Sin honra no hay verdadera gloria

Publicado el 06/23/2015

 

EVANGELIO

 

57 A Isabel le llegó el tiempo del parto y dio a luz un hijo. 58 Oyendo sus vecinos y parientes que el Señor le había mostrado la grandeza de su misericordia, se congratulaban con ella. 59 Y sucedió que al octavo día fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías, 60 pero su madre, tomando la palabra, dijo: «No, se llamará Juan.» 61 Le decían: «No hay nadie en tu familia que tenga ese nombre.» 62 Y preguntaban por señas a su padre cómo quería que se llamara. 63 Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre.» Y todos quedaron admirados. 64 Al punto se abrió su boca y se soltó su lengua, y hablaba bendiciendo a Dios. 65 Invadió el temor a todos sus vecinos, y en toda la montaña de Judea se comentaban estas cosas; 66 todos los que las oían las guardaban en su corazón, diciendo: «¿Qué llegará a ser este niño?» Porque la mano del Señor estaba con él. 80 Mientras tanto, el niño crecía y su espíritu se fortalecía. Y habitó en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel. (Lc 1, 57-66 y 80)

 


 

Comentario al Evangelio – Solemnidad del Nacimiento de san Juan Bautista – Sin honra no hay verdadera gloria

 

 

El pueblo de Israel ansiaba la gloria mundana y por eso rechazó a Juan el Bautista, que vino a restaurar la honra verdadera a fin de preparar la llegada del Mesías.

 


 

I – Honra y gloria: conceptos correlativos

 

La honra de poder integrar la familia del Hijo de Dios sería extendida a toda la humanidad

“Niño Jesús y San Juan Bautista” – Liebfrauenmünster, Ingolstadt (Alemania)

“Nous avons assez de gloire, Monseigneur, mais venez vous rendre l’honneur” 1.

 

Esta frase, con la cual Talleyrand saludó y alentó al Conde d’Artois, que esperaba indeciso en Nancy el momento oportuno de marchar a París para restaurar la dinastía de los Borbón, pasados los fulgores napoléonicos, fue laureada por la fama. Con ella finalizaba la carta escrita por Talleyrand al hermano del nuevo rey de Francia, enviada a través de Vitrolles. Sus términos y las circunstancias históricas que la rodearon nos recuerdan el estado psicológico y moral en que se encontraba el pueblo judío al depararse con el Precursor a orillas del Jordán.

 

El pueblo judío estaba impregnado de gloria

 

Las milagrosas intervenciones de Dios desde el nacimiento de la nación elegida la habían hecho célebre a lo largo de los siglos, destacándola por sobre las demás. Las discusiones con el Faraón de Egipto y las diez plagas subsiguientes, la travesía del Mar Rojo, el maná en el desierto, las Tablas de la Ley, la toma de Jericó, los Jueces, los Reyes, etc., fueron realidades grandiosas que impregnaron de gloria a los descendientes de Abraham. Sin embargo, era más bien una gloria extrínseca, en el siguiente sentido: la fama alcanzada por el pueblo debido a los actos del Omnipotente estaba muy por encima de la escuálida virtud de sus beneficiados.

 

Ahora bien, después de tantos siglos con una correspondencia no sólo insuficiente sino incluso defectuosa ante tamaña prodigalidad divina, la mentalidad del pueblo en general se había deformado; enfoque distorsionado –al mismo tiempo moral y psicológico– que era justamente una de las razones por las cuales esperaban un Mesías de marcado cuño político, un nuevo David o quizá otro Moisés, adaptado a las necesidades de aquella época, para otorgarles la supremacía sobre todas las gentes. Querían la grandeza para satisfacer sus propios intereses, financieros inclusive.

 

Cristo vino a traer la honra suprema

 

Por otro lado, el Señor les había reservado desde la eternidad una gloria muy superior, inconcebible hasta por los ángeles: más que un Mesías, el Cristo, Dios y Hombre verdadero. Se haría Hombre para que los hombres se hicieran hijos de Dios y compartieran así la naturaleza del absoluto y eterno Señor. Es decir, además de la gloria extrínseca de la cual gozaban ya en superabundancia, recibirían una honra inconmensurable.

