciencias y dos voluntades al respecto de la misma cosa? Dios no permita tal. Nos suplicamos a Dios, el único que hace los grandes milagros, que ilumine sus espíritus y corazones para que vuelvan al seno de su Padre, esto es, del Soberano Pontífice, indigno Vicario de Jesucristo, a fin de que los abrace, y que ellos trabajen con nosotros contra los enemigos de la Iglesia de Dios” (Idem, ibídem).
Como Moisés en el monte Sinaí
El Espíritu Santo quiso destacar con fenómenos naturales un acto tan importante para la Historia de la Iglesia y de los hombres. Este es un relato de la época: “Tal es la pálida descripción de lo que ocurrió en esa inmortal mañana del 18 de julio de 1870. El recuerdo será indeleble para aquellos que tuvieron la felicidad de asistir a esta bella ceremonia religiosa. Un hecho muy particular y notable nos es señalado por un corresponsal.
“En el momento en que tenía lugar la proclamación [del dogma de la infalibilidad], una tempestad – que desde la madrugada amenazaba caer sobre Roma – se desencadenó súbitamente, conmoviendo las bóvedas de San Pedro, y una luz intensa envolvió a los asistentes. El trueno no cesó de retumbar hasta el fin de la lectura. Todos los asistentes pensaron entonces en el Sinaí; parecía que una nueva revelación descendía sobre el pueblo, así como había sucedido con la ley de Moisés, en medio de relámpagos y truenos.
“De repente, entretanto, cuando se oían las últimas palabras, la atmósfera se tornó serena, y cuando Pío IX entonó el Te Deum, un rayo de sol golpeó de lleno en su noble y afable semblante. El coro de la Capilla Sixtina, que debería continuar el Te Deum, no pudo ser escuchado, las voces eran ahogadas por las de los Obispos y de la multitud” (Idem, ibídem).
Los términos de la definición dogmática
La Constitución Pastor Aeternus, aprobada en esa última sesión del Concilio, distribuída en cuatro capítulos, fundamenta magistralmente en la Biblia y en la Patrística el valor y la substancia del primado romano y su perpetua duración; la perpetuidad del primado de San Pedro en los Romanos Pontífices; el sumo, inmediato y universal poder de jurisdicción del Santo Padre sobre la Iglesia; y, por fin, en el capítulo 4°, define el dogma de la infalibilidad pontificia en los siguientes términos:
“Por esto, adhiriéndonos fielmente a la tradición recibida de los inicios de la fe cristiana, para gloria de Dios nuestro salvador, exaltación de la religión católica y salvación del pueblo cristiano, con la aprobación del Sagrado Concilio, enseñamos y definimos como dogma divinamente revelado que: El Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, esto es, cuando en el ejercicio de su oficio de pastor y maestro de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica, define una doctrina de fe o costumbres como que debe ser sostenida por toda la Iglesia, posee, por la asistencia divina que le fue prometida en el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de fe y costumbres. Por esto, dichas definiciones del Romano Pontífice son en sí mismas, y no por el consentimiento de la Iglesia, irreformables.”
“[Canon] De esta manera si alguno, no lo permita Dios, tiene la temeridad de contradecir esta nuestra definición: sea anatema.”
El Concilio aumenta el prestigio del Papado
Infelizmente, fue necesario interrumpir la magna asamblea, pues al día siguiente se desencadenó la guerra franco-prusiana (19/7/1870). La mayoría de los Obispos tuvo que regresar a sus países. Y el 20 de septiembre, Roma fue ocupada, volviendo impracticable la continuación de los trabajos conciliares, que no fueron retomados.
Un gran historiador eclesiástico narra así los acontecimientos del pos-Concilio:
“El Concilio fue, pues, postergado ‘sine die’. De los cincuenta y un asuntos que constaban en el orden de las sesiones, solo fueron resueltos dos. (…)
Aunque el Concilio Vaticano I no haya terminado, su trascendencia fue extraordinaria. Ya en su tiempo, el mundo pudo constatar como, gracias a él, había crecido el prestigio moral de la Iglesia y del Papado. Esa es la razón de la contrariedad manifestada por todos los adversarios del catolicismo” (Ludwig Hertling, SJ, Historia de la Iglesia).
