Su profunda obra legislativa, su lucidez y su firmeza en la lucha contra los errores del modernismo y su ardiente devoción eucarística dan testimonio de la fe heroica que ardía en el corazón de San Pío X. Así lo proclamó Pío XII el día de su canonización.
El programa del pontificado de Pío X fue solemnemente anunciado por él ya en su primera encíclica,1 en la cual declaraba que su único propósito era “instaurare omnia in Christo” (Ef 1, 10), es decir, recapitular, reconducirlo todo hacia la unidad en Cristo. Pero ¿cuál es la vía que nos da acceso a Jesucristo?, se preguntaba él, mirando amorosamente a las almas extraviadas y vacilantes de su época. La respuesta, válida tanto ayer como hoy y los siglos venideros, es: ¡la Iglesia! Por lo tanto, su principal preocupación, que sostuvo sin cesar hasta su muerte, fue la de que la Iglesia se volviera cada vez más concretamente apta y abierta al caminar de los hombres hacia Jesucristo.
Dios está en el origen de toda justicia
Para tal objetivo concibió la audaz empresa de renovar el cuerpo de las leyes eclesiásticas, de manera a darle a todo el organismo de la Iglesia un funcionamiento más regular, mayor seguridad y agilidad de movimiento, como lo requería un mundo externo marcado por creciente dinamismo y complejidad.
San Pío X fotografiado en mayo de 1913
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Es cierto que esta obra, a la que él mismo definió como “arduum sane munus” —o sea, un emprendimiento sin duda arduo—, se adecuaba a su eminente sentido práctico y al vigor de su carácter; sin embargo, la mera adhesión a su humano temperamento no parece que explique la razón última de tan difícil tarea. La profunda fuente de la obra legislativa de Pío X ha de ser buscada sobre todo en su santidad personal, en su íntima persuasión de que la realidad de Dios, sentida por él en una comunión incesante de vida, es el origen y el fundamento de todo orden, de toda justicia, de todo derecho en el mundo. […]
Lucha sin miedo contra las falsas doctrinas
Pío X reveló ser un invicto campeón de la Iglesia y un santo providencial de nuestros tiempos también en la segunda empresa que caracteriza su obra, que en episodios a veces dramáticos tuvo aspecto de una lucha comprometida por un gigante en defensa de un inestimable tesoro: la unidad interna de la Iglesia en su íntimo fundamento, la fe. […]
No cabe duda de que cualquier otro pontífice, en virtud de la gracia de estado, habría combatido y rechazado los ataques dirigidos a golpear a la Iglesia en sus fundamentos. Sin embargo, hay que reconocer que la lucidez y la firmeza con las que Pío X condujo la victoriosa lucha contra los errores del modernismo dan testimonio del grado heroico de la virtud de la fe que ardía en su corazón de santo.
Únicamente preocupado de que la herencia de Dios se mantuviera intacta para la grey que le había sido confiada, el gran pontífice no conoció debilidad alguna ante cualquier alta dignidad o autoridad, no titubeó ante seductoras pero falsas doctrinas dentro y fuera de la Iglesia, ni temió atraerse ofensas personales e injustos desconocimientos de la pureza de sus intenciones.
Tuvo la clara conciencia de estar luchando por la más santa causa de Dios y de las almas. En él se aplican literalmente las palabras del Señor al apóstol Pedro: “He pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú… confirma a tus hermanos” (Lc 22, 32). La promesa y el mandato de Cristo, una vez más, suscitaron en la roca indefectible de uno de sus vicarios el temple indómito del atleta. […]
El único camino posible para amar a Dios
La santidad, que en las mencionadas empresas de Pío X se revela como inspiradora y guía de ellas, brilla aún más directamente en los actos de su vida cotidiana. En él mismo, antes que en los otros, realizó el enunciado programa: recapitular, reconducir todo a la unidad en Cristo.
