XXV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Una sociedad marcada por la inocencia

Publicado el 09/19/2021

Estando con sus discípulos en Galilea, el Divino Maestro les habla de persecuciones, Muerte y Resurrección, en contraposición a la idea de un Mesías meramente humano, restaurador del poder temporal de Israel. Ante ellos se abre un panorama enteramente nuevo: humildad, desapego y servicio serán las características de quien quiera ejercer la autoridad según el espíritu de Jesús.

Jesús acoge a un niño – Catedral-Basílica de Cristo Rey, Hamilton (Canadá)

En aquel tiempo, 30 se fueron de allí y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, 31 porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará”. 32 Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle. 33 Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó: “¿De qué discutíais por el camino?” 34 Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. 35 Se sentó, llamó a los Doce y les dijo: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. 36 Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: 37 “El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a Mí; y el que me acoge a Mí, no me acoge a Mí, sino al que me ha enviado” (Mc 9, 30-37).


 

I – La sociedad humana en el Paraíso

Una sociedad que se hubiera desarrollado en el Paraíso Terrenal, compuesta por una humanidad en estado de justicia original, habría estado regida por la gracia divina y favorecida con dones preternaturales y sobrenaturales concedidos por Dios. En ella reinaría la plena armonía y el entendimiento entre los hombres, sin envidias ni rivalidades. Cada cual admiraría la virtud de los demás, se alegraría con ellos y les desearía la mayor santidad posible.

Pero el hombre pecó y fue expulsado del Paraíso. La humanidad, despojada de los dones que gozaban nuestros primeros padres, quedó sujeta a la enfermedad, a la muerte, al desequilibrio psíquico y a tantas otras calamidades.

Peor aún, el alma perdió el don de integridad, con el que dominaba la concupiscencia y mantenía las pasiones en perfecto orden.1 Sin este don, las pasiones entraron en ebullición, obligando al ser humano a una incesante lucha interior para gobernarlas. La inocencia entró en estado de beligerancia para preservarse del pecado.

La principal causa de las divergencias

Este desorden trajo como consecuencia la envidia y las rivalidades, que a su vez son la causa principal de las divergencias y las discordias. Pues, como afirma el Apóstol Santiago en la segunda lectura (Sant 3, 16—4, 3) del vigésimo quinto domingo de Tiempo Ordinario, “donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencia y todo tipo de malas acciones” (Sant 3, 16).

En efecto, la envidia es uno de los vicios más perniciosos. Quien se deja llevar por ella, no conoce la felicidad. El envidioso está siempre comparándose con los demás, y cuando se topa con alguien que lo supera en algo, se pregunta de inmediato: “¿Por qué él es más y yo menos? ¿Por qué él tiene y yo no?”. Esta actitud vuelve ácida y amargada su vida, causando toda clase de sinsabores, y a veces incluso malestar físico.

De este “por qué” —que, a fin de cuentas, proviene del orgullo— emanan todos los males. El Apóstol Santiago lo señala claramente: “¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros? ¿No es precisamente de esos deseos de placer que pugnan dentro de vosotros?” (Sant 4, 1).

Cuántos combates entabla el hombre de hoy, por ejemplo, para obtener más dinero, más poder o más prestigio, recurriendo muchas veces a medios ilícitos o hasta delincuenciales. ¡En cuántas miserias morales cae con tal de alcanzar ese objetivo!

Y ocurre que, habiendo incluso acumulado una inmensa fortuna o hallándose encumbrado en la cima del poder, nunca se sentirá satisfecho. Siempre querrá más, porque el alma humana es insaciable por naturaleza, creada como está para lo infinito, lo absoluto, lo eterno.2 De aquí la conclusión de Santiago: “Ambicionáis y no tenéis, asesináis y envidiáis y no podéis conseguir nada, lucháis y os hacéis la guerra, y no obtenéis” (Sant 4, 2).

El hombre codicioso hace un esfuerzo enorme para conseguir algo que, en vez de darle felicidad, le hará perder la paz del alma.

La santidad hace que recuperemos el equilibrio perdido

Para vencer las pasiones desordenadas y recuperar el equilibrio de alma que perdimos por el pecado, existe un único camino: abrazar las vías de la santidad.

