La Iglesia está en continua lucha

Publicado el 05/27/2019

Iniciado con la vida de nuestro Redentor santísimo, el combate bajo el estandarte de la cruz no terminará sino al final de los tiempos. Hoy, más que nunca, la fuerza de los malos consiste en la cobardía e indolencia de los buenos, y toda la energía del reino de Satanás reside en la debilidad de los cristianos.

 


 

Agradezco a vuestro generoso corazón, Venerable Hermano,1 el deseo de verme trabajar en la viña del Señor siempre a la luz del sol, sin nubes ni tormentas. No obstante, ambos debemos adorar las disposiciones de la Divina Providencia que, después de establecer aquí abajo su Iglesia, permite que ésta encuentre en su camino obstáculos de toda índole y resistencias formidables.

 

Duras pruebas y continuas contradicciones

 

La razón de esto es evidente: la Iglesia es militante y, por tanto, está en continua lucha. Esa lucha hace del mundo un campo de batalla y de cada cristiano un soldado valeroso que combate bajo el estandarte de la cruz.

 

Intrépida como un león en los

peligros de la batalla, se mantenía

siempre recogida en Dios

 

Santa Juana de Arco en la colina de

Orleans, por Jules Eugène Lenepveu –

Panteón de París. En la página anterior,

San Pío X, fotografiado antes de 1907

Una lucha que, iniciada con la vida de nuestro Redentor santísimo, no terminará más que al final de los tiempos. De modo que todos los días, como los valientes de la tribu de Judá al regreso de la cautividad, hemos de rechazar con una mano al enemigo y con la otra levantar los muros del Templo santo, es decir, trabajar por nuestra santificación.

 

Y en esta verdad nos confirma la propia vida de los héroes cuyos decretos acabamos de publicar.2 Esos héroes llegaron a la gloria no sólo a través de negras nubes y pasajeras tormentas, sino también de continuas contradicciones y duras pruebas, hasta dar su sangre y su vida por la fe.

 

Una época en que muchos desacreditan a Dios

 

No puedo negar, sin embargo, que grande es mi alegría en este momento, porque al glorificar a tantos santos, Dios manifiesta su misericordia en tiempos de mucha incredulidad e indiferencia religiosa. En medio del debilitamiento generalizado de los caracteres, he aquí que ante nosotros son presentadas, como modelos a imitar, almas generosas que en confirmación de su fe dieron la vida. […]

 

Me alegra, porque vivimos en una época en la cual muchos se avergüenzan de llamarse católicos y muchos otros desacreditan a Dios, la fe, la Revelación, el culto y sus ministros, llenando sus discursos de sarcástica impiedad. Lo niegan todo y todo lo convierten en irrisión y escarnio, sin respetar siquiera el santuario de la conciencia.

 

Pero es imposible que ante esas manifestaciones de lo sobrenatural, por mucho que intenten cerrar sus ojos ante el sol que los ilumina, un rayo divino no penetre en ellos y, aunque sea por medio del remordimiento, los reconduzca a la fe.

 

Me alegra, porque la valentía de esos héroes ha de reanimar a los débiles y a los temerosos en la práctica de la doctrina y las creencias cristianas y fortalecerles en la fe.

 

Habrá coraje cuando la fe esté viva en el corazón

 

El coraje, en efecto, solamente tiene razón de ser cuando tiene por fundamento una convicción. La voluntad es una potencia ciega si no está iluminada por la inteligencia; no es posible andar con paso firme entre las tinieblas.

 

Si la generación actual tiene todas las incertezas y dudas del hombre que camina a tientas, es un signo evidente de que ya no toma en cuenta la palabra de Dios: lámpara que guía nuestros pasos y luz en el sendero (cf. Sal 118, 105).

 

Habrá coraje cuando la fe esté viva en el corazón, cuando se practiquen todos los preceptos que vienen impuestos por la fe, porque tan imposible es la fe sin obras como imaginar un sol que no da luz ni calor.

