Preparando a los Apóstoles para lo que había de venir, Jesús les revela al mismo tiempo su divinidad y su próxima Pasión. Las reacciones de Pedro le valen la alabanza y el reproche del Señor, y el episodio termina con Jesús invitándonos a seguirlo: “Toma su cruz”.
En aquel tiempo, 27 Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy Yo?” 28 Ellos le contestaron: “Unos, Juan el Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas”. 29 Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” Tomando la palabra Pedro le dijo: “Tú eres el Mesías”. 30 Y les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto. 31 Y empezó a instruirlos: “El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”. 32 Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. 33 Pero Él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro: “¡Ponte detrás de Mí, satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!” 34 Y llamando a la gente y a sus discípulos les dijo: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. 35 Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 27-35).
I – La vía elegida por Dios para la Redención
El orgullo de nuestra naturaleza caída lleva al hombre, no pocas veces, a imaginarse que es Dios o a querer igualarse con Él.
Tal vez por esta razón, pero sobre todo por las limitaciones de nuestro estado de contingencia, si tuviésemos que imaginar un Salvador, éste tendría que ser glorioso, su misión transcurriría de victoria en victoria y se vería coronada por un esplendoroso triunfo final. Así fue como lo concibieron los hijos de Zebedeo y su madre: “Él le preguntó: ‘¿Qué deseas?’. Ella contestó: ‘Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda’” (Mt 20, 21); “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda” (Mc 10, 37).
Esta mentalidad acompañó al pueblo elegido —incluso a los Apóstoles— hasta la bajada del Espíritu Santo, según refiere San Lucas en los Hechos de los Apóstoles: “Los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: ‘Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?’” (1, 6). Jesús ya había dicho que regresaría al Padre, que su Reino no era de este mundo, etc. Sin embargo, nada de eso había bastado; los deseos de dominación no les abandonaban ni un solo instante. Éstas eran las ideas fijas que oscurecieron la fe del pueblo judío dificultando su adhesión a los dogmas de la Encarnación, Pasión y Muerte del Cordero de Dios.
De hecho, el gran misterio de un Hombre Dios padeciente y moribundo, clavado en una Cruz entre dos ladrones, abandonado por su pueblo, despreciado por todos, sobre todo por las altas autoridades, sólo es admisible gracias a una fe vigorosa. Con todo, ésta fue la vía elegida por Dios para la Redención.
La gloria no estuvo ausente en la Pasión del Señor. Muy por el contrario es imposible imaginársela mayor o que pudiese ser aumentada en algún punto, por mínimo que fuera. Sin embargo, no debe ser contemplada a través de un prisma me temporal. Esta gloria sólo es comprensible desde los miradores de la eternidad. Consideremos también que, si bien es verdad que nacemos dentro de la cronología de este mundo, nuestro destino post mortem no tiene límites en el tiempo, y en función de él es como debemos ordenar nuestra existencia.
Ésta es la perspectiva en la cual se desarrolla la Liturgia del vigésimo cuarto domingo del Tiempo Ordinario.
La síntesis del presente Evangelio se concentra en dos extremos armónicos. Los Apóstoles reciben, por un lado, la revelación de la divinidad de Cristo y, por otro, la de la Pasión del Señor. Como añadidos complementarios a este cuadro enormemente paradójico, está la reacción de Pedro y, finalmente, la declaración de Jesús sobre la condición para seguirlo: “tome su cruz”.
II – “Tú eres el Mesías”
Los hechos suceden en el camino hacia Cesarea de Filipo. En otro tiempo, esta ciudad se había llamado Cesaria Paneas, porque durante un largo periodo sus habitantes rindieron culto al dios Pan, en una gruta natural que allí existía. Filipo, hijo de Herodes el Grande, empleó todos sus esfuerzos para reconstruirla, ampliándola y embelleciéndola, y para ganarse la simpatía del emperador Tiberio César le cambió el nombre por Cesarea de Filipo.
