Balduino IV, el rey leproso Parte I

Publicado el 08/19/2020

Nada fue tan bello como el comienzo de las Cruzadas. Y nada fue más triste que el ocaso plúmbeo, parduzco, feo en el cual se hundieron. Pero Dios suscitó en el Oriente una de las más altas figuras del mundo del tiempo de las Cruzadas decadentes: un rey leproso.

Los comentarios que haré a continuación sólo pueden ser valorados en toda su importancia y expresión si tomamos en consideración los tiempos en los cuales los hechos que serán narrados se desarrollaron, o sea, la Edad Media, en el ocaso de las Cruzadas.

 

El brillo de la gracia de las Cruzadas resplandece hasta hoy

Las Cruzadas representaron uno de los más bellos movimientos de alma que la Iglesia tuvo, a lo largo de todos los siglos de su existencia. Como todo lo bello que sucede en la Iglesia, a ese movimiento de alma correspondía una gran gracia. Era la gracia de las Cruzadas, de la cual un resto de brillo

todavía resplandece en la mirada contaminada y cansada del hombre contemporáneo, porque cuando se habla de Cruzadas, todo el mundo comprende de qué se trata.

Cuando se dice “este tiene el espíritu de un Cruzado”, se entiende que es un héroe, no de un heroísmo común, sino iluminado de Religión, de Fe, de certezas de todo orden, con una disposición y un ánimo extraordinarios para soportar cualquier forma de dolor, de sufrimiento, de riesgo. Un ímpetu de guerra, una capacidad de impacto sin precedentes y probablemente sin antecedentes en la Historia. Todos estos conceptos se reúnen y brillan a los ojos con una luz de Fe, cuando se habla sobre las Cruzadas.

Nada fue tan bello como el comienzo de las Cruzadas. A causa de esto, nada fue más triste como ocaso plúmbeo, parduzco, feo en el cual se hundieron.

La razón de este hundimiento la conocemos. Los primeros Cruzados eran varones inspirados por una gran Fe. Pero comenzaron a mezclarse con ellos hombres que hacían la guerra santa preocupados en obtener el brillo, que en la opinión pública de Occidente les daría una participación heroica en las Cruzadas. Es decir, haber resplandecido de heroísmo en las Cruzadas daba, en Occidente, lo que hoy llamarían “un gran impacto”. Y fácilmente hasta promovía al individuo en la escala nobiliaria, que era el ámbito de ascensión política, social y económica en aquel tiempo. De manera que había un interés humano, conjugado con el interés sobrenatural en ser Cruzado.

Con el declive de la influencia de la Religión, los Cruzados interesados fueron más numerosos que los auténticos, legítimos, que lo eran por verdadero espíritu de Fe. Así, las Cruzadas se fueron tornando guerras de conquista, para que los combatientes obtuvieran reinos y feudos confortables en la península balcánica y, sobre todo, en Tierra Santa y en África del Norte, fundando allí el Reino de Chipre, por ejemplo, ilustre en aquel tiempo.

El rey era la síntesis y la personificación del país…

Entonces, a los guerreros, que iban a las Cruzadas por esas razones, las ocasiones de pecado que la guerra trae consigo los solicitaban mucho: las rivalidades, las disputas, las injusticias en el reparto de las ventajas obtenidas y, naturalmente, también el pecado de la carne, porque en los saqueos de aquellas ciudades conquistadas se presentaban mil ocasiones de tentaciones.

Así, el ideal de la Cruzada se fue rebajando y contaminando cada vez más. En ese ocaso triste de las Cruzadas, en el que las propias Ordenes de Caballería estaban afectadas en su integridad, en su fidelidad al primitivo espíritu, la Providencia quiso que ellas brillaran enviándoles un rey, del que no me sorprendería en nada si, al menos en el Reino de María, fuera canonizado.

Para comprender bien quién era ese rey, suscitado como una especie de réplica de Dios a la ambición vulgar y el espíritu egoísta de la mayor parte de los Cruzados de la decadencia, necesitamos considerar, lo que era en aquel tiempo un rey y luego, en el extremo opuesto, lo que era un leproso.