 

Y dan testimonio de esta verdad los mártires que acabamos de conmemorar. No ha de pensarse que el martirio es un acto de simple entusiasmo, en el que uno pone la cabeza bajo el hacha para ir derecho al Paraíso. El martirio supone el largo y penoso ejercicio de todas las virtudes, una omnímoda e inmaculada limpieza.

 

La fuerza de los malos está en la indolencia y cobardía de los buenos

 

Hablemos de la que os es más conocida que los otros, la doncella de Orleans: tanto en su humilde tierra natal como en medio de la licencia de las armas se conservó pura como un ángel.

 

Intrépida como un león en los peligros de la batalla, pero llena de piedad para con los pobres y desafortunados. Simple como un niño en la paz de los campos y en el tumulto de la guerra, se mantenía siempre recogida en Dios, y era todo amor por la Virgen y la sagrada Eucaristía, como un querubín, conforme bien lo habéis dicho, Venerable Hermano. Llamada por el Señor a defender su patria, responde a su vocación para una empresa que todos, y ella misma, creían imposible; pero lo que para los hombres es imposible, siempre es posible con el auxilio de Dios.

 

No exageremos, por tanto, las dificultades para poner en práctica lo que la fe nos prescribe a fin de cumplir nuestros deberes y de ejercitar el fructuoso apostolado del ejemplo, que el Señor espera de todos nosotros: “les dio a cada uno preceptos acerca del prójimo” (Eclo 17, 12). Las dificultades provienen de quien las crea y las exagera, de quien confía en sí mismo y no en el socorro del Cielo, de quien cede cobardemente intimidado por las burlas y risas del mundo. De donde se concluye que, en nuestros días más que nunca, la fuerza principal de los malos consiste en la cobardía y debilidad de los buenos, y toda la energía del reino de Satanás reside en la indolencia de los cristianos.

 

“Se volvieron cómplices de mis adversarios”

 

Oh, si se me permitiera, como lo hizo en espíritu el profeta Zacarías, preguntarle al Señor: “¿Qué heridas son esas que llevas entre tus manos?”, la repuesta indudablemente sería: “Las que recibí en casa de los que me amaban” (cf. Zac 13, 6); es decir, de mis amigos que nada hicieron por defenderme y que, al contrario, se volvieron cómplices de mis adversarios. Y de este reproche, merecido por los cristianos pusilánimes y medrosos de todos los países, no pueden escapar muchos cristianos de Francia. […]

 

Así, Venerable Hermano, cuando regreséis le diréis a vuestros compatriotas que si aman a Francia deben amar a Dios, amar la fe y a la Iglesia, que es para todos ellos tiernísima madre, como lo fue para vuestros padres. Le diréis que hagan tesoro de los testamentos de San Remigio, de Carlomagno y de San Luis, testamentos que se resumen en las palabras tantas veces repetidas por la heroína de Orleans: “¡Viva Cristo, que es el Rey de los francos!”.

 

Solamente bajo este título Francia es grande entre las naciones; bajo esta cláusula Dios la protegerá y la hará libre y gloriosa; bajo esta condición se le podrá aplicar lo que de Israel se dice en los Libros Sagrados: “No se ha hallado a nadie que insultara a este pueblo sino cuando se apartó del culto del Señor” (cf. Jdt 5, 17).

 

San Pío X. Fragmentos del discurso pronunciado tras la lectura de los decretos de beatificación de Juana de Arco, Juan Eudes, Francisco de Capillas y Juan Teófano Vénard y compañeros, 13/12/1908: AAS 1 (1909), pp. 142-145.

 

1 Mons. Stanislas-Arthur-Xavier Touchet, en la época obispo de Orleans, más tarde creado cardenal. Le cupo instaurar en su diócesis el proceso de beatificación de Santa Juana de Arco.

2 En ese día fueron proclamados los decretos sobre las virtudes heroicas de Juana de Arco, Juan Eudes, Francisco de Capillas y Juan Teófano Vénard y compañeros.

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