En la constante batalla contra las propias pasiones, intentando someterlas a la Ley divina, el hombre irá restaurando la primitiva inocencia y, con ello, sus reacciones de alma se asemejarán cada vez más a las que habría tenido en el Paraíso. Lo que allí le hubiese sido fácil, ahora, en esta tierra de exilio, le cuesta gran esfuerzo, dura lucha interior y mucha ascesis, acompañados por el indispensable auxilio de la gracia. Sin ésta, nadie es capaz de dominar la tremenda efervescencia de sus pasiones.

Por tanto, el Reino de Dios prosperará en esta tierra en la medida en que existan entre los hombres almas santas, faros de virtud y de inocencia que iluminen el camino de la humanidad. Será el Reino de la inocencia, a imagen del Inocente por excelencia, Cristo Nuestro Señor. Así tendremos la realización más cercana posible a la civilización paradisíaca. Y ésta es una de las lecciones más importantes que podemos extraer del rico Evangelio de este domingo.

II – Dos mentalidades en entrechoque

En aquel tiempo, 30 se fueron de allí y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase,…

Después de bajar del monte Tabor y exorcizar a un niño poseso ante una nutrida multitud, Jesús se dirigió a Galilea. Quiso hacer el viaje discretamente, sólo con sus más allegados, porque a lo largo del camino enseñaba a sus discípulos. El Evangelista nos muestra aquí la divina pedagogía de Jesús. Él instruía a los discípulos durante el trayecto mediante la convivencia. No les enseñaba la filosofía de los griegos ni la doctrina de los maestros de Israel; les abría los secretos de su Divino Corazón, les daba a conocer todo lo que había escuchado del Padre (cf. Jn 15, 15).

Jesús prepara a los Apóstoles para la prueba

Nada había trascendido del sublime episodio ocurrido en el Tabor, presenciado únicamente por Pedro, Santiago y Juan. Sin embargo, viendo a éstos tan radiantes y llenos de luz, el resto de los Apóstoles muy probablemente percibían que había sucedido algo grandioso. Sin duda estaban curiosos, tal vez afligidos, por saber qué había sucedido.

Quizá pensasen, de acuerdo con sus criterios mundanos, que el Maestro había revelado algún plan osado para tomar el poder y, de ahí, la necesidad de guardar un riguroso secreto. La idea de la restauración de un reino temporal que otorgase a los israelitas el dominio sobre los demás pueblos estaba tan arraigada en los judíos de aquel tiempo —y también entre los seguidores de Jesús— que después de la Resurrección todavía hubo quien le preguntase: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?” (Hch 1, 6).

Durante el trayecto, el Divino Maestro instruía a los discípulos mediante la convivencia, dándoles a conocer todo lo que había escuchado del Padre El Señor con los Apóstoles – Iglesia de San Patricio, Roxbury (Estados Unidos)

Poco a poco, el Señor iba rectificando esa visión mundana y materialista de sus discípulos. El propio hecho de desplazarse junto a ellos sin que nadie más lo supiera correspondía a ese objetivo. Jesús deseaba estar a solas con los Apóstoles para formarlos y prepararlos para las difíciles pruebas futuras.

31 …porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará”.

Anunciando su Pasión y Muerte, Jesús ponía delante de los Doce el amargor de la prueba y de la persecución.

En efecto, “nada era más chocante para los judíos que la idea de un Mesías sufriente y víctima”,3 afirma Didon. Ellos esperaban con avidez la gloria, el triunfo de Israel, una paz y prosperidad que durase siglos o incluso milenios… Es decir, aspiraban a una eternidad de gozo terreno.

Los Apóstoles se daban cuenta, sin duda, que Jesús estaba creando una institución para dar continuidad a su obra. Percibían también que Él los iba formando para que cada uno asumiera, en determinado momento, un importante papel. Sin embargo, seguían dominados por la idea equivocada de un reino terrenal, y su preocupación era justamente saber quién ocuparía los altos cargos en esa nueva organización.

Así lo apunta Didon cuando comenta las rivalidades que se levantaban entre ellos: “Pedro había sido designado como jefe. Santiago y Juan parecían gozar de cierta predilección. Ahora bien, estas abiertas preferencias no dejaban de despertar en los demás celos y envidias. […] De ahí los ácidos altercados, las competiciones, las ofensas, el amor propio herido”.4

En ese clima de ambición y delirios de mando por parte de sus discípulos, el Señor los estaba preparando pacientemente para que no sucumbieran ante la terrible prueba que se aproximaba.