San Agustín,1 estableciendo una comparación entre esta narración de Marcos y la de Lucas, opina que Jesús, después de rezar en un lugar apartado al que se había dirigido, empezó a interrogar a los Apóstoles (cf. Lc 9, 18). Este episodio muestra el empeño del Divino Maestro por preparar los fundamentos de su Iglesia. Él ya había desarrollado ampliamente su acción ante el público; ahora se hacía necesario dejar bien establecidos los elementos que darían continuidad a su obra salvadora.
Para el mundo, Jesús era un gran héroe
En aquel tiempo, 27 Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy Yo?” 28 Ellos le contestaron: “Unos, Juan el Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas”.
En este diálogo comprobamos una vez más la gran incoherencia del espíritu humano. En aquella era histórica, la gente llegaba, sin problema ninguno, a rendir culto al emperador romano como si fuese un dios. Así, en esta misma ciudad, que había sido dada de regalo al padre de Filipo, fue construido, al lado del “santuario” dedicado al dios Pan, un fastuoso templo de mármol para dar culto al emperador. Alguien podría objetar que este proyecto no nació —y menos aún su realización— del seno del judaísmo. Pero, ¿cuántos fueron los dioses creados por el pueblo elegido en su pasado? Hasta el efod confeccionado y utilizado por Gedeón pasó a ser objeto de culto de latría, y por esa razón, causa de castigos (cf. Jue 8, 24-27). O sea, con la mayor facilidad, los judíos caían en el mimetismo idolátrico, realizando las mismas obras reprobables que los pueblos paganos realizaban. En cambio, cuando se trató del Dios verdadero hecho Hombre, que obraba innumerables milagros que demostraban su omnipotencia, no se levantó una voz unánime que dijese que era el Mesías esperado por los patriarcas y profetas, y previsto en las Escrituras. Es verdad que unos pocos lo reconocieron, pero la mayoría prefirió admitir toda especie de quimeras y exageraciones antes que adherirse a un Mesías cuya imagen difería de sus dictámenes equivocados y caprichosos.
La pregunta de Jesús les es dirigida en el último año de su vida pública. La demostración de quién era Él, por los hechos concretos, ya había resultado ser suficientemente concluyente. Incluso los demonios lo habían proclamado el “Santo de Dios” (Mc 1, 24), el “Hijo de Dios” (Mc 3, 11), el “Hijo del Dios Altísimo” (Lc 8, 28). El Bautista había declarado que no era digno de desatarle la correa de las sandalias, debido a su inferioridad (cf. Mc 1, 7). Con todo eso, los labios del pueblo no pronunciaron el título de Mesías.
Éste es el resultado de la triste inclinación del espíritu humano hacia el error cuando pierde la inocencia. Sin resistencia sigue el camino opuesto al de las verdades que tienen que ver con la salvación. No le es fácil a la opinión pública reconocer como auténticos y dignos de crédito los valores reales, sobre todo cuando éstos contrarían tendencias racionalizadas opuestas a la moral.
No obstante, por las suposiciones expresadas por los Apóstoles, se nota que era atribuido a Jesús la categoría de los grandes héroes de la historia judaica, llegando a considerarlo un precursor del Mesías.
La respuesta de Pedro
29 Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” Tomando la palabra Pedro le dijo: “Tú eres el Mesías”.
Y ¿por qué Jesús les hace esta pregunta?
Nunca por mera curiosidad, pues, en cuanto Verbo Eterno, Él lo sabía todo ab initio. San Juan Crisóstomo2 considera que era de una gran ventaja dejar claro a los ojos de los Apóstoles lo ridículo de los conceptos generales a su respecto, porque así les obligaba a apartarse del mundo y emprender un vuelo que llegase a los más elevados niveles del pensamiento: la visión sobrenatural. Máxime teniendo en cuenta que le quedaban pocos meses para formarlos antes de subir al Padre, y era esencial que tuviesen una noción exacta de quién era Aquel que los había transformado en pescadores de hombres. Entonces pregunta a los Apóstoles: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?”.