 

Sabemos que para alcanzar la verdadera honra el ser humano debe lleg a r i n d i s p e n – sablemente a la realización plena de todas sus cualidades, sobre todo de las virtudes morales. En vista de tal realización, s o n c o n d i c i o – nes esenciales: la doctrina, el ejemplo y la gracia. En lo que atañe a la doctrina, las Escrituras no dejaron una sola coma sin tratar; el pueblo judío conocía bien los principios teológico- morales que debían pautar la conducta individual. La gracia nunca le falta a nadie. En cuanto al ejemplo, además de la historia de los héroes ancestrales, se les ofrecía ahora el arquetipo más alto. Las multitudes no tardarían en oír de los labios del Dios encarnado: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). ¿Pero quién había visto al Padre para imitar su perfección? Este problema lo levantaría Felipe, para recibir de Jesús esta respuesta: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?” (Jn 14, 9-10).

 

No cuesta entender que la honra verdadera debe involucrar al hombre en su integridad, dado que la esencia de esta cualidad consiste en la participación de lo absoluto. No será auténtica jamás en un relativista, porque son términos excluyentes. La narración bíblica muestra que Dios daría a la humanidad la insuperable honra de pertenecer a su Familia. Es imposible un ennoblecimiento de más altura, consistencia y belleza. Y por encima de esta maravilla les ofrecía además un modelo antes inaccesible, pero que Él dejaría al completo alcance de nuestros sentidos: el Hijo del Hombre.

 

Qué insuficientes resultan las páginas de una biblioteca para contener las maravillas de gloria que Dios le preparó a su pueblo y a toda la humanidad…

 

II – El papel del Precursor: restituir la honra

 

No obstante, se hacía necesario un cambio radical de mentalidad por parte de quienes iban a recibir dones de tal calidad y en tanta cantidad. Sobre todo, era conditio sine qua non que tuvieran el alma imbuida de honra. La misión del Precursor fue justamente ésa: hacer honrado al pueblo para que recibiera bien al Redentor.

 

Lamentablemente, el Evangelista refiere la mala acogida brindada al Salvador con estas pungentes palabras al comienzo mismo de su relato: “Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11). ¿Por qué? Por negarse en el fondo de sus almas a esta llamada a la más alta perfección, la del propio Padre. Con esto se entiende mejor la silueta de aquel casi anacoreta del desierto, Juan Bautista, el Precursor.

 

“Entonces llegó Jesús desde Galilea al Jordán para ser bautizado por Juan. Pero Juan trataba de impedírselo diciendo: Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” (Mt 3, 13-14)

“Bautismo de Jesús”, óleo de Benedito Calixto – Iglesia Matriz de Atibaia (Brasil)

Surge como “figura única en la historia, con la aureola de un prestigio sobrehumano, misteriosa y solemnemente erguida en el encuentro de ambos Testamentos” 2, porque tal fue la opinión que el Redentor mismo expresó a su respecto: “En verdad os digo que entre los nacidos de mujer no ha surgido nadie mayor que Juan el Bautista. […] Porque todos los Profetas y la Ley han profetizado hasta Juan. Y si queréis comprenderlo, él es Elías, el que ha de venir” (Mt 11, 11-14). En el mismo sentido opina santo Tomás de Aquino, afirmando que san Juan Bautista fue el término de la Antigua Ley y el principio de la Nueva, vale decir, de la era del Evangelio 3.

 

Profecías sobre el Precursor

 

La misma liturgia de hoy se sumerge en el misterio al relatar el procedimiento utilizado para elegir su nombre, como veremos más adelante. Esa atmósfera que lo rodeaba se manifestó en los primeros anuncios sobre su futura aparición. Hacia el año 450 a. C., así fueron las palabras proféticas de Malaquías: “He aquí que yo envío a mi mensajero a allanar el camino delante de mí” (Mal 3, 1). Ya mucho antes (cerca del 539 a. C., cuando Ciro, rey de Persia, derrotó al rey Nabónides de Babilonia y publicó a continuación un edicto liberando a los judíos) el Deutero-Isaías anunciaba la misión del Precursor: “Una voz clama en el desierto: abrid camino al Señor, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. Que se alcen todos los valles y se rebajen todos los montes y collados; que se allanen las cuestas y se nivelen los declives” (Is 40, 3-4).

