¡Difundid la Buena Nueva hasta los confines del mundo!

Publicado el 12/03/2020

HOMILÍA DE JUAN PABLO II

 Viaje Apostólico a España. Javier, 6 de noviembre de 1982

Venerables hermanos en el Episcopado, 
queridos hermanos y hermanas:

1. En este lugar donde todo nos habla de San Francisco Javier, ese gran Santo navarro y español universal, saludo ante todo al Pastor de la diócesis, a los obispos venidos de otras zonas de España, a los sacerdotes, misioneros y misioneras, junto con sus familias, y a la comunidad y escuela apostólica de la Compañía de Jesús que tan celosamente cuida este solar y santuario.

En este encuentro popular y misionero con vosotros, hijos todos de Navarra y de España, quiero rendir homenaje al patrimonio de recios valores humanos y sólidas virtudes cristianas de las gentes de esta tierra. Y expresar la profunda gratitud de la Santa Sede a la Iglesia de España por su magna obra de evangelización; obra a la que los hijos de Navarra han dado tan sobresaliente contribución.

Pionera en tantos campos de primera evangelización —no sólo los abiertos por Javier, sino sobre todo los de Hispanoamérica, Filipinas y Guinea Ecuatorial—, la Iglesia española continúa dando una destacada aportación a esa evangelización con sus actuales 23.000 misioneros y misioneras operantes en todas las latitudes.

Por eso, porque siento esa singular responsabilidad personal y eclesial, he querido venir a Javier, cuna y santuario del “Apóstol de las nuevas gentes” y “celestial Patrono de todos los misioneros y misioneras y de todas las misiones”  (cf. AAS, 1928, 147 s.; AAS, 1903-1904, 580 ss.) y Patrono también de la Obra de la Propagación de la Fe.

Vengo a recoger su espíritu misionero, y a implorar su patrocinio sobre lo s planes misioneros de mi pontificado. Javier tiene, además, una particular relación con el Pastor y responsable de la Iglesia; pues si todo misionero, en cuanto enviado por la Iglesia es en cierto modo enviado del Papa, Javier lo fue con título especial como Nuncio o Delegado papal para el Oriente.

3. La liturgia de la Palabra que estamos celebrando para dar el crucifijo a los nuevos misioneros y misioneras, en presencia también de sus padres y familiares, renueva el encuentro y llamada de Jesús a sus Apóstoles —a Pedro y Andrés, Santiago y Juan— junto al mar de Galilea. Eran pescadores, y Jesús les dijo: “Seguidme, os haré pescadores de hombres”.

Cristo no les dio entonces la cruz misionera, como vamos a hacer ahora con estos nuevos misioneros. Oyeron sólo la llamada: “Seguidme”. Al término de su peregrinación terrena con Jesús, recibirían su cruz, como signo de salvación. Como testimonio del camino, de la verdad y de la vida; testimonio que habían de confirmar con su predicación, con su vida de servicio y con el holocausto de la propia muerte.

Los Apóstoles debían dar testimonio, y lo dieron, de que “Jesús es el Señor”, como recuerda San Pablo en la carta a los Romanos (Rm 10, 10); y a esta fe debían conducir a todos los hombres, porque Jesús es el Señor de todos. ¿Cómo se actúa esta obra de salvación? Responde el Apóstol: “Con el corazón se cree para la justicia, y con la boca se confiesa para la salvación” (Ibid.).

Como los Apóstoles llamados en los orígenes, también vosotros, queridos misioneros, que, siguiendo las huellas del gran Francisco Javier, recibís hoy el crucifijo misionero, debéis asumir con él, plena y cordialmente, el servicio de la fe y de la salvación.

San Pablo pone unas preguntas de plena actualidad, refiriéndose a la obra de salvación: “¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? Y ¿cómo creerán, sin haber oído de El? Y ¿cómo oirán si nadie les predica?…”. “La fe —añade más adelante— depende de la predicación y la predicación se opera por la palabra de Cristo” (Ibid., 10, 14.17).

¡Con qué disponibilidad y empeño respondiste a estas palabras tú, San Francisco Javier, hijo de esta tierra! ¡Y cuántos imitadores has tenido, a través de los siglos, entre tus compatriotas y entre los hijos de la Iglesia en otros pueblos! Verdaderamente “por toda la tierra se difundió su voz, y hasta los confines del orbe sus palabras” (Ibid., 10, 18).