Pedro responde en su nombre y no en el de todos, como afirman ciertos autores. Este pormenor queda patente en los otros Evangelios. Marcos omite algunos detalles importantes, como el elogio hecho por el Divino Maestro a la declaración de Pedro antes de constituirlo piedra fundamental de su Iglesia (cf. Mt 16, 17-19).
El Cardenal Gomá y Tomás comenta con precisión este pasaje: “Pedro previene la respuesta de los demás, quizás porque los vio vacilantes en su juicio sobre Jesús. Es la gracia de Dios la que ilumina su mente; y su natural impetuoso, ayudado de la misma gracia, le hace ser el primero en la confesión: ya otra vez había sido él solo quien había hablado altamente de Jesús: ‘Respondió Simón Pedro, y dijo…’ (cf. Jn 6, 67-69).
“La definición que de Jesús da Pedro es llena, precisa, enérgica: ‘Tú eres el Cristo’, el Mesías en persona, prometido a los judíos y ardientemente por ellos esperado. Más: Tú eres el Hijo de Dios, no en el sentido de una relación moral de santidad o por una filiación adoptiva, como así eran llamados los santos, sino el Hijo único de Dios según la naturaleza divina, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Si el Apóstol no lo hubiese entendido así, no hubiese necesitado una especial revelación de Dios. Lo que imprecisamente han insinuado los Apóstoles en otras ocasiones (cf. Mt 14, 33; Jn 1, 49), lo afirma Pedro en forma clara y rotunda. Y el Padre de Jesús es Dios vivo: vivo porque es vida esencial que esencialmente engendra de toda la eternidad un Hijo vivo: vivo por oposición a las divinidades muertas del paganismo”.3
Jesús prohíbe divulgar que Él es el Mesías
30 Y les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto.
Inmediatamente después de esta bellísima proclamación de fe realizada por Pedro, los tres primeros Evangelios registran una formal y categórica prohibición de Jesús a los Apóstoles para que no lo contasen a nadie. Esta orden de guardar silencio no había sido la primera. También era impuesta con cierta frecuencia a algunos de los enfermos o posesos que curaba.
Por un lado, no había llegado el momento de divulgar algunas revelaciones que el público todavía no estaba suficientemente preparado para entender. Los errores a propósito de la figura del Mesías eran sustanciales y demasiado naturalistas. Por mucho menos el pueblo ya había querido proclamarlo rey (cf. Jn 6, 15), con todas las graves e inconvenientes consecuencias políticas que de ello resultarían. Quizá, en este caso, ¿no hubiera sido apresado y muerto por los romanos? También podría haber sucedido que los fariseos y el Sanedrín se aprovechasen de tal circunstancia para anticipar la realización de su plan deicida.
Los propios Apóstoles sólo estuvieron preparados para predicar eficazmente sobre Cristo, Dios y Hombre verdadero, después de la venida del Espíritu Santo sobre ellos. Antes de eso, los equívocos sobre el mesianismo, admitidos por todo el pueblo elegido, eran también compartidos por ellos y, por eso mismo, es muy probable que en su apostolado presentasen defectuosamente la figura del Redentor. Así, siendo el misterio de la Encarnación tan elevado e insuperable como es, por su propia sustancia, sólo
Aquel que es el Verbo de Dios podría predicarlo con la dignidad debida. Según decretos eternos, la divinidad de Jesús debía estar sellada por la preciosísima Sangre del Hijo de Dios.
Por otro lado, si esta revelación hubiese sido pública, la fe del pueblo, probablemente débil, no habría resistido la fortísima prueba de la Pasión, tal como sucedió con los Apóstoles. Predicar sobre la divinidad de un Hombre que en breve sería crucificado entre dos ladrones no parecía una tarea fácil.