 

El anuncio más inmediato a su concepción y misión es bello y grandioso: Zacarías, sacerdote en el Templo de Jerusalén, cumplía su turno pese a su avanzada edad, sin haber tenido descendientes y además sin posibilidad de llegar a engendrarlos. Venía el momento de ofrecer el incienso al Señor mientras el pueblo esperaba afuera. El mismo arcángel san Gabriel, que seis meses más tarde estaría ante la Santísima Virgen para anunciar la Encarnación del Verbo, se le apareció llenándolo de temor, pero tranquilizándolo en seguida con estas promesas: “No temas, Zacarías; tu súplica ha sido escuchada. Isabel, tu esposa, te dará un hijo al que llamarás Juan. Él será para ti un motivo de gozo y de alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento, porque será grande a los ojos del Señor. No beberá vino ni licor; estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre, y hará que muchos hijos de Israel vuelvan al Señor, su Dios. Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1, 13-17).

 

Varón con “el espíritu y el poder de Elías”

 

Así, Juan aparecería como el hijo de la oración proferida en el Templo de Jerusalén por un sacerdote, lleno de enorme alegría al saber que tendrá en su descendencia a un hombre de grandeza en presencia del Altísimo. A ese futuro varón se le concedería “el espíritu y el poder de Elías”. Sin embargo, no usará estos dones a la manera de su predecesor contra los sacerdotes de Baal o los capitanes y soldados de Acab. Con ello frustrará las febriles expectativas del pueblo judío al respecto de un Mesías portentoso, aureolado con toda especie de glorias políticas y sociales. El Bautista predicará el cambio de mentalidad (metanoia) en la línea de una profunda y genuina armonía, ya en el ámbito familiar, ya abarcando desde los rebeldes a los justos, y así procurará crear las condiciones necesarias para la llegada del Mesías. Esto requería su propia purificación, inclusive de la mancha del pecado original, ya fue una de las principales razones por las que la Virgen María emprendió el penoso viaje con la intención de brindar auxilio a su prima. Al entrar en casa de Isabel, “ésta quedó llena de Espíritu Santo” (Lc 1, 41) e hizo la bella confesión: “apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno” (Lc 1, 44).

 

“San Juan Bautista” – escultura colonial de la Iglesia de la Santísima Trinidad – Asunción (Paraguay)

Su nacimiento también fue inusual, porque a esa edad era imposible que Isabel pudiera concebir, al punto de que la fe de Zacarías fue insuficiente cuando escuchó las claras palabras de san Gabriel: “¿Cómo puedo estar seguro de esto? Porque yo soy anciano y mi esposa es de edad avanzada” (Lc 1, 18). Tal reacción comprueba la grandeza del milagro que seis meses después sería confirmado por el mismo arcángel: “Isabel, tu pariente, concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios” (Lc 1, 36-37). Si las circunstancias humanas que rodearon su venida al mundo fueron singulares, las sobrenaturales se mostraron todavía más intensas; tanto, que un temor santo llenaba el interior de quienes se enteraban de los hechos. La memoria de todos quedó marcada de forma indeleble, llevándolos a preguntarse muchas veces: “¿Quién llegará a ser este niño?” (Lc 1, 66). Su mismo padre, asumido por el Espíritu Santo, respondería en su canto: “Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor preparando sus caminos, para hacer conocer a su Pueblo la salvación mediante el perdón de los pecados” (Lc 1, 76-77).