El rey no era una figura meramente decorativa, sino un ungido de Dios, pues recibía una investidura por medio de una ceremonia religiosa: una coronación o una unción – o ambas cosas juntas- hecha por manos de un eclesiástico, en general un obispo. Esto hacía del monarca un representante de Dios en la Tierra, encargado de hacer prosperar la causa de Dios en el orden civil, como un obispo o un papa tiene la misión de aumentarla en el orden espiritual.

Además, hombre dotado de un gran poder y, por eso, muy reverenciado, cortejado por todo el mundo. Él estaba en el ápice de toda especie de jerarquía temporal, era la síntesis y la personificación del país. No se podía ser más que un rey.

… y el leproso, la abominación de los hombres

En el extremo opuesto tenemos el leproso, considerado la abominación de los hombres. Porque en aquel tiempo no existía el proceso de curación o de detención de la infección leprosa que hoy se conoce; y cuando un individuo era alcanzado por esta enfermedad, lo consideraban irremisiblemente perdido.

Sin embargo, la lepra – al menos en muchas de sus manifestaciones, frecuentes en aquel tiempo – es una enfermedad lenta, que va matando al individuo poco a poco y de un modo horroroso, porque él va pudriéndose paulatinamente. Las extremidades se hinchan, entumecen y después se van cayendo de podridas. Entonces comienzan a caer los dedos, los tobillos, la nariz; las orejas se hinchan desmedidamente y caen también… La persona se torna una especie de llaga viva: el rostro todo, una llaga; los ojos rojos, incandescentes, porque la lepra ataca el globo ocular. El leproso queda todo él devorado por esa putrefacción que, naturalmente, acaba llevándoselo de este mundo.

Los antiguos tenían horror a la lepra, evidentemente. A causa de esto, apartaban al leproso de la convivencia humana. Estaba, por tanto, en el extremo opuesto de un rey buscado y admirado por todos. El leproso causaba terror, se huía de él. Existía hasta la obligación de internarse en un leprosario, y pasar allí la vida entera.

El proceso de internación de alguien en un leprosario era muchas veces el siguiente: una vez declarada leprosa por la autoridad competente, la persona era llevada por la familia a la iglesia, permanecía acostada en un ataúd y el padre recitaba sobre ella oraciones especiales, declarándola apartada de la convivencia social. Era conducida, entonces, dentro del ataúd abierto, en cortejo, desde la aldea hasta el leprosario próximo. dejaban el ataúd a las puertas del leprosario, y todos se iban. Allí moraban solamente leprosos y uno u otro padre, monja o lego de alma heroica, que allá vivían para ayudar a aquellos desventurados. Así, el leproso se sumergía en aquel infierno vivo por el miedo que la sociedad tenía de que se volviera un foco de contagio.

Vemos así cómo el leproso y el rey están en extremos opuestos. Sin embargo, tuvo a bien la Providencia Divina suscitar en Oriente, como una de las más altas figuras del mundo de las Cruzadas decadentes, un rey leproso.

 

Un rey leproso, prototipo del guerrero

La figura de un rey leproso es dramática. Un hombre que carga con-sigo una enfermedad de la cual todo el mundo tiene miedo, pero que por el juego de las circunstancias debe quedar en su cargo, pues él sabe que así hará a la Iglesia un bien que en medio de aquella decadencia ningún otro realizaría. Entonces él es, al mismo tiempo, buscado y evitado con horror por todas las personas.

Viviendo en el esplendor de un palacio, cercado de todo aquel lujo, él es el putrefacto, el horripilante, el gusano puesto en medio de la flor. Es la contradicción entre el fausto que lo rodea y la hediondez de la decrepitud física de un hombre que va pudriéndose en vida.