III – Jesús prepara a los Apóstoles para la Pasión
31 Y empezó a instruirlos: “El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”.
En rigor, no era la primera vez que Jesús trataba de su futura Pasión. Con anterioridad ya se había referido a ella implícitamente (cf. Mt 9, 15; 12, 40; Jn 2, 19-21; 3, 14), pero no con tanta claridad como ahora. Era indispensable hablar con entera franqueza, sobre todo por el hecho de que todos estaban bajo la fuerte impresión de la figura de un Mesías triunfal y político. El momento no podía ser más propicio, pues el corazón de cada uno de ellos estaba enteramente tomado por la consideración de la divinidad del Maestro. Aun así, esta revelación debió de ser sorprendente, y por eso la ocasión era excelente para introducirlos en las perspectivas de su Muerte. La divinidad del Señor permanecería como un fuerte recuerdo en el fondo de sus almas, a pesar de estar, en las apariencias, más que invisible, destruida. El hecho de haber sido prevista con tantos detalles, en especial como aparece en el presente versículo, constituía un auxilio a la virtud de la fe y apartaba cualquier atisbo de escándalo. Se comprende que San Pablo enseñe que sin la Resurrección nuestra fe sería vana (cf. I Cor 15, 14).
Los primeros en meditar en la Pasión
También con respecto a esto, los Apóstoles fueron muy privilegiados. Sólo ellos y la Santísima Virgen pudieron meditar sobre las ignominias y tormentos por los que iría a pasar el Salvador, antes de que se realizaran. Fueron los primeros invitados a beneficiarse de las grandezas de la divina misericordia de un Dios que se encarna y muere por amor a cada uno de nosotros. ¡Cuánta consolación, gracias y fuerzas estaban a su disposición a partir de esta revelación!
Alianza entre justicia y misericordia
Jesús afirma la necesidad de su Muerte, que sería injustamente impuesta por el Sanedrín. Por designios inimaginables, el Padre había determinado, desde toda la eternidad, la alianza entre la más severa justicia y la misericordia más afectuosa. Para salvarnos, no dudó en darnos a su propio Hijo; y, sin embargo, al considerar los derechos de su justicia exigió de este Hijo muy amado la peor de las muertes.
Jesucristo sufre en cuanto Hijo del Hombre, y por ser Hijo de Dios nos salva por el ofrecimiento de sus tormentos. Su humanidad está hipostáticamente unida a la naturaleza divina, y por eso su Pasión tiene mérito infinito. En función de estas dos naturalezas unidas en una Persona Divina, Jesús repara la desobediencia de nuestros primeros padres, así como los pecados de toda la humanidad. Siendo la cabeza y el primogénito de los hombres, logra constituir una nueva generación de rescatados y regenerados, por la fuerza de su preciosísima Sangre. Esto es lo que sutilmente deja ver la propuesta que Él hace a los Apóstoles al revelarles su Muerte, conforme diría más tarde San Pablo: “El primer hombre, que proviene de la tierra, es terrenal; el segundo hombre es del Cielo” (I Cor 15, 47). Les era indispensable renunciar al viejo Adán, originado del barro, para entregarse al Nuevo Adán, bajado de los Cielos.
El amor no se contenta con poco. Ahora bien, el amor del Señor es infinito y por ello desea la plenitud de su entrega a los dolores, al rechazo de las más altas autoridades eclesiásticas, a la muerte y a la sepultura. ¿Qué mayores pruebas de amor a Dios y a la humanidad caída podían darse?
Finalmente, he aquí una revelación que anula cualquier posibilidad de escándalo proveniente de la Crucifixión: “resucitar a los tres días”. Es la garantía de nuestra resurrección. La muerte, límite máximo del poder del mundo, es su final implacable, pero el poder de Jesús es eterno y, después de sufrir y morir por Él, resucitaremos para reinar eternamente con Él.