32 Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle.

Anunciando su Pasión y Muerte, Jesús ponía frente a los Doce el amargor de la prueba y de la persecución Jesús coronado de espinas – Catedral de Santiago, Innsbruck (Austria)

No era la primera vez que Él anunciaba su Pasión y Resurrección a los Apóstoles. Sin embargo, éstos se hallaban tan lejos de semejantes reflexiones que ni siquiera Pedro, Santiago o Juan, testigos privilegiados de la Transfiguración, entendieron lo que les quiso decir. Al bajar del monte Tabor, el Señor ya los había advertido para que no contaran nada “hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos” (Mc 9, 9). Con todo, ignoraban el sentido de esas palabras, pues discutían entre sí lo que significaría “aquello de resucitar de entre los muertos” (Mc 9, 10). El Crisóstomo bien apunta que “aun después de reprendido Pedro, aun después que Moisés y Elías habían hablado sobre ella [la Muerte de Cristo] y la habían calificado de ‘gloria’, a despecho de la voz del Padre, emitida desde la nube, y de tantos milagros y de la Resurrección inmediata (pues no les dijo que había de durar mucho tiempo en la muerte, sino que al tercer día resucitaría), a despecho de todo esto, no pudieron soportar el nuevo anuncio de la Pasión, sino que se entristecieron, y no como quiera, sino profundamente. Tristeza que procedía de ignorar la fuerza de las palabras del Señor”.5

De su parte, el P. Lagrange analiza así este pasaje: “Los discípulos siguen sin comprender. La Pasión era lo que menos convenía al Mesías; la necesidad del sufrimiento es lo que menos comprendían de la doctrina de Jesús. Cuando el Maestro habla del asunto por primera vez Pedro protesta, pero es vivamente reprendido (cf. Mc 8, 33); la segunda vez cambiaron de tema (cf. Mc 9, 11); ahora no se atreven siquiera a preguntar”.6

Su mentalidad estaba en conflicto con el Señor

Si los discípulos no comprendían lo que les decía, ¿por qué razón tenían miedo de preguntar? Jesús siempre los había tratado con una bondad inefable y la ocasión no podría ser más propicia, estando ellos, como estaban, a solas con su Maestro. ¡Era tan fácil, sobre todo en aquel momento de intimidad, pedirle una aclaración!

Hay que decir que existía una profunda razón psicológica. La perspectiva de aquella Muerte iba contra todos los planes de proyección social, de solución política y económica que ellos anhelaban. Significaba la destrucción del castillo de ilusiones que los israelitas habían construido con respecto al Mesías: el de un hombre capacísimo, lleno de dones para liberar al pueblo elegido de la dominación romana y elevarlo por encima de los demás pueblos.

Los Apóstoles se daban cuenta que su mentalidad entraba en colisión con la del Señor, pues el Maestro enseñaba una doctrina que, en el fondo de sus corazones, no querían escuchar. La respuesta de Jesús podía dejar demasiado patente esa disonancia, colocándolos en la obligación de cambiar de mentalidad, algo que no querían.

El P. Tuya hace esta acertada observación: “Ellos saben que las predicciones del Maestro se cumplen, y tienen un presentimiento de aquel programa sombrío —sobre Él y sobre ellos— y evitan el insistir sobre él”.7

La filosofía tomista enseña que el hombre nunca practica el mal en cuanto mal; siempre trata de justificarlo, dándole una apariencia de bien.8 En el espíritu de los discípulos dos ideas contradictorias entraban en conflicto: la del auténtico Mesías, que les hablaba de persecuciones, Muerte y Resurrección, y la de un Mesías meramente humano, restaurador del poder temporal de Israel. Por eso, racionalizaban las cosas para justificar aquella idea errónea en la cual insistían en creer.

El recelo de romper los cimientos de esa mentalidad política y terrenal les hacía tener miedo de preguntar.

33 Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó: “¿De qué discutíais por el camino?” 34 Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante.

Cristo sabía perfectamente de qué habían hablado los Apóstoles durante el trayecto. Pero, ante la incómoda pregunta, ellos se callan, avergonzados de decirle al Maestro que el tema de su conversación había sido una disputa egoísta sobre primacía personal.

