Juan Bautista Lemoyne, el biógrafo de san Juan Bosco, que vivió muchos años junto a él, nos dice que “en julio de 1854 se presentaron los primeros casos de cólera en la ciudad de Turín donde vivía Don Bosco; pero él les dijo a los jóvenes del Oratorio: Vosotros estad tranquilos. Si cumplís lo que yo os digo, os libraréis del peligro. Ante todo debéis vivir en gracia de Dios, llevar al cuello una medalla de la Santísima Virgen que yo bendeciré y regalaré a cada uno y rezar cada día un padrenuestro, un avemaría y un gloria con la oración de san Luis Gonzaga, añadiendo la jaculatoria: Líbranos, Señor, de todo mal… Por término medio, moría un setenta por ciento de los afectados, así que, salvo la peste, ninguna otra enfermedad conocida presentaba tan espantosa mortalidad…
En algunos lugares, en cuanto uno era atacado, los vecinos y hasta los mismos parientes se amedrentaban de tal modo que dejaban al enfermo sin la menor ayuda ni asistencia y era preciso que un alma caritativa y valiente se prestase a atenderlo, cosa que no siempre resultaba fácil de encontrar. Llegó a ser preciso que los sepultureros pasaran por las ventanas y rompieran las puertas para entrar en las casas a sacar los cadáveres ya corrompidos… Los casos pasaron de uno a diez, a veinte, a treinta y hasta cincuenta y sesenta por día. Del 1 de agosto hasta el 21 de noviembre se dieron en la ciudad y en sus arrabales casi 2.500 casos, de los que 1.400 fueron mortales. Junto al Oratorio hubo familias que quedaron no solamente diezmadas, sino exterminadas.
Al esparcirse la noticia de que el mal empezaba a extenderse por la ciudad, Don Bosco demostró ser el padre amoroso y el buen pastor de sus hijos. Empleó todas las precauciones posibles aconsejadas por la prudencia y la ciencia para no tentar al Señor… Les dijo: Os recomiendo que hagáis mañana una buena confesión y comunión para que pueda ofreceros a todos juntos a la Santísima Virgen, rogándole que os proteja y defienda como a hijos suyos queridísimos…
Les dijo también: La causa de todo es sin duda el pecado. Si todos vosotros os ponéis en gracia de Dios y no cometéis ningún pecado mortal, yo os aseguro que ninguno será atacado por el cólera; pero, si alguno se obstina en seguir siendo enemigo de Dios o lo que es peor le ofendiera gravemente, a partir de ese momento yo no podría garantizar lo mismo para él ni para ningún otro de la casa. Así les dijo Don Bosco la tarde del 5 de agosto de 1854…
Don Bosco se aprestó a asistir a las víctimas. Era dificilísimo encontrar personas que ni aun bien pagadas quisieran prestarse a atender a los enfermos allí o en las casas particulares. Hasta los más valientes temían el contagio y no querían correr el riesgo de su propia vida. Entonces, él reunió a sus jóvenes y les dirigió unas sentidas palabras. Les describió el miserable estado en que se encontraban muchos enfermos, algunos de los cuales morían por falta del oportuno y necesario socorro… Los muchachos del Oratorio se portaron como hijos de tal padre. Catorce de ellos se presentaron inmediatamente dispuestos a secundar sus deseos y dieron su nombre para ser inscritos en la lista de la comisión sanitaria y, pocos días después, siguieron su ejemplo otros treinta.
