Hoy se necesitan testigos valientes, que no se avergüencen del nombre de Cristo ni ante leones rugientes ni ante las potencias de este mundo.
La lectura tomada de los Hechos de los Apóstoles nos habla de la primera comunidad cristiana acosada por la persecución. Una comunidad duramente perseguida por Herodes que “hizo pasar a cuchillo a Santiago, (…) y decidió detener a Pedro (…). Mandó prenderlo y meterlo en la cárcel” (12, 2-4).
Sin embargo, no quisiera detenerme en las atroces, inhumanas e inexplicables persecuciones, que desgraciadamente perduran todavía hoy en muchas partes del mundo, a menudo bajo la mirada y el silencio de todos. En cambio, hoy quisiera venerar la valentía de los Apóstoles y de la primera comunidad cristiana, la valentía para llevar adelante la obra de la evangelización, sin miedo a la muerte y al martirio, en el contexto social del imperio pagano; venerar su vida cristiana que para nosotros creyentes de hoy constituye una fuerte llamada a la oración, a la fe y al testimonio.
Una llamada a la oración
La comunidad era una Iglesia en oración: “Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él” (Hch 12, 5). Y si pensamos en Roma, las catacumbas no eran lugares donde huir de las persecuciones sino, sobre todo, lugares de oración, donde santificar el domingo y elevar, desde el seno de la tierra, una adoración a Dios que no olvida nunca a sus hijos.
“Todo pasa, sólo Dios permanece” Francisco da la bendición con el evangeliario durante la Misa del 29/6/2015
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La comunidad de Pedro y de Pablo nos enseña que una Iglesia en oración es una iglesia en pie, sólida, en camino. Un cristiano que reza es un cristiano protegido, custodiado y sostenido, pero sobre todo no está solo.
Y sigue la primera lectura: “Estaba Pedro durmiendo (…). Los centinelas hacían guardia a la puerta de la cárcel. De repente, se presentó el ángel del Señor, y se iluminó la celda. Tocó a Pedro en el hombro (…) Las cadenas se le cayeron de las manos” (12, 6-7).
¿Pensamos en cuántas veces ha escuchado el Señor nuestra oración enviándonos un ángel? Ese ángel que inesperadamente nos sale al encuentro para sacarnos de situaciones complicadas, para arrancarnos del poder de la muerte y del Maligno, para indicarnos el camino cuando nos extraviamos, para volver a encender en nosotros la llama de la esperanza, para hacernos una caricia, para consolar nuestro corazón destrozado, para despertarnos del sueño existencial, o simplemente para decirnos: “No estás solo”.
¡Cuántos ángeles pone el Señor en nuestro camino! Pero nosotros, por miedo, incredulidad o incluso por euforia, los dejamos fuera, como le sucedió a Pedro cuando llamó a la puerta de una casa y una sirvienta llamada Rode, al reconocer su voz, se alegró tanto, que no le abrió la puerta [ya que corrió adentro a anunciarlo] (cf. Hch 12, 13-14).
Ninguna comunidad cristiana puede ir adelante sin el apoyo de la oración perseverante, la oración que es el encuentro con Dios, con Dios que nunca falla, con Dios fiel a su palabra, con Dios que no abandona a sus hijos. Jesús se preguntaba: “Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?” (Lc 18, 7). En la oración, el creyente expresa su fe, su confianza, y Dios expresa su cercanía, también mediante el don de los ángeles, sus mensajeros.
Una llamada a la fe
En la segunda lectura, San Pablo escribe a Timoteo: “Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje [del Evangelio] (…). Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su Reino del Cielo” (2 Tm 4, 17-18). Dios no saca a sus hijos del mundo o del mal, sino que les da fuerza para vencerlos. Solamente quien cree puede decir de verdad: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 22/23, 1).
Cuántas fuerzas, a lo largo de la Historia, han intentado —y siguen intentando— acabar con la Iglesia, desde fuera y desde dentro, pero todas ellas pasan y la Iglesia sigue viva y fecunda, inexplicablemente a salvo para que, como dice San Pablo, pueda aclamar: “A Él la gloria por los siglos de los siglos” (2 Tm 4, 18).
Todo pasa, solo Dios permanece. Han pasado reinos, pueblos, culturas, naciones, ideologías, potencias, pero la Iglesia, fundada sobre Cristo, a través de tantas tempestades y a pesar de nuestros muchos pecados, permanece fiel al depósito de la fe en el servicio, porque la Iglesia no es de los Papas, de los obispos, de los sacerdotes y tampoco de los fieles, es única y exclusivamente de Cristo. Sólo quien vive en Cristo promueve y defiende a la Iglesia con la santidad de vida, a ejemplo de Pedro y Pablo.
Los creyentes en el nombre de Cristo han resucitado a muertos, han curado enfermos, han amado a sus perseguidores, han demostrado que no existe fuerza capaz de derrotar a quien tiene la fuerza de la fe.
Una llamada al testimonio
Pedro y Pablo, como todos los Apóstoles de Cristo que en su vida terrena han hecho fecunda a la Iglesia con su sangre, han bebido el cáliz del Señor, y se han hecho amigos de Dios.
Pablo, con un tono conmovedor, escribe a Timoteo: “Yo estoy a punto de ser sacrificado, y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida” (2 Tm 4, 6-8).
Una Iglesia o un cristiano sin testimonio es estéril, un muerto que cree estar vivo, un árbol seco que no da fruto, un pozo seco que no tiene agua. La Iglesia ha vencido al mal gracias al testimonio valiente, concreto y humilde de sus hijos. Ha vencido al mal gracias a la proclamación convencida de Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, y a la promesa eterna de Jesús (cf. Mt 16, 13-18).
Queridos arzobispos, el palio que hoy recibís es un signo que representa la oveja que el pastor lleva sobre sus hombros como Cristo, Buen Pastor, y por tanto es un símbolo de vuestra tarea pastoral, es un “signo litúrgico de la comunión que une a la Sede de Pedro y su Sucesor con los metropolitanos y, a través de ellos, con los demás obispos del mundo” (Benedicto XVI, Ángelus, 29/6/2005).
Hoy, junto con el palio, quisiera confiaros esta llamada a la oración, a la fe y al testimonio.
La Iglesia os quiere hombres de oración, maestros de oración, que enseñéis al pueblo que os ha sido confiado por el Señor que la liberación de toda cautividad es solamente obra de Dios y fruto de la oración, que Dios, en el momento oportuno, envía a su ángel para salvarnos de las muchas esclavitudes y de las innumerables cadenas mundanas. También vosotros sed ángeles y mensajeros de caridad para los más necesitados.
La Iglesia os quiere hombres de fe, maestros de fe, que enseñéis a los fieles a no tener miedo de los muchos Herodes que los afligen con persecuciones, con cruces de todo tipo. Ningún Herodes es capaz de apagar la luz de la esperanza, de la fe y de la caridad de quien cree en Cristo.
La Iglesia os quiere hombres de testimonio. Decía San Francisco a sus hermanos: Predicad siempre el Evangelio y, si fuera necesario, también con las palabras (cf. Fuentes franciscanas, 43). No hay testimonio sin una vida coherente. Hoy no se necesita tanto maestros, sino testigos valientes, convencidos y convincentes, testigos que no se avergüencen del nombre de Cristo y de su cruz ni ante leones rugientes ni ante las potencias de este mundo […].
Fragmento de la homilía en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, 29/6/2015