 

Educado por el Espíritu Santo

 

Su crecimiento y educación se dieron en un clima de contemplación, penitencia y continua oración. Dios fue su maestro, la ascética su compañía y su camino la santidad, lo que trajo el fortalecimiento de su espíritu (Lc 1, 80). Su modo de ser y de actuar refleja cuán lleno estaba del Espíritu Santo “desde el seno de su madre” (Lc 1, 25) y cuán grande era su docilidad para seguir sus enseñanzas.

 

“Más que un profeta”

 

Llegado el momento de realizar su misión pública se presentó vestido con ropas completamente ajenas a las costumbres de su época: “un vestido de pelo de camello y una correa de cuero en torno a la cintura”, y su alimentación no iba más allá de “langostas y miel silvestre” (Mt 3, 4). Asumió el papel de profeta sin declararlo abiertamente, pero también en esto sus características lo colocan por encima de cuantos le precedieron. Él fue “más que un profeta” (Mt 11, 9). Por eso san Roberto Belarmino, en uno de sus sermones, comenta lo glorioso que fue para san Juan haber señalado un Mesías de apariencias tan humildes, y pese a esto haber tenido la osadía de llamarlo: “Cordero de Dios” (Jn 1, 29) e “Hijo de Dios” (Jn 1, 34). Además, debido a su inmediata cercanía con el Salvador, recibió la mayor clarividencia a su respecto. Ningún profeta anterior gozó de tan alto discernimiento; todos anunciaban un futuro, mientras Juan apuntaba al Salvador en su presencia. Por su conducta llegó a imponer respeto al mismo Herodes (Mc 4, 20), miedo a los fariseos (Mt 14, 5) y recibió altísimos elogios de los divinos labios de Jesús (Mt 11, 11), habiendo sido calificado como el mayor hombre aparecido hasta entonces. Su fama se esparció de tal modo, que la gente de toda Judea y los habitantes de Jerusalén buscaban a Juan (Mc 1, 5) para recibir el bautismo, entre ellos el propio Jesucristo (cf. Mc 1, 9-11; Mt 3, 16-17; Lc 3, 21-22; Jn 1, 31-34). Las multitudes, publicanos y soldados le preguntaban: “¿Qué debemos hacer?” (Lc 3, 10-14).

 

Su alma no experimentó jamás la soberbia

 

Si prestamos más atención a la grandeza de san Juan, veremos cuánto carecía ella de tintes humanos o socio-políticos, tan al gusto del pueblo elegido en esa coyuntura histórica. Era un gran hombre, el más grande, pero en el campo sobrenatural y por acción de la gracia. Justamente como obra de ésta derivaban su modestia, humildad y desprendimiento. Su alma no experimentó jamás la soberbia, la vanagloria o la ambición, vicios tan universales y compañeros de todas las clases, edades y cargos. Son pasiones que despuntan con el uso de la razón, y hasta puede que lo precedan; fomentan el ansia casi irrefrenable de ser conocido, elogiado y amado. Frecuentemente ensucian la inocencia primera y empañan el candor de los niños. “La soberbia busca la propia excelencia, y la vanagloria busca la manifestación de esa excelencia” 4. La soberbia “tiene cierto carácter general, ya que de ella pueden proceder todos los pecados […]

 

Por la soberbia, el hombre desprecia la ley de Dios por la cual se prohíbe el pecado, según lo que dice la Escritura: «Hiciste pedazos el yugo, rompiste las ataduras y dijiste: No he de servir » ” 5.

 

Vanagloria: gloria sin honra

 

Así, por amarnos de manera indebida, creemos tener derecho a ser glorificados por los demás. Aspiramos ansiosamente al elogio y al aplauso, y sentimos como un ultraje el éxito de alguien más: la tristeza por los bienes ajenos, tan frecuente en innumerables almas.