Pedro reprende a Jesús…
32 Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo.
Hay un abanico de interpretaciones a propósito de este episodio, desde las de autores calvinistas de mal espíritu, como refiere Maldonado,4 hasta las de Santos y doctores. Para entenderlo bien, debemos tener en cuenta la falta de conocimiento de los Apóstoles sobre la Pasión del Señor. En efecto, después de haber proclamado la filiación divina del Maestro, no era nada fácil para Pedro tener que admitir, acto seguido, la necesidad de su condenación y Muerte, por más que Él hablase de Resurrección. En esta escena, si bien no haya sido Pedro quien habló, sino Simón, hijo de Jonás, no se puede negar que manifestó una enorme bienquerencia. Los buenos autores resaltan el carácter afectuoso del gesto de Pedro. San Jerónimo, 5 por ejemplo, señala esta circunstancia mostrando que Pedro puede haberse equivocado en el sentido, no en el afecto. Y en esta misma línea, explica Beda: “Y comenzó a increparlo con el afecto de quien ama, como deseando decir: ¡Esto no será posible! ni mis oídos aceptan que el Hijo de Dios haya de morir”.6
Jesús amonesta a Pedro
33 Pero Él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro: “¡Ponte detrás de Mí, satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no
como Dios!”
El propio dramatismo empleado por el Divino Maestro en esta reprimenda es didáctico, pues de este modo queda mejor conformaba la mentalidad de los Apóstoles a un mesianismo redentor a través del dolor. Ésta es la opinión de San Juan Crisóstomo: “¿Qué es esto? El que había gozado de una revelación, el que había sido proclamado bienaventurado, ¿cae tan rápidamente y se espanta de la Pasión? Para que os deis cuenta cómo en la confesión del Señor no habló Pedro de su cosecha, mirad cómo en esto que no se le ha revelado se turba y sufre vértigo, y mil veces que oiga lo mismo, no sabe de qué se trata. Que Jesús era Hijo de Dios lo supo; pero el misterio de la Cruz y de la Resurrección, todavía no le había sido manifestado. […] El Señor, empero, para hacer ver cuán lejos estaba de ir a la Pasión contra su voluntad, no sólo reprendió a Pedro, sino que le llamó satanás”.7
¿Y por qué Jesús llama a Pedro satanás? Así responde el P. Manuel de Tuya: “Naturalmente, no es que Pedro lo sea ni que satanás le influya (cf. Jn 13, 2), sino que su proposición era digna de la misión de satanás: que era deshacer su auténtica obra mesiánica, y que ya lo había intentado en las ‘tentaciones’ del desierto. Por eso, la proposición de Pedro a Jesús, que surge recia de afecto, es para el ‘escándalo’: tropiezo, obstáculo, pues, de seguirla, se boicoteaba la obra mesiánica del Padre: el mesianismo espiritual de muerte de Cruz. Pedro, con ello, no miraba ‘a las cosas de Dios, sino a las de los hombres’”.8
IV – Las condiciones para seguir a Cristo
34 Y llamando a la gente y a sus discípulos les dijo: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. 35 Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará”.
Esta afirmación tan categórica —referida también en los otros Evangelios (cf. Mt 10, 38-39; Lc 17, 33; Jn 12, 25)— exige de nuestra parte un especial análisis y degustación.
Aquí encontramos las condiciones para ser verdaderos discípulos de Cristo.
“Si alguno quiere venir en pos de Mí”: depende de nuestra libre voluntad. Esperar una gracia que realice en nosotros la plenitud de nuestra salvación, sin el menor concurso de nuestra voluntad, es confundir Redención con creación, o la vida eterna con la natural. Esta invitación, evidentemente, debe recibir una respuesta afirmativa de nuestra parte. Y es indispensable que sea fervorosa, pertinaz y continua. Es decir, no nos podemos olvidar ni un solo segundo de esta decisión.