Su silencio ya era un reconocimiento a medias de la falta cometida, de la cual tenían cierta conciencia, como afirma el Cardenal Gomá: “Su conducta está en flagrante oposición con el sentir del Maestro, y están confundidos ante Él”.9

“Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó: ‘¿De qué discutíais por el camino?’” (Mc 9, 33) Ruinas de Cafarnaún, Tierra Santa

En el mismo sentido se pronuncian comentaristas de la Compañía de Jesús: “El silencio de los discípulos a la pregunta del Maestro es muy psicológico. Se sienten, sin duda, conscientes de que sus aspiraciones no encontrarían aprobación”.10

Un concepto nuevo de autoridad

35 Se sentó, llamó a los Doce y les dijo: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.

El Maestro conocía bien aquellos que había elegido, ya que, como dice el P. Lagrange, el Señor “no se espanta con la preocupación de los discípulos, ni se opone al principio de jerarquía, sino que insinúa el espíritu nuevo que debe animar a los que ejercen el mando. Ciertamente aquí está el anticipo de otro orden de cosas”. 11 

Con sus palabras, Jesús no condena el deseo de obtener la primacía, pero coloca una condición: para ser el primero, es necesario ser “el último de todos y el servidor de todos”. Esta afirmación abría un panorama completamente nuevo para los Apóstoles, los cuales creían en el concepto de autoridad tal como se aceptaba en aquellos tiempos: el más fuerte, más capaz, más inteligente, más rico o más astuto, ése manda y los demás obedecen.

Frente a esa visión, el Señor declara la regla de gobierno que habrá de regir en la Era Cristiana: “El nuevo Reino que quiero instaurar no será como los reinos de la tierra. En mis discípulos no debe haber espíritu de ambición ni la búsqueda de grandezas. Al contrario, la primera condición, la condición fundamental para aspirar al primer puesto en el Reino mesiánico es la humildad, el menosprecio de los honores, el desinterés de quien se olvida de sí mismo para ponerse al servicio de sus hermanos”.12

Humildad, menosprecio de los honores, desinterés de sí mismo y dedicación a los hermanos: aquí están las características de quien debe mandar según el espíritu de Jesús. Es la primacía de la virtud y de la inocencia en la sociedad. Nada más opuesto a la ira, la envidia y las rivalidades que tanto atormentan al hombre después del pecado original.

El P. Maldonado transcribe el expresivo comentario del Obispo y mártir San Cipriano: “Con su respuesta cortó cualquier emulación y extirpó toda ocasión y materia de mordaz envidia. No es lícito al discípulo de Cristo tener estos celos y envidias, ni puede haber entre nosotros pugna por sobresalir, pues hemos aprendido que el camino para la excelencia es la humildad”.13

Conviene destacar que Jesús “se sentó” antes de hacer esta solemne declaración “como para juzgar desde su tribunal y enseñar desde su cátedra a los Apóstoles una cosa grave y de importancia, que merecía hacerse no de pie y como de paso, sino sentado y de propósito, con toda advertencia y consideración”.14

III – Gobernar en función de la inocencia

36 Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:…

Los exégetas comentan ampliamente este episodio en el que Jesús llama a un niño junto a sí, relacionándolo con el relato de San Lucas quien, al final de su narración, reproduce estas palabras del Salvador: “Pues el más pequeño de vosotros es el más importante” (Lc 9, 48).

Los niños están libres de envidia y vanagloria

En general, es resaltado cómo el Divino Maestro se sirve de este elocuente recurso pedagógico para hace ver a los discípulos, enceguecidos por el deseo de supremacía, la necesidad de ser sencillos y humildes. Pues, como observa el Crisóstomo, “allí les puso en medio un niño muy pequeñuelo, exento que está de todas las pasiones. Un niño así está exento de orgullo, de ambición de gloria, de envidia, de terquedad y de todas las pasiones semejantes”.15

A su vez, Beda el Venerable destaca la alta estima que Dios siente por la humildad, porque “aconseja a quienes desean ser los primeros que reciban en su honor a los pobres de Cristo, o que sean como niños, a fin de conservar la sencillez sin arrogancia, la caridad sin envidia y la dedicación sin ira. El hecho de abrazar al niño significa que los humildes son dignos de su abrazo y de su amor”.16

Jesús muestra en este episodio que el verdadero discípulo no debe preocuparse en absoluto si será o no maltratado, olvidado, puesto de lado. Debe presentarse sin pretensiones ni orgullo, y, por lo contrario, admirando las cualidades ajenas. Quien actúe así será el primero en recibir la misericordia de Dios. Quien se considere el último y se tenga por el menor, será quien más reciba de la Divina Providencia.

