Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús – Manantial inagotable de bondad

Publicado el 06/27/2019

 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo, 3 dijo Jesús a los fariseos y escribas esta parábola: 4 “Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? 5 Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; 6 y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: ‘¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido’. 7 Os digo que así también habrá más alegría en el Cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 3-7).

 


 

Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús – Manantial inagotable de bondad

 

Un corazón humano dotado de una capacidad infinita de amar: he aquí la admirable paradoja existente en el Sagrado Corazón de Jesús, del cual emana la plenitud de la bondad divina.

 


 

I – El extremo de la Bondad divina se une a la humana

 

El viernes que sigue al 2º Domingo después de Pentecostés, la Santa Iglesia celebra la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, el símbolo más elevado de la bondad y del amor incomparable de Dios hacia sus criaturas, hacia aquellas que Él creó a su imagen y semejanza. Los textos litúrgicos de esta conmemoración fueron escogidos especialmente para mostrar la dimensión de la ternura divina, pero, sobre todo, ponen de manifiesto el empeño ilimitado de Dios en salvarnos.

 

Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad

 

Crucifijo de la basílica de Nuestra Señora del Rosario,

Caieiras (Brasil)

Cada uno de nosotros tiene dentro de sí un corazón que palpita día y noche y que discierne claramente los propios gustos y preferencias. ¡Cuán diferente, empero, es el adorable Corazón de Jesús, humano y, al mismo tiempo, divino! Ningún movimiento de este Corazón discordará jamás del beneplácito de la Santísima Trinidad. Una vez creado, se asoció a los designios que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tenían respecto a Él desde toda la eternidad y para toda la eternidad, y manifestó a Dios el más perfecto y sublime amor, rebosante de respeto, adoración y sumisión. Amor sin límites —pues su naturaleza humana está unida hipostáticamente a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad—, capaz de abarcar infinitas humanidades posibles de ser creadas y que recae, profusamente, sobre el orden del universo salido de sus manos, especialmente sobre las criaturas que poseen su misma naturaleza. Aun conociendo nuestras miserias y debilidades, tolera todo, lleno de compasión, sin disminuir nunca su amor, a pesar de las innumerables ocasiones en las cuales le damos motivos para ello…

 

¿Cuál será, pues, la grandeza del Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad? Para aproximarnos a la comprensión de su inmensidad, consideremos el período durante el que tuvo lugar la Encarnación.

 

Plenitud de los tiempos, plenitud de la miseria humana…

 

Si lanzamos una mirada retrospectiva sobre la historia de los pueblos antiguos hasta el nacimiento de Nuestro Señor, veremos que, después de la caída de Adán y Eva, un sinfín de infidelidades maculaban la Tierra, y el mundo yacía en las tinieblas y en las sombras de la muerte (cf. Lc 1, 79), sumergido en un verdadero delirio de iniquidad. Para encarnarse a fin de remediar tantos males, Dios escogió el momento en que la decadencia de los pueblos había llegado a su auge, pues, según observa Santo Tomás de Aquino, “como había de venir el médico, era necesario que antes de su llegada quedaran convencidos los hombres de su enfermedad, tanto en cuanto a la falta de ciencia en la ley de la naturaleza como en cuanto a la falta de virtud en la ley escrita”. 1 A ese propósito también comenta San León Magno: “La impiedad y el error habían, desde hacía tiempo, alejado a todas las naciones del culto del verdadero Dios y hasta el pueblo particular de Dios, el propio Israel, había abandonado casi completamente las instituciones de la Ley; de este modo, estando todos aherrojados por el pecado, con todos tuvo misericordia la Providencia divina. Al faltar en todas partes la justicia y estando el mundo entero sometido a la vanidad y al mal, si la divina Omnipotencia no hubiera suspendido su juicio, habría caído sobre la totalidad de los hombres la sentencia de condenación. Pero se mudó la ira en indulgencia y, para que resplandeciera más la grandeza del perdón concedido, quiso entonces Dios, para borrar los pecados de los hombres, conceder el misterio de la remisión, cuando nadie podía gloriarse de sus merecimientos”. 2

 

Al llegar, pues, la plenitud de los tiempos, o, quizá, la plenitud de la miseria humana, el Creador realizó una obra de misericordia, imposible de ser imaginada por los Ángeles y —con mayor razón— por el género humano.