4. Queridos misioneros y misioneras que vais a recibir el crucifijo en el espíritu apostólico de Javier: ¡Haceos sus imitadores, como él lo fue de Cristo!

Javier es prototipo de misioneros en la línea de la misión universal de la Iglesia. Su motivación es el amor evangélico a Dios y al hombre, con atención primordial a lo que en él tiene valor prioritario: su alma, donde se juega el destino eterno del hombre: “¿Y qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo y perder su alma?” (Mc 8, 36). Este principio evangélico estimula su vida interior. El celo por las almas es en él una apasionada impaciencia. Siente, como otro Pablo, el apremio incontenible de una conciencia plenamente responsable del mandato misionero y del amor de Cristo (cf. 2Co 5, 14), pronto a dar la vida temporal por la salud espiritual de sus hermanos (cf. Cartas y escritos de san Francisco Javier, F. Zubillaga, doc. 54, 4): “Quien quiere salvar su vida la perderá, y quien pierda la vida por mí y el Evangelio, ése la salvará” Mc 8, 35). Este es el resorte incontenible que anima el asombroso dinamismo misionero de Francisco Javier.

Tiene clara conciencia de que la fe es don de Dios, y funda su confianza en la oración, que practica con asiduidad, acompañándola con sacrificios y penitencias; y pide también a los destinatarios de sus cartas la ayuda de sus oraciones. Modela su identidad en la aceptación plena de la voluntad de Dios y en la comunión con la Iglesia y sus representantes, traducida en obediencia y fidelidad de mensajero, previo un exquisito discernimiento; y actúa siempre con visión y horizontes universales, en sintonía con la misión de la Iglesia, sacramento universal de salvación. Antepone al anuncio y la catequesis, que practica como labor fundamental, una vida santa con relieve pronunciado de humildad y de total confianza en Jesucristo y en la santa Madre Iglesia.

9. Al dar vuestra respuesta a la llamada del Espíritu a través de la Iglesia, no olvidéis lo que en el orden de valores y medios ocupa el primer puesto: la oración y la ofrenda de vuestros sacrificios. La fe y salvación son un don de Dios, y hay que pedirlo. Unido a la oración, al esfuerzo y sacrificio para vivir diariamente las maravillas del amor cristiano.

En San Francisco Javier y Santa Teresa de Lisieux tenemos dos grandes intercesores. Si Santa Teresa, como ella misma confió a sus hermanas, consiguió mediante San Francisco Javier la gracia de seguir derramando desde el cielo una lluvia de rosas sobre la tierra, y ha ayudado tanto a la Iglesia en su actividad misionera, ¿cómo no hemos de esperar otro tanto del santo misionero?

Francisco Javier ofreció sin duda sus últimas plegarias en el mundo y el holocausto de su vida, en tierra china de Sancián, por el gran pueblo de China al que tanto amó, y se disponía a evangelizar con intrépida esperanza. Unamos nuestras oraciones a su intercesión por la Iglesia en China, objeto de especial solidaridad y esperanza de la entera familia católica.

A la potente intercesión de los dos Patronos de las Misiones encomendamos hoy: el propósito de un vigoroso impulso evangelizador de toda la Iglesia, el brote fecundo de vocaciones misioneras, y la noble disposición de todos los pueblos a experimentar el valor y esperanza supremos que Cristo y su Iglesia representan para todos los hombres.

10. A los misioneros émulos de Javier, prontos a partir; y a cuantos sienten la llamada de Cristo para trabajar en su misión; repito las palabras de San Pablo que han inspirado esta liturgia: “Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien” (Rm 10, 15). Con estas palabras os envío al trabajo misionero.

El esfuerzo de anunciar la Buena Nueva es la tarea cotidiana de la Iglesia, que embellece a ésta como esposa, fiel sin reservas, a su Esposo. Aceptad, pues, una parte de ese esfuerzo que embellece a la Iglesia.

¡Id! ¡Difundid la Buena Nueva hasta los confines del mundo! Id y anunciad: “Jesús es el Señor”. “Dios lo resucitó de entre los muertos”. ¡En El está la salvación! Que la Madre de Jesús y de la Iglesia acompañe siempre vuestros pasos. O os acompañe también mi cordial Bendición.

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