 

A pesar de la lepra, este hombre, por amor a la Iglesia Católica, dio todas las pruebas de vigor físico, combatiendo como cualquier guerrero, y en la vanguardia, metiendo terror en sus adversarios, ¡de tal manera fue gran batallador! Enfrentando,de otro lado, pruebas terribles, porque cargaba el peso enorme de sostener una avalancha que caía. Era un mundo todo deteriorado, moralmente leproso, contra el cual debía reaccionar. Sus íntimos, sus más cercanos, no valían nada. A pesar de todo, necesitaba mantener de pie el estandarte de la Cruz en el Oriente Próximo durante toda su vida.

Veremos entonces desarrollarse la tragedia de este rey leproso – Balduino IV, último monarca de Jerusalén, reino cuyo primer rey fue Godofredo de Bouillon – con manifestaciones de heroísmo fantásticas y de una dedicación a la Causa Católica extraordinaria, que hacen de él el prototipo del caballero, del rey y del leproso. En una palabra, sola: el prototipo del católico, porque él cargó con coraje todas las crisis, todo cuanto debía sufrir en su pobre cuerpo llagado y en su alma.

Una forma de silencio que sólo pesa sobre los espléndidos

Comentaré algunas notas biográficas sacadas del libro Los Templarios, de Georges Bordonovei “Nada en la historia de las Cruzadas es más emocionante que el reino doloroso de Balduino IV.” A mi juicio, él se podría llamar el “rey de los dolores”, porque su reino fue un reino doloroso, y tuvo el reinado de los dolores. Todos los dolores confluyeron en él.

“Nada, entre los varios ejemplos famosos, puede testimoniar mejor el imperio de un espíritu de hierro sobre la carne débil. Este fue un rey sublime, de quien los historiadores tratan sólo de paso. Lo que hace preguntar por qué, hasta aquí, ningún escritor se inspiró en él, excepto tal vez el viejo poeta alemán Wolfram von Eschenbach.

“Ni la novela, ni el teatro lo invocan y, sin embargo, su breve existencia, llena de acontecimientos coloridos, forma una apasionante y dilacerante tragedia.”

Esto mismo indica que fue un hombre muy bueno. Porque el cuadro sería por demás tentador para una pieza de teatro, una película, una biografía, una lectura espiritual. Si la memoria de este hombre está de tal manera puesta al margen, cuando podría dar pretexto a que tantos escritores famosos se hicieran aún más célebres, es evidentemente porque él fue óptimo. Esta forma de silencio sólo pesa sobre los espléndidos, y ya equivale, por sí misma, a una presunción de canonización.

Jugando a la guerra, no sentía los golpes

“El destino sonreía en su infancia.” La palabra destino es pésima. La Providencia es la que sonreía a su infancia.

“Robusto y bello. Estaba dotado de una inteligencia aguzada, de su raza angevina. “

Es decir, su familia era noble, procedente de Anjou, en Francia.

“Para su formación le fue dado por preceptor a Guillermo de Tiro. Dos veces hizo que Saladino huyese. Y más aún, mucho más, fue testigo de los poderes de un hombre sobre sí mismo, y la encarnación asombrosa de sus más altos deberes con gran preocupación y

dedicación, como convenía a un hijo de rey.

“El pequeño Balduino tenía muy buena memoria, conocía suficientemente las letras”

Lo que no era tan frecuente en nuestra querida Edad Media.

“Retenía muchos cuentos, y los contaba con placer: “Un día…” Ahí comienza la tragedia.

… “en que jugaba a la guerra con los hijos de los barones de Jerusalén, se descubrió que tenía los miembros insensibles. Los otros niños gritaban cuando los herían, pero Balduino no decía una sola palabra.

“Este hecho se repitió en muchas ocasiones. A tal punto que el preceptor Guillermo se alarmó. Primero pensó que el niño hacía una proeza, despreciando el quejarse. Entonces, dirigiéndole la palabra le preguntó por qué sufría aquellos golpes sin quejarse. El pequeño respondió que

los niños no lo herían, que él no sentía nada con las raspaduras.

“Entonces el maestro examinó su brazo y su mano y constató que estaban adormecidos.” El primer síntoma de la lepra es la disminución de la sensibilidad. Era la señal evidente de la lepra, enfermedad terrible e incurable en aquel tiempo.