Si se tiene en cuenta por una parte el pánico que en aquellos días se enseñoreaba de los espíritus al extremo de que muchos, sin excluir a los médicos, huían de la ciudad; y que había enfermos abandonados por sus propios parientes;
y, por otra parte, la edad y la natural timidez de los muchachos en semejantes casos, no puede dejarse de admirar la noble audacia de los hijos de Don Bosco, el cual se alegró tanto que lloró de satisfacción…
En aquel tiempo, los alumnos del internado, con Don Bosco y su madre, formaban una familia de casi cien personas. Estaban instalados en un lugar donde el cólera causó muchos estragos, ya que, lo mismo a la derecha que a la izquierda, cada casa tuvo que llorar sus muertos. Después de cuatro meses de pasada la epidemia, de tantos como eran, no faltaba ni uno. El cólera los había cercado, había llegado hasta las puertas del Oratorio, pero como si una mano invisible le hubiera hecho retroceder, obedeció, respetando la vida de todos. Y causaba además admiración el hecho de que los muchachos que se habían dedicado en aquellos días a atender a los enfermos, estaban tan sanos, fuertes y vigorosos que parecía hubieran transcurrido aquellos días, no entre los aires malsanos de los lazaretos y casas apestadas, sino en medio del campo delicioso y saludable en plenas vacaciones y descanso. Así que todos los que conocían el caso estaban maravillados y resultaba imposible no descubrir en el hecho la mano misericordiosa de Dios, que los había protegido visiblemente…
El 8 de diciembre de ese año 1854, fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, el mismo día en que lo proclamaba solemnemente dogma de fe el inmortal Pontífice Pío IX, Don Bosco les dijo a sus jóvenes: Demos gracias, queridos hijos, a Dios que razón tenemos para ello; porque, como veis, nos ha conservado la vida en medio de mil peligros de muerte. Mas para que nuestra acción de gracias sea agradable, unamos a ella una cordial y sincera promesa de consagrar a su servicio el resto de nuestros días, amándolo con todo nuestro corazón, practicando la religión como buenos cristianos, guardando
los mandamientos de Dios y de la Iglesia, huyendo del pecado mortal, que es una enfermedad mucho peor que el cólera y la peste. Dicho esto, entonó el Tedéum, que los muchachos cantaron transportados de vivo reconocimiento y amor”.
Otros casos:
“Las hermanas de san José, antes de salir de Pinerolo para ir a asistir a los atacados del cólera, quisieron recibir de Don Bosco la medalla y la bendición. Él les prometió que todas volverían incólumes y así fue. Relaciones llegadas a Don Bosco o al Oratorio de mil lugares testimoniaban hechos individuales y colectivos que demostraban la portentosa eficacia de la medalla… Los salesianos repartieron muchas medallas el 23 de agosto de 1884 a los muchachos internos y externos de La Spezia y ninguno de los que, dóciles a las sugerencias, se pusieron la medalla bendecida, fue atacado. Murieron algunos alumnos externos, pero se descubrió que no habían hecho ningún caso de la medalla.
Un hecho trágico confirmó que la inmunidad no se debía más que a la bondad de María. Una pobre mujer, que se enteró de las maravillas de la medalla, corrió a hacerse con ella y se la puso al cuello a su hija de seis años que luchaba contra las embestidas del mal. Mejoraba la pequeñita a ojos vistas. Cuando llegó el padre y vio aquel objeto religioso, se lo arrancó y lo tiró, vomitando blasfemias. Recuperó el cólera su violencia y la niña murió”.
“También en Francia las medallas de María Auxiliadora, bendecidas por Don Bosco, fueron portadoras de salvación. El inspector de Marsella escribía a Don Bosco en 1884: La ciudad está casi despoblada. Más de cien mil personas huyeron. Muchas calles están completamente desiertas. Mueren cada día por término medio de noventa a cien personas… Pero en nuestra casa,
gracias a la protección de María Auxiliadora, no hemos tenido todavía ni un solo caso. Mejor, cuatro veces vimos en algún pobre muchacho todos los síntomas del cólera, pero tuvimos la satisfacción de verlos desaparecer a las pocas horas. Es un milagro de la Virgen. Tenemos en casa todavía más de ciento cincuenta muchachos. Los que marcharon a sus casas disfrutan de magnífica salud y ninguno de ellos ha sido atacado todavía por la terrible peste. Todos llevan al cuello la medalla de María Auxiliadora y hacen lo posible por practicar el remedio que usted ha sugerido. Otra noticia consoladora es que ninguno de nuestros bienhechores y amigos ha caído enfermo hasta ahora” .
“El 27 de julio de 1886, recordaba Don Bosco en una carta que, para estar libres del cólera, era necesario:
1. Llevar siempre al cuello o consigo la medalla de la Virgen.
2. Invocar frecuentemente a María Auxiliadora: María Auxiliadora, ruega por nosotros.
3. Recibir con frecuencia los santos sacramentos de la confesión y comunión”.