 

Una senda abierta para llegar a Dios

 

Según nuestros criterios, la ingratitud humana en relación a Dios era suficiente para que Él profiriera un “¡basta!” y abandonara a la humanidad a su propia malicia. Pero al contrario, lleno de compasión por su criatura, Dios quiso encarnarse, uniendo la naturaleza divina a la humana en la Persona del Verbo. Y al asumir nuestra naturaleza con todas sus debilidades, la elevó, afirma San Agustín, “para que tuviese el hombre una senda abierta para llegar a Dios, por medio del hombre Dios”. 3 ¡Es una manifestación de amor tan incomprensible que sólo un Dios podría concebirla! Empezó, entonces, la verdadera Historia, cuya fuente está en el Corazón mil veces adorable que la Santa Iglesia conmemora en el día de hoy.

 

II – El pastor, imagen de la benevolencia divina

 

Las lecturas de esta Solemnidad se centran en la significativa figura del pastor que, desviviéndose por sus ovejas, refleja —aunque de manera imperfecta— la bondad del Sagrado Corazón de Jesús. Desde siempre, Dios tuvo en mente la creación de las ovejas y del pastoreo con la intención de hacer más accesible al hombre la comprensión de su inmensa misericordia, al elevar su alma hasta el Arquetipo del Pastor, el propio Cristo.

 

Mediador por excelencia

 

En la profecía de Ezequiel se lee: “Yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas” (Ez 34, 11-12). ¡Oh misterio de fe! Para ser nuestro intercesor con total eficacia y para ofrecer a Dios una reparación adecuada por los pecados del mundo, que sucumbía “en día de nubes y brumas”, era menester que el Verbo asumiese nuestra carne. De hecho, “¿cómo esta sublime naturaleza [divina] hubiera podido ser mediadora de los que nos hallábamos alejados y rendidos a las plantas del mal? Para ser mediador, era necesario que se hiciera el Hijo de Dios lo que no era; y para que nos fuese dado llegar a él, era necesario no dejase de ser lo que era”,4 afirma San Agustín.

 

San Miguel Arcángel, por Fra Angélico – Detalle de la predela

de la Santísima Trinidad, Museo de San Marcos, Florencia

Él vino, pues, a rescatarnos, como el pastor busca a su oveja, y restauró en nosotros todo lo que habíamos perdido por la desobediencia original.

 

Jesús, causa única de toda fidelidad

 

Para nuestra mentalidad cronológica es difícil comprender que para Dios no existe el tiempo —el cual es tan sólo una criatura suya— y que, por lo tanto, en Él todo es presente. ¡Aquello que sucedió, que sucede y que sucederá hasta el fin del mundo es visto por Él en una sola mirada, desde toda la eternidad! De este modo, toda la correspondencia a la gracia y todos los actos de virtud practicados en el periodo anterior a la Encarnación fueron obtenidos y conquistados ante prævisa merita, o sea, por los méritos anticipados de Nuestro Señor Jesucristo. Comenta San León Magno: “Lo que nos trajo la Encarnación del Verbo concernía al pasado y al futuro; y ninguna época, aun la más remota, quedó privada del Sacramento de la salvación de los hombres. […] Desde la creación del mundo, [Dios] trazó para todos una única vía de salvación. En efecto, la gracia de Dios, manantial constante y universal de justificación para todos los santos, aumentó pero no empezó con el nacimiento de Cristo, y este misterio de tan grande amor, del cual todo el mundo está lleno, era ya tan poderoso en las señales que lo anunciaban, que los que creyeron en él cuando era prometido no se beneficiaron menos que aquellos que lo recibieron cuando fue dado”. 5

 

No sin razón, ciertos doctores, como San Bernardo, defienden la tesis de que la raíz de la perseverancia de los Ángeles fieles en el Cielo está en la preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, derramada en el Calvario: “Aquel que ha levantado al hombre caído, dio al Ángel la gracia de no caer, librando al uno del cautiverio, preservando al otro de caer en el cautiverio. Y de este modo Él ha sido igualmente redención para entrambos: del uno por haberle sacado de la esclavitud y del otro por haberle preservado de caer en la esclavitud. Es claro, pues, que el Señor Jesús ha sido redención para los Ángeles santos, como ha sido para ellos justicia, y sabiduría, y santificación”.6

 

Los noventa y nueve justos y los Ángeles

 

En el Evangelio de esta Solemnidad, Jesús narra la parábola del pastor celoso que busca la oveja perdida y se regocija al encontrarla, aplicando a continuación esta imagen a la alegría sin par que se difunde en el Cielo por la conversión de un solo pecador, más que por la perseverancia de noventa y nueve justos. Como ya tuvimos oportunidad de analizar en ocasiones anteriores 7 el pasaje de San Lucas contemplado en este Evangelio, relacionemos ahora su sentido con la Solemnidad del Sagrado Corazón.