“Los médicos a los cuales fue confiado no podían detener la infección, ni siquiera retardar la lenta descomposición que afectaría sus carnes.

Toda su vida no fue sino una lucha contra el mal irreductible.

Dos veces hizo que Saladino huyese

Balduino IV fue rey digno de San Luis, un santo, un hombre, en fin, y es esto lo que, sobre todo, importa a nuestra admiración sin reticencias, a quien ninguna desgracia llegó a destruir su vigor de alma, sus convicciones, la altivez, las cualidades de corazón, el sentido de responsabilidad, de loscuales sacaba vigor y coraje”.

Balduino, en medio de todo esto, era un hombre no sólo valiente, sino digno y altivo. Para conservarse digno y altivo en esas condiciones, ¡es preciso tener fuerza de alma!

“Al final de 1174, Saladino, señor de Damasco, vino a sitiar Alepo. Los descendientes de Noredim pidieron socorro a los francos. Raimundo de Trípoli atacó la plaza fuerte de Homs. Balduino IV emprendió un avance victorioso sobre Damasco.

“Esas iniciativas hicieron que Saladino abandonara su deseo inicial.” Saladino era un gran guerrero. Huyó a causa de la presión que Balduino ejerció contra él.

“En 1176, el sultán volvió a la carga, y la misma maniobra detuvo sus planes.” Es decir, una vez más Balduino hizo huir a Saladino.

“Balduino venció a su ejército en Damasco y Andújar, y trajo un hermoso lucro de la expedición. En esta ocasión, apenas tenía 15 años.” ¡A esta edad ya era muy famoso jefe de guerra!

En los combates reivindicaba para sí el lugar de peligro

“A pesar de su enfermedad, cabalgaba como un hombre de armas.

Empuñaba eximiamente la lanza.” Es sabido que la lepra debilita. ¿Podemos imaginar lo que es empuñar una lanza en una batalla? Toda especie de movimientos ¡qué fuerza eso implica! Con el pretexto de ser leproso, podía quedarse perfectamente en la retaguardia. Pero reivindicaba para sí, eximiamente, el lugar del peligro.

“Ninguno de sus predecesores tuvo tan pronto semejante noción de la dignidad real de la que estaba investido, y de su propia finalidad.” O sea, él fue precocísimo en comprender cuál era la nobleza de un rey.

“Percibiendo las rivalidades existentes entre los que lo rodeaban…” Entre los católicos, por tanto. Era la putrefacción del espíritu católico en aquel tiempo… Balduino IV comprendió cuán necesaria era su presencia a la cabeza de los ejércitos católicos.

“¡Pero qué calvario debería ser el suyo! A los sufrimientos físicos se añadía la angustia moral. Su estado le impedía casarse, tener un descendiente. El no era sino un muerto vivo, un muerto coronado, cuyas pústulas y purulencias se disfrazaban bajo el hierro y la seda. ¡Pero que se mantenía de pie, que se lanzaba a la acción, movido no se sabe por qué soplo milagroso, por qué alta y devoradora llama de sacrificio! Era pues inexplicable a los ojos de todo el mundo cómo este hombre luchaba.

Por sagacidad deja a Jerusalén sin protección.

“Un nuevo Cruzado acababa de desembarcar. Se llamaba Felipe de Alsacia, Conde de Flandes, y pariente próximo de Balduino.” El problema de Balduino era su sucesor. Si tuviese un hijo, podría educarlo como quisiese. Era básico que hubiese un sucesor de su categoría para mantener el estandarte de la Cruz en Tierra Santa. Pero él no ten- dría sucesores descendientes suyos. Serían parientes, y qué parientes…

Así, veía que no sólo la lepra le destruía el cuerpo, sino que su obra estaba destinada a desaparecer, como desapareció, y él retardando algo que no conseguía evitar. A pesar de eso, con un coraje prodigioso, resistió.

“El pequeño rey esperaba mucho de ese apoyo. Estaba claro que era necesario herir a Saladino en el corazón de su poder, es decir, en Egipto, si se quisiera quebrar la unidad musulmana. Pero eso precisamente era lo que proponía el Basileo, Emperador de Bizancio.