Como humilde párroco, como obispo, como Sumo Pontífice, se compenetró de que la santidad a la que Dios lo había destinado era la santidad sacerdotal. En efecto, ¿qué otra santidad puede agradar más a Dios en un sacerdote de la Nueva Ley sino aquella que es la adecuada a un representante del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, quien, en la Santa Misa, le dejó a la Iglesia la perenne memoria, la perpetua renovación del sacrificio de la cruz, hasta que venga para el Juicio final (cf. 1 Cor 11, 24-26); que en el sacramento de la Eucaristía se dio a sí mismo como alimento de las almas: “El que come este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 58)?
San Pío X tuvo la clara conciencia de estar luchando por la más santa causa de Dios y de las almas
Aspecto de la ceremonia de canonización de San Pío X, presidida por el Papa Pío XII.
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Sacerdote ante todo en el ministerio eucarístico, he aquí el más fiel retrato de San Pío X. Servir como sacerdote el misterio de la Eucaristía y cumplir el mandato del Señor: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19), fue su vida. Desde el día de su sagrada ordenación hasta el de su muerte como Pontífice, no conoció otro camino posible para llegar al heroico amor a Dios y al generoso contracambio hacia el Redentor del mundo que, por medio de la Eucaristía, “como que echó el resto de las riquezas de su divino amor para con los hombres”.2
La forma más digna y duradera de salvar al mundo
Una de las pruebas más expresivas de su conciencia sacerdotal fue el ardiente cuidado de restaurar la dignidad del culto y, especialmente, de vencer los preconceptos de una praxis desviada, promoviendo con determinación la frecuencia, incluso diaria, de los fieles a la mesa del Señor y llevando hasta allí sin vacilación a los niños, casi levantándolos en sus brazos para ofrecerlos al abrazo de Dios escondido sobre el altar, donde una nueva primavera de vida eucarística floreció para la Esposa de Cristo.
Gracias a la profunda visión que tenía de la Iglesia como sociedad, Pío X reconoció a la Eucaristía el poder de alimentar sustancialmente su vida íntima y de elevarla muy por encima de todas las demás asociaciones humanas. Sólo la Eucaristía, en la cual Dios se da a los hombres, pudo fundar una vida asociada digna de sus miembros, cimentada más por el amor que por la autoridad, rica en obras y tendente al perfeccionamiento de los individuos, es decir, una vida “escondida con Cristo en Dios”. […]
De ahí deriva la grave responsabilidad de aquellos a los que, como ministros del altar, les incumbe el deber de abrirles a las almas el manantial salvífico de la Eucaristía. En verdad, muchas son las formas de actuación que un sacerdote puede desarrollar para la salvación del mundo moderno; pero una es sin duda la más digna, la más eficaz, la más duradera en sus efectos: hacerse dispensador de la Eucaristía, después de haberse nutrido él mismo de ella abundantemente.
Su obra dejaría de ser sacerdotal si él, a pesar de su celo por las almas, relegara a segundo plano la vocación eucarística. Conformen los sacerdotes sus mentes a la inspirada sabiduría de Pío X y orienten confiadamente hacia el sol eucarístico toda su actividad personal y apostólica. […]
Sin vida interior no hay eficacia en las obras
El alma debe echar raíces en la Eucaristía para extraer de ahí la savia sobrenatural de la vida interior, la cual no es solamente un bien fundamental de los corazones consagrados al Señor, sino una necesidad para todo cristiano, a quien Dios le ha asignado una vocación de salvación. Sin la vida interior cualquier actividad, por más preciosa que sea, se reduce a una acción casi mecánica, no puede tener la eficacia propia de una operación vital.
Eucaristía y vida interior: he aquí la suprema y universal predicación que Pío X dirige ahora, desde el fastigio de la gloria, a todas las almas.
Pío XII. Fragmentos del discurso tras el rito de canonización de San Pío X, 29/5/1954.
1 Encíclica E supremi, del 4 de octubre de 1903.
2 CONCILIO DE TRENTO. Sesión XIII, c. 2.