 

Según nos enseña la teología, la voluntad de los Ángeles, a diferencia de la de los hombres, se adhiere a los objetos de modo fijo e inmutable. Por consiguiente, al pecar, ellos permanecen obstinados en el mal, sin posibilidad de volver atrás, 8 como sucedió con el demonio y sus secuaces, que, al rebelarse contra Dios, fueron inmediatamente lanzados al infierno. No es a ellos, por lo tanto, a quienes se refieren las palabras del Evangelista: “Habrá más alegría en el Cielo por un solo pecador que se convierta…”. Al no tener capacidad de conversión, los ángeles malos no podrían causar esta alegría, a no ser, tal vez, por su expulsión, que dejó limpio e inmune de pecado el Paraíso Celestial. En sentido opuesto, los Ángeles buenos, que abrazaron la verdad y en ella fueron confirmados, constituyen los “noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.

 

La alegría producida por la conversión de la humanidad

 

De hecho, este lindísimo pasaje del Evangelio —según la interpretación de diversos Padres y Doctores 9— alude a la cantidad de Ángeles, muy superior a la de las criaturas humanas. En cuanto al número uno, la oveja que se extravió, representa a la humanidad pecadora.

 

Al describir la alegría que siente el pastor al recuperar a la oveja perdida, Nuestro Señor se refiere a la conversión de los hombres, de quienes cuida con indecible cariño y deseo de salvarlos, según destaca el Salmo Responsorial: “Yahveh es mi pastor, nada me falta” (Sal 22, 1). La imagen del pastor, por más excelente que esta sea, reproduce de manera pálida e insuficiente la benignidad de Dios, que se encarnó para ser nuestro Buen Pastor y cuyo Corazón Sagrado exulta de alegría cuando una oveja descarriada vuelve a su divino redil.

 

La fiesta de la confianza inquebrantable

 

La devoción al Sagrado Corazón de Jesús, meditada desde el prisma del Evangelio de esta Solemnidad, bastaría para tornar inquebrantable nuestra confianza, la cual es la esperanza fortalecida por una firme convicción.10 La práctica de esta virtud teologal nos confiere el anhelo, lleno de certeza, de que, gracias a la benevolencia de Dios —y no por nuestros merecimientos—, valiéndonos de los recursos que Él nos proporciona, alcanzaremos un día la visión beatífica.

 

Cuadro del Inmaculado Corazón de María que

perteneció al Prof. Plinio Corrêa de Oliveira

Es propio de aquellos que procuran la perfección comprender cuán insuficiente es la naturaleza humana y cuánto necesita del auxilio sobrenatural para practicar la virtud, pues, como dicen las Sagradas Escrituras, el justo peca siete veces al día (cf. Pr 24, 16). Sin embargo, cuando tropecemos con nuestras debilidades, no perdamos ni siquiera un milímetro de confianza, seguros de que, en el fondo, ellas proporcionan a la Providencia la ocasión de manifestar aún más su gran misericordia. A la luz de este Evangelio es menester, pues, abandonarnos sin reservas en las manos del Divino Pastor y dejarnos conducir como meros objetos de su bondad infinita. La celebración del Divino Corazón podría denominarse, con acierto, fiesta de la confianza inquebrantable.

 

III – Corazón de Jesús, lleno de bondad y de amor

 

Algunas horas antes de que el Corazón de Jesús fuera atravesado por la lanza de Longinos, estando a punto de consumarse la Pasión, Nuestro Señor dirigió una súplica a Dios, recogida por el Evangelio: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). ¿Por qué quiso Jesús llamarlo Padre y no Señor? Se diría que había llegado el momento de la indignación divina, al ver el rechazo de que era objeto el Cordero sin mancha. En ese momento Él recuerda al Padre Eterno su condición de Hijo, queriendo así conmoverlo tanto como su Sagrado Corazón estaba conmovido, y dejando traslucir su anhelo de salvar incluso a aquellos que lo martirizaban.