“Una vez conquistado en parte Egipto, Damasco no podría dejar de sustraerse al poder tambaleante de Saladino. Pero Felipe de Alsacia opinaba de otro modo.

“Nadie le podría impedir guerrear en la Siria del Norte. Y, lo que era más grave, de llevar consigo parte del ejército franco. Saladino respondió invadiendo la Siria del Sur. Balduino reunió lo que le quedaba de tropas, desguarneció audazmente Jerusalén, y partió hacia Ascalón, donde Saladino embestía.

“Este, una vez informado, sube-timó a su adversario. El creía que lacaída de Ascalón era una cuestión de días y marchó sobre Jerusalén con el grueso de su ejército.”

 

Se prosterna con el rostro en la arena delante del Santo Leño.

“Balduino comprendió sus intenciones y salió de Ascalón. Hizo un largo periplo y cayó, repentinamente, sobre las columnas de Saladino en Montgisard. El efecto de la sorpresa no compensó la desproporción de los efectivos en lucha. Balduino sintió la vacilación de los suyos.

Bajó entonces del caballo, se prosternó con el rostro en la arena delante del madero de la verdadera Cruz, que era llevado por el Obispo de Belén. Oró con la voz llena de lágrimas. Y, convertidos de corazón, sus soldados juraron entonces no retroceder,y considerar traidor a aquél que volviese atrás.

“Rodeando el Santo Leño, el escuadrón de trecientos caballeros se lanzó impetuosamente. El valle se abarrotaba con el bagaje del ejército de Saladino, dice el “Libro de los Dos Jardines.”

“Los caballeros francos surgieron ágiles como lobos, ladrando como perros. Atacaban en masa, ardientes como llamas. Y pusieron en fuga al invencible Saladino que, si salvó su propia piel, fue gracias a la rapidez de su caballo y a la dedicación de su guardia.

Retornó a Egipto, abandonando a millares de prisioneros. Balduino logró, en fin, una victoria sin precedentes.”

 

Con apenas 300 hombres, obtiene la victoria contra Saladino

Esta victoria merece un pequeño análisis. Para eso, recordemos rápidamente los acontecimientos narrados: Saladino fue a sitiar la ciudad de Ascalón, y Balduino IV juzgó que podía alcanzarlo allá. Entonces, para salvar Ascalón, desprotegió Jerusalén. Saladino, percibiendo que la capital del reino y la Ciudad Santa delos católicos estaba desguarnecida, salió rápidamente de Ascalón y fue a atacar Jerusalén, seguro de que había llevado ventaja sobre Balduino. Este contaba apenas con trecientos hombres. Al ver que Jerusalén sería cercada, resolvió interceptar el ejército de Saladino en el camino entre Ascalón y Jerusalén.

“Cuando los guerreros católicos vieron aquella multitud de mahometanos, no tuvieron coraje”. Tenemos entonces, la escena épica: el rey leproso que baja de su caballo, se prosterna con el rostro en la arena, delante del Santo Leño, y pide a Nuestro Señor Jesucristo, por medio de María, en cuanto Rey de Jerusalén, que no permita que la Ciudad Santa perezca.

Viene una de esas gracias sobrenaturales que no se pueden explicar sino por un verdadero soplo del Espíritu Santo, un verdadero Pentecostés en pequeño, por el cual todos cambian completamente. Él se levanta, y apenas trescientos soldados, guiados por el rey leproso – ¡con

qué dolores, con qué sacrificios, mas con qué vigor de alma, con qué celo, embisten sobre los mahometanos.

La embestida es tremenda. Incluso usaron el recurso de guerra psicológica: ladraban para causar miedo. Saladino no pudo resistir, tuvo que huir al galope a Egipto. Y una de las más famosas batallas de la Tierra Santa fue así ganada por el rey leproso.

(Extraído de conferencia de 21/10/1972)

1) Cf. BORDONOVE, Georges. Les Templiers. Paris: Librairie Athème Fayard, 1977, c.XII, p. 108-111.

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