 

La soberbia y su hija primogénita, la vanagloria, no conocen límites ni barreras; se cuelan hasta en los sagrados recintos de la vida religiosa. Es lo que nos da a entender la gran santa Teresa: “Dios libre a las personas que le quieren servir de acordarse de su propia honra. Mirad que es mala ganancia; y, como he dicho, la misma honra se pierde en desearla, en especial en las mayorías, que no hay tóxico en el mundo que así mate como estas cosas de perfección. Diréis que son cosillas naturales, que no hay que hacer caso; no os burléis con eso, que crece como espuma, y no hay cosa pequeña, en tan notable peligro, como son estos puntos de honra y mirar si nos hicieron agravio” 6.

 

La misma santa de Ávila decía: “Dios nos libre, por su Pasión, de decir ni pensar, para detenerse en ello: si soy más antigua, si he más años, si he trabajado más, si tratan a la otra mejor. Estos pensamientos, si vinieren, es menester atajarlos con presteza; que si se detienen en ellos, o lo ponen en plática, es pestilencia y de donde nacen grandes males…” 7.

 

Infelizmente, los peores efectos de esta pasión se propagan en las sagradas filas de las almas que se entregan al servicio pleno de Dios, lo que explica el famoso adagio: “Tolle inanem gloriam de clero, et facile omnia vitia resecabis” – Saca la vanagloria del clero y fácilmente arrancarás todos los vicios 8. A veces la soberbia se manifiesta de forma colectiva, con enorme daño para la caridad y dando motivo de escándalos. En tales casos se busca la gloria de Dios como pretexto de la glorificación propia. De ello nace también la envidia colectiva.

 

 

Juan rechazó la gloria y creció en honra

 

Al extremo opuesto de estos desequilibrios, Juan verá el lento crepúsculo de su obra, de su propio nombre y hasta de sus discípulos, porque lo sucedió otro Varón, mucho más luminoso. Frente a este cuadro, sin embargo, no se sentirá humillado en nada. Juan fue el ejemplo para tantas almas que –en la penumbra de los claustros o en el silencio interior en medio de la agitación del mundo, y a veces desconocidas, olvidadas e incluso despreciadas– repiten con el Precursor: “Illum oportet crescere, me autem minui” – Es preciso que él crezca y que yo disminuya (Jn 3, 30).

 

 

Todos los comentaristas son unánimes en atribuir al Precursor un especial afán por extirpar de sus discípulos la envidia grupal, por haberse comparado con Jesús y sus apóstoles. Esta fue la razón por la cual envió una embajada (cf. Mt 11) al Cordero de Dios, pues deseaba curar la mezquindad de corazón de sus seguidores y probablemente consagrarlos al Divino Maestro.

 

“Juan es su nombre”

 

Durante siglos la elección del nombre entre los judíos era un acto inseparable de la ceremonia de circuncisión, que se realizaba en presencia de a lo menos diez testigos. El nombre era impuesto inmediatamente después de las oraciones rituales. Lo más común era hacerlo coincidir con el del padre o referirlo a cierto rasgo espiritual o físico del recién nacido, o a algo que hubiera marcado la vida de sus padres o ancestros 9.

 

La ceremonia finalizaba con un pequeño ágape.

 

La elección del nombre era generalmente una prerrogativa paterna, no obstante algunas excepciones a lo largo de la Historia como la que comprobamos en el Evangelio de hoy: “Su madre, tomando la palabra, dijo: «No, se llamará Juan»”. No nos engañaríamos pensando en los esfuerzos de Zacarías, durante el período de su mudez, para comunicar a Isabel los detalles de la aparición de Gabriel. Ella a su vez, como madre, debía tratar de conocer por todos los medios posibles los pormenores del grandioso acontecimiento.

 

La reacción de los circundantes tal vez naciera del deseo de consolar al anciano Zacarías, viendo que su propio nominativo se perpetuaba en su hijo único. Pero la decisión cupo al progenitor que, requiriendo una tablilla, escribió: “Juan es su nombre”; acto que no sólo marcó la definición del Precursor, sino el término del castigo impuesto por Gabriel: “Al punto se abrió su boca y se soltó su lengua”. Cuando Zacarías entonó su canto, todos creyeron haber descubierto el motivo del nombre “Juan”, es decir, “el que anuncia”. Pero en realidad, sólo post factum se llegó a entender a fondo su misión como Precursor y el por qué de sus características personales. Él pudo crear un clima contrario a la influencia de los fariseos, escribas y sacerdotes de la época al incentivar la penitencia, el cambio de mentalidad y la conversión. No le cupo realizar un solo milagro ni nada espectacular, porque era preciso fijar la idea de un Mesías que habría de presentarse manso y humilde: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29).