 

Ahora bien, esos verdugos no tenían idea de a quién estaban crucificando y, por obediencia a una orden recibida, se veían en la situación de tener que clavar en el madero de la Cruz a un supuesto malhechor. Nosotros, en cambio, cuando ofendemos gravemente a Dios, no podemos afirmar que no sabemos lo que hacemos, pues para que haya pecado mortal es preciso tener pleno conocimiento y deliberado consentimiento de lo que se hace.

 

“¡Señor, perdónalo porque él sabe lo que hace!”

 

Deberíamos, entonces, tomar la firme resolución de, a pesar de nuestras innumerables miserias, dirigir nuestro corazón hacia Dios, rezando: “Señor, verdadero Dios y verdadero Hombre, estando en lo alto de la Cruz, vuestro primer pensamiento fue el de perdonar a los que os atormentaban, porque no sabían lo que hacían. Y ese deseo se realizó: por el efecto de vuestra oración, el mismo día abrieron ellos los ojos para vuestra divinidad, como lo atestiguó el centurión romano (cf. Mt 27, 54; Mc 15, 39). Pero ellos, Señor, eran menos pecadores que yo, porque no sabían lo que hacían, y yo bien sé lo que hago y cuán miserable soy. ¡Oh, Jesús! ¡Oh Sagrado Corazón, cuántas veces no fui yo también vuestro verdugo! ¡Cuántas veces no fui yo la causa de vuestra crucifixión! Por eso, en la Solemnidad de hoy os imploro: ¡sed Vos mi intercesor junto al Padre, ahora que os encontráis sentado a su derecha! Vuestra misericordia brilló aún más a los ojos de toda la Historia cuando pronunciasteis esta primera palabra: ‘Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen’. Os pido que la hagáis resplandecer todavía más, implorando: ‘¡Padre, perdónalo, porque él sabe lo que hace!’. Al perdonar a los que saben lo que hacen, usáis de clemencia mayor que cuando perdonáis a los que no lo saben. ¿Acaso no es ilimitado vuestro Corazón? Señor, aquí está alguien que os ofrece la oportunidad de mostrar, más que en la Cruz y en el Calvario, la infinita bondad depositada por la Santísima Trinidad en vuestro Sagrado Corazón. Tened compasión de mí e implorad el perdón de todas mis faltas cometidas con entera conciencia”.

 

¡Esta es la grandeza de la Solemnidad de hoy! ¡Es la fiesta de la misericordia, de la benevolencia, del perdón! Supliquemos, por la intercesión del Inmaculado Corazón de María, que Él dilate nuestro corazón, aumentándole la capacidad de recibir la bondad inconmensurable de su Sagrado Corazón, y la gracia de nunca desconfiar de su dadivosidad. ²

 


 

1) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Epistolam Sancti Pauli Apostoli ad Galatas expositio.C.IV, lect.2.

2) SAN LEÓN MAGNO. In Epiphaniæ Solemnitate. Sermo III, hom.14 [XXXIII], n.1. In: Sermons. 2.ed. Paris: Du Cerf, 1964, v.I, p.229.

3) SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L.XI, c.2. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v.XVI-XVII, p.717.

4) SAN AGUSTÍN. Sermo CCXCIII, n.7. In: Obras. Madrid: BAC, 1984, v.XXV, p.195-196.

5) SAN LEÓN MAGNO. In Nativitate Domini. Sermo III, hom.3 [XXIII], n.4. In: Sermons, op. cit., p.103; 105.

6) SAN BERNARDO. Sermones sobre el Cantar de los Cantares. Sermón XXII, n.6. In: Obras Completas. Madrid: BAC,1955, v.II, p.138. 7) Ver Comentario al Evangelio del XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, en el volumen VI de esta colección.

8) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q.64, a.2.

9) Cf. SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA. Explanatio in Lucæ Evangelium. C.XV, v.4: MG 72, 338-339; SAN BEDA. In Lucæ Evangelium Expositio. L.IV, c.15: ML 92, 520-521; SAN GREGORIO MAGNO. Homiliæ in Evangelia. L.II, hom.14 [XXXIV], n.3. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, p.712-713; SAN AMBROSIO. Tratado sobre el Evangelio de San Lucas. L.VII, n.210. In: Obras. Madrid: BAC, 1966, v.I, p.456-457.

10) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q.129, a.6, ad 3.

 

 

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