“Que se niegue a sí mismo”: el origen de todos los pecados se encuentra en el amor desordenado a nosotros mismos en detrimento de la verdadera caridad. Y el mejor remedio para tan terrible enfermedad es esta renuncia, para encontrarnos en Dios. Su primer grado consiste en el horror al pecado mortal, prefiriendo morir a consentir en esta aversión a Dios. El segundo se refiere al pecado venial consciente y deliberado. El tercero incide sobre las imperfecciones y el amor propio, que tan disimuladamente se inmiscuye hasta en la práctica de las virtudes. Al progresar en este último grado, nuestra libertad interior se hace mayor, como también el gozo de la paz y de las consolaciones. Quien vive opuestamente a estos tres grados, o no entendió la grandeza de esta invitación, o la rechazó conscientemente.
“Tome su cruz”: ¡hay cruces y cruces! Las extraordinarias se presentan ante nosotros en las épocas de persecución religiosa. Son los suplicios y la propia muerte. Debemos enfrentarlos, tal como lo hicieron Jesús y todos los mártires, jamás renegando de nuestra Fe.
Habrá otras que son comunes a todos los tiempos. Buena parte de ellas no las buscamos, sino que son indeseadas, como por ejemplo las enfermedades, las debilidades de la ancianidad, los rigores del clima, etc. Otras proceden del azar: las pérdidas financieras, las desgracias, los contratiempos, la pobreza, la incomprensión y el odio gratuito por parte de los demás, persecuciones, injusticias. Otras veces, serán los efectos de nuestro carácter, temperamento, inclinaciones particulares, etc.
¡Cuán numerosas son las cruces que surgen a lo largo de nuestra vida! No las podemos evitar; por el contrario, tenemos la obligación de cargarlas. Y la experiencia nos muestra que se vuelven más pesadas cuando las cargamos sobre nuestros hombros entre lloriqueos y lamentaciones, o peor aún, cuando nos rebelamos contra ellas. Además, en estos casos, los correspondientes méritos disminuyen, o hasta los perdemos.
Por fin, hay cruces escogidas por nosotros mismos, usando de nuestra libertad. Abrazar la vía del matrimonio o de una comunidad religiosa, o hasta incluso la de soltero, viviendo en el mundo cristianamente, significa comprender y desear todos los sufrimientos que corresponden a cada situación. El cumplimiento perfecto de todas las exigencias del respectivo estado de vida, la subordinación de las pasiones, el poner freno a los caprichos, la privación de algunas comodidades, etc., constituyen un campo florido de cruces, inherentes al camino elegido por nuestra decisión. También están, desde luego, la aridez, el tedio, el disgusto que, de vez en cuando, nos asaltan a lo largo de nuestro caminar, sin vuelta atrás. Pero si nuestra determinación fue consciente y, sobre todo, si tuvo origen en un soplo del Espíritu Santo, nunca debemos arrepentirnos. Todo lo contrario, llenémonos de ánimo y entusiasmo, y con paso firme sigamos hasta la meta final de nuestra salvación.
“Y me siga”: si empleásemos nuestros mejores esfuerzos y practicásemos los mayores sacrificios para cargar la cruz por un camino diferente al trazado por Jesús, no valdría de nada. Es necesario abrazar la propia cruz por Él, con Él y en Él. La contemplación de los padecimientos de la Pasión de Cristo nos dará energías para cargar nuestra cruz.
En cuanto a perder o salvar la vida, el P. Andrés Fernández Truyols comenta: “Lo que el Maestro quiere grabar en el corazón de sus oyentes es que se ha de estar dispuesto a pasar por todo, aun la misma muerte, con tal de salvar el alma; que de nada aprovecha al hombre ganar todo el mundo si al fin y al cabo viene a perder su alma, es decir, no logra su eterna salvación”.9