El poder supremo y la infalibilidad del Papa, reafirmados por el Concilio Vaticano II
La Cátedra infalible de Pedro es un punto fundamental para la vida sobrenatural e incluso intelectual de todo católico. Sin ese gran don concedido por el Divino Fundador a su Iglesia, no habría ella atravesado un solo siglo de historia. Esta tal vez sea una de las razones por las cuales el Concilio Vaticano II, en su Constitución Dogmática Lumen gentium, haya afirmado:
“El Colegio o cuerpo episcopal, por su parte, no tiene autoridad si no se considera incluído el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como cabeza del mismo, quedando siempre a salvo el poder primacial de éste, tanto sobre los pastores como sobre los fieles. Porque el Pontífice Romano tiene en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y Pastor de toda Iglesia potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede siempre ejercer libremente. En cambio, el orden de los Obispos, que sucede en el magisterio y en el régimen pastoral al Colegio Apostólico, y en quien perdura continuamente el cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la universal Iglesia, potestad que no puede ejercitarse sino con el consentimiento del Romano Pontífice. El Señor puso tan sólo a Simón como roca y portador de las llaves de la Iglesia (Mt 16, 18-19), y le constituyó Pastor de toda su grey (cf. Jn 21, 15ss); pero el oficio que dio a Pedro de atar y desatar, consta que lo dio también al Colegio de los Apóstoles unido con su Cabeza (Mt 18, 18; 28, 16-20). (…) No puede haber Concilio Ecuménico que no sea aprobado o al menos aceptado como tal por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos Concilios Ecuménicos, presidirlos y confirmarlos” (n° 22).
“Esta infalibilidad que el Divino Redentor quiso que tuviera su Iglesia cuando define la doctrina de Fe y de costumbres, se extiende a todo cuanto abarca el depósito de la divina Revelación entregado para la fiel custodia y exposición.
Esta infalibilidad compete al Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, en razón de su oficio, cuando proclama como definitiva la doctrina de Fe o de costumbres en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fieles a quienes ha de confirmarlos en la fe (cf. Lc 22,32). Por lo cual, con razón se dice que sus definiciones por sí y no por el consentimiento de la Iglesia son irreformables, puesto que han sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo prometida a él en San Pedro, y así no necesitan de ninguna aprobación de otros ni admiten tampoco la apelación a ningún otro tribunal. Porque en esos casos el Romano Pontífice no da una sentencia como persona privada, sino que en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma, expone o defiende la doctrina de la fe católica. (n° 25).
¿Quién no cree en la infalibilidad puede ser auténticamente católico?
Nosotros, los Heraldos del Evangelio, escogimos esta fiesta litúrgica de la Santa Iglesia, la de la Cátedra de Pedro, para la aprobación de nuestra entidad por S.S. el Papa Juan Pablo II, en el 2001. Con esto queríamos mostrar nuestra total consonancia con las razones que llevaron a la Iglesia a instituir esta conmemoración.
Es con enorme júbilo que conmemoramos hoy nuestro segundo aniversario de existencia en cuanto Asociación Internacional de Derecho Pontificio. Y aprovechamos esta circunstancia para reafirmar nuestra amorosa adhesión al Papado, sentimiento que es uno de los más queridos de todos aquellos que, con fervor, abrazan la Fe católica en su autenticidad.
Terminemos con las palabras de San Cipriano: “Para manifestar la unidad, estableció una cátedra, y con su autoridad dispuso que el origen de esa unidad se fundamentase en una persona. (…) el principio dimana de la unidad, y el primado fue dado a Pedro para mostrar que la Iglesia de Cristo y la Cátedra son una sola. (…)
“¿Quién no crea en esa unidad puede tener Fe? ¿Quién se opone y resiste a la Iglesia, quién abandona la Cátedra de Pedro, sobre la cual aquella está fundada, puede pensar que se halla dentro de la Iglesia?” (De unitate — sobre la unidad de la Iglesia Católica).