 

Pórtico de entrada de la misión del Mesías

 

Sin embargo, pese a esta ausencia de milagros, el Bautista fue elegido para colocarse en el umbral que dio paso al Mesías en su misión pública: “He ahí el Cordero de Dios” (Jn 1, 29). Su profundo ascetismo y su propia predicación lo diferenciaban claramente de anteriores caudillos revolucionarios con acentuado cuño político. Juan atrajo a mucha gente de todas partes, hasta de la misma Jerusalén, la cual, preocupada con ese movimiento, le envió una embajada para averiguar con certeza quién era él. Los Evangelios casi siempre presentan a las autoridades de la época como malévolas, envidiosas e incrédulas. Además de saduceos, levitas y sacerdotes, estaban los famosos fariseos. Todos ellos se rehusaron categóricamente a aceptar no sólo el bautismo sino la doctrina misma de Juan (cf. Lc 7, 33).

 

El desierto, imagen de las almas sin honra

 

A esta embajada enviada por el Sanedrín y constituida por fariseos (cf. Jn 1, 19-28) Juan se declaró como la voz que clamaba en el desierto, recia imagen que simbolizaba el vacío de las almas sin honra, la arenosa inconsistencia de los vicios, el ardor fugaz de las pasiones. Esos terrenos yermos habían de volverse sólidos y fecundos para recibir al Mesías.

 

Los males que habían dejado a todos en la tibieza se concentraban en una fuente denunciada por el propio Precursor: “Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira de Dios que se acerca? […] No creáis que basta con decir en vuestro interior: «Tenemos por padre a Abraham »” (Mt 3, 7 y 9).

 

Y más tarde el Salvador les dirá: “¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios?” (Jn 5, 44).

 

Ahí puede verse la perfecta relación entre las misiones del Precursor y del Emmanuel, “el que anuncia” y “Dios con nosotros”. Ambos quisieron brindarnos la verdadera honra para que nuestra gloria fuera genuina.

 

III – Conclusión: el desierto de nuestra época

 

La predicación de Juan permanece válida hasta hoy para nosotros, y seguirá siendo indispensable hasta la consumación de los siglos, dado el orgullo que heredamos desde nuestra salida del Paraíso. Un vicio que nos sigue los pasos hasta nuestra muerte.

 

Si Juan viniera en los días de hoy, ¿aparecería como una voz que clama en el desierto? Basta echar una mirada atenta a la aridez de la humanidad actual, que tras perder la noción del pecado no levanta ya sus ojos a Dios y no se cansa de emplear todos los esfuerzos por secar desde la fuente el rocío de la gracia que cae del Cielo.

 

Queda implorar que, como hace dos milenios, nuevamente las oraciones de la Virgen de Nazaret hagan llover al Justo sobre este terrible desierto en que existimos y nos movemos actualmente.

 


 

1 “Tenemos bastante gloria, Señoría, pero venid a devolvernos la honra”. André Castelot, Tayllerand ou le cynisme, Librairie Académique Perrin, París, 1980, p. 472.

2 Tertull., “Ad Marc.” – 33: PL 2, 471.

3 S. Tomás de Aquino, “Suma Teológica” III, q. 38 a. 1 ad 2.

4 Ídem, II-II, q. 162 a. 8 ad 2.

5 Ídem, II-II, q. 162 a. 2.

6 Sta. Teresa de Ávila, “Camino de Perfección” c. 12, 4-8.

7 Ídem, c. 12, 3-4.

8 Apud S. Tomás de Aquino, “Super Evangelium S. Matthæi lectura”, c. 23, 1.1.

9 “Suma Teológica” III, q. 37 a. 2

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