Es fácil imaginar la profunda perplejidad de los Doce en aquel momento. Querían ocupar cargos destacados, pero Jesús les señala la necesidad de buscar el último lugar. Anhelaban un reino mesiánico glorioso, pero el Señor les advierte sobre su Pasión y Muerte en la Cruz… El choque de mentalidades se hace cada vez más patente, y, sin embargo, todo es dicho con dulzura, sin acritud, en el momento oportuno, de manera que las divinas palabras del Maestro impregnen benéficamente sus espíritus. Una vez más les manifiesta el admirable y delicado arte de la corrección, que servirá de modelo para todos los que vayan a tener el encargo de dirigir las almas.

Jesús expresa su amor por quien no pecó jamás

37 “El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a Mí; y el que me acoge a Mí, no me acoge a Mí, sino al que me ha enviado”.

Aunque los Evangelistas son muy sintéticos en este pasaje, podemos pensar que Jesús debió demorarse bastante con este niño, haciendo hermosísimas consideraciones sobre la infancia. Podemos suponer también con cuánto ardor elogió su humildad y modestia, realzando las virtudes tan propias de quien no pecó jamás.

“El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a Mí; y el que me acoge a Mí, no me acoge a Mí, sino al que me ha enviado” (Mc 9, 37) Detalle de un capitel – Claustro de la Catedral de Monreale (Italia)

Así, en este último versículo del Evangelio se refleja todo el amor del Señor por la inocencia, representada en el niño a quien abraza. Este niño —el futuro mártir San Ignacio de Antioquía, según una antigua tradición— simboliza la persona que se entrega a Dios con recta intención, sin reservas ni racionalizaciones.

Cristo es, en cuanto Hombre, modelo del inocente, y en cuanto Dios, la Inocencia en esencia. Llama a ese niño junto a Él porque, como enseña San León Magno, “ama la infancia, maestra de humildad, regla de inocencia, modelo de dulzura. Cristo ama la infancia, sobre la cual orienta el modo de actuar de los adultos, y hacia la cual quiere reconducir la vejez; e incentiva a imitar su propio ejemplo (cf. I Cor 14, 20) a quienes elevará al Reino Eterno”.17

Con respecto a este versículo, comenta San Beda: “Y añade ‘en mi nombre’, para que los discípulos, guiados por la razón, adquieran en nombre de Cristo la virtud que el niño practica guiado por la naturaleza. No obstante, para que no pensaran que el Señor se refería solamente a ese niño, cuando enseñaba que a Él se lo honraría en los niños, […] añade: ‘Y el que me acoge a Mí, no me acoge a Mí, sino al que me ha enviado’, queriendo ser considerado en igual grado que su Padre”.18

“El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a Mí”. Jesús se muestra así igual al Padre, indicando al mismo tiempo que quien recibe al inocente, lo trata bien y lo protege, abraza en realidad al propio Dios.

En tal perspectiva, Maldonado recuerda que San Marcos “aduce esta razón en lugar de la conclusión que pone San Mateo: ‘En verdad os digo que, si no os convirtiereis y os hiciereis semejantes a niños, no entraréis en el Reino de los Cielos’. Esta conclusión se prueba implícitamente con lo que dice aquí San Marcos, que ninguno entrará al Reino de Dios si no es semejante a Dios. ‘No podrá entrar en aquella ciudad (como escribe San Juan en el Apocalipsis 21, 27) ninguna cosa manchada’. No podéis ser semejantes a Dios si no lo recibís, y no lo podéis recibir si no me recibís a Mí, que he sido enviado por el Padre. Y a Mí no me podéis recibir si no recibís en mi nombre a los niños y os asemejáis a ellos; por tanto, ‘si no os convertís y hacéis como niños, no entraréis al Reino de los Cielos’”.19

Una nueva forma de gobernar y relacionarse

De acuerdo al espíritu del Evangelio, declarado poco antes por el Divino Maestro, quien quiera tener autoridad debe estar dispuesto al servicio. Jesús acaba de enseñar esta verdad a los Apóstoles, chocando enteramente contra la mentalidad pagana que dominaba sus espíritus, según la cual debía dominarse a los otros mediante la fuerza.

En una sociedad marcada por la inocencia, la autoridad debe gobernar al súbdito como quien gobierna a un niño, el cual no tiene delirio de mando; es modesto, dócil y humilde, siempre a disposición de los demás. Como es tierno y frágil, pide que lo conduzcan con cariño y afecto. Y para eso, quien tutela debe colocarse al servicio de sus subordinados, creando un régimen que busque más atraer que imponer, buscando despertar en ellos el entusiasmo por la práctica del bien.

IV – El bien más precioso que el hombre puede recibir

Por su amor ardoroso al Divino Maestro, Santa María Magdalena recuperó la inocencia perdida Santa María Magdalena (detalle), por Francesco Brea – Museo Palazzo Rosso, Génova (Italia)

Preservar la inocencia bautismal —o recuperarla, si se tuvo la desgracia de perderla— ha de ser la meta de todo cristiano. Porque quien la posee, conserva en el alma a Jesucristo, al Padre y al Espíritu Santo.

La inocencia es el bien más precioso que el hombre puede recibir. La unión con quien jamás pecó, la propia Santísima Trinidad, le otorga una autoridad que ni el poder, ni el dinero, ni las maniobras diplomáticas son capaces de conceder.

En su primitiva inocencia el hombre era inerrante, puesto que, como enseña Santo Tomás, “la rectitud del estado primitivo no era compatible con engaño intelectual alguno”.20 De manera análoga, el hombre que mantiene su inocencia bautismal será infalible en la medida en que se deje guiar por la gracia, por las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Así lo afirma el P. Garrigou-Lagrange: “En el orden de la gracia, la fe infusa nos hace adherir a la Palabra divina y a lo que ella expresa. […] Mientras los sabios disertan interminablemente y proponen toda clase de hipótesis, Dios hace su obra en aquellos que tienen el corazón puro”.21

Por tanto, debemos emplear todos nuestros esfuerzos para mantener nuestra alma libre de pecado, aunque para esto haya que sacrificar la propia vida. Y, si por desgracia hemos perdido la inocencia bautismal, esforcémonos al máximo en recuperarla, tal como hizo Santa María Magdalena, por medio de un amor ardoroso al Divino Maestro. Ella amó tanto y a tal punto se asemejó al Amado, que es venerada como la primera de las vírgenes en la Letanía de los Santos.

 

1) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Compendium Theologiæ. L.I, c.192.
2) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q.3, a.8.
3) DIDON, OP, Henri-Louis. Jésus Christ. Paris: Plon, Nourrit et Cie, 1891, p.483.
4) Idem, p.484.
5) SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía LVIII, n.1. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (46-90). 2.ed. Madrid: BAC, 2007, v.II, p.216-217.
6) LAGRANGE, OP, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Marc. 5.ed. Paris: Lecoffre; J. Gabalda, 1929, p.244.
7) TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v.V, p.695.
8) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q.27, a.1, ad 1.
9) GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. El Evangelio explicado. Año tercero de la vida pública de Jesús. Barcelona: Rafael Casulleras, 1930, v.III, p.83.
10) LEAL, SJ, Juan; DEL PÁRAMO, SJ, Severiano; ALONSO, SJ, José. La Sagrada Escritura. Evangelios. Madrid: BAC, 1961, v.I, p.450.
11) LAGRANGE, op. cit., p.244-245.
12) DEHAUT. L’Évangile expliqué, défendu, médité. 2.ed. Paris: Lethielleux, 1867, v.III, p.290.
13) MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los Cuatro Evangelios. Evangelios de San Marcos y San Lucas. Madrid: BAC, 1951, v.II, p.151.
14) Idem, ibidem.
15) SAN JUAN CRISÓSTOMO, op. cit., n.3, p.223.
16) SAN BEDA. In Marci Evangelium Expositio. L.III, c.9: ML 92, 224.
17) SAN LEÓN MAGNO. In Epiphaniæ Solemnitate. Sermo VII, hom.18 [XXXVII], n.3. In: Sermons. 2.ed. Paris: Du Cerf, 1964, v.I, p.281.
18) SAN BEDA, op. cit., 224-225.
19) MALDONADO, op. cit., p.152-153.
20) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q.94, a.4.
21) GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. Le sens commun. La philosophie de l’être et les formules dogmatiques. 4.ed. Paris: Desclée de Brouwer, 1936, p.412; 417.

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