“Mis palabras no pasarán”

Publicado el 09/05/2019

Sólo la Iglesia une lo dividido, pone orden en la confusión, nivela desigualdades, acaba con la imperfección. Nadie puede gobernar bien lo terreno si no sabe tratar lo divino.

 


 

Nos viene a la memoria, Venerables Hermanos, el gozoso recuerdo de aquel grande e incomparable varón, el Pontífice Gregorio, primero que utilizó ese nombre, del que vamos a celebrar el décimo tercer centenario de su muerte. No sin una especial providencia de Dios, “que da la muerte y la vida, (…) que humilla y ensalza” (1 Sam 2, 6-7), hemos de volver los ojos a este santo e ilustre predecesor, ornato y gala de la Iglesia. […]

 

El “Beau Dieu” – Catedral de Notre Dame

de Amiens (Francia)

No se Nos oculta todo lo que el Santo Pontífice, lleno de humildad, no quería atribuirse: su pericia para resolver los asuntos, su habilidad para llevar a feliz término lo que había empezado, su admirable prudencia en las decisiones, su diligente vigilancia y su constante celo.

 

Y también es evidente que no apeteció la fuerza y el poder, como los reyes de este mundo, quien — ocupando la más encumbrada dignidad pontificia—, quiso ser el primero en llamarse “Siervo de los siervos de Dios”; no sacó adelante su carga sólo con ciencia humana o con persuasivas palabras de humana sabiduría (cf. 1 Cor 2, 4); su prudencia no se apoyó en puntos de vista mundanos; tampoco se dedicó a estudiar con prolongado detenimiento los medios de mejorar la sociedad, para ponerlos luego en práctica; finalmente, es admirable que todo eso no respondió a un plan preconcebido que él se hubiese propuesto desarrollar paulatinamente en su ministerio apostólico […].

 

Siendo su cuerpo flaco y débil, aquejado de constantes enfermedades, con frecuencia al borde de la muerte, tenía una increíble fuerza de espíritu, a la que continuamente proporcionaba nuevo aliento su fe viva en la palabra segura de Cristo y en sus divinas promesas. También confió plenamente en el poder divino entregado a la Iglesia, para poder cumplir bien su ministerio en la tierra.

 

La eficacia divina de la Iglesia no ha disminuido

 

Como lo demuestra todo lo que dijo e hizo, durante toda su vida se propuso fomentar en sí mismo esa fe y esa confianza, despertándolas con fuerza en los demás; y mientras le llegaba su último día, procuró hacer siempre lo mejor, en todo lo posible.

 

De ahí la firme decisión de este santo de hacer llegar, para la salvación de todos, la abundancia de dones celestiales, con que Dios enriqueció a la Iglesia: la certísima verdad de la doctrina revelada, y su eficaz predicación, como está demostrado; los sacramentos, que tienen el poder de infundir o aumentar la vida del alma; y, por último, con el favor del auxilio divino, la gracia de la oración hecha en nombre de Cristo.

 

El recuerdo de todo esto, Venerables Hermanos, Nos conforta gratamente. y si miramos a nuestro alrededor desde las alturas del Vaticano, sentimos el mismo temor —o mayor quizá— que sintiera Gregorio: tantas son las tempestades que se desencadenan y tantos los ejércitos enemigos que acosan; nos parece estar tan desasistidos de todo poder humano, que no nos vemos con fuerzas para dominar a aquellas ni para resistir el empuje de éstos.

 

Pero al buscar un punto de apoyo, un suelo firme para esta Sede pontificia, Nos sentimos seguros en la roca de la Santa Iglesia. ¿Quién ignora, escribía Gregorio al patriarca Eulogio de Alejandría, que la Iglesia Santa se apoya en la solidez del Príncipe de los Apóstoles, solidez que nos hace recordar que el nombre de Pedro proviene de piedra?

 

La eficacia divina de la Iglesia no ha disminuido con el paso del tiempo, ni las promesas de Cristo han traicionado a la esperanza; esas promesas son las mismas que fortalecían el ánimo de Gregorio, y las que Nos fortalecen, por encima de tantas dificultades actuales y de tantas vicisitudes por las que estamos atravesando.

 

“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”

 

Los reinos y los imperios desaparecen; con frecuencia, las naciones se destruyeron a sí mismas, a pesar de su fama y de su cultura, como agostadas por la vejez. Pero la Iglesia, fiel a su propia naturaleza, sin romper jamás el lazo que la une al celestial Esposo, vive hasta hoy como una flor de juventud perenne, sostenida por la fuerza que proviene del corazón traspasado de Cristo muerto en la cruz.

 

Los poderosos de la tierra la combatieron; ellos han desaparecido, ella sobrevive. Los filósofos inventaron mil caminos, alabándose a sí mismos, como si por fin hubieran conseguido destruir la doctrina de la Iglesia, hundir los fundamentos de la fe y demostrar lo absurdo de su magisterio. Sin embargo, la Historia enseña que aquellos caminos terminaron desiertos, mientras que la luz de la verdad que procede de Pedro ilumina con la misma intensidad con que Jesús la hizo nacer y la mantiene según la divina sentencia: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24, 35).

 

Nos, con esta fe y apoyados en esta roca, sin dejar de hacernos cargo de los gravísimos deberes del sagrado gobierno y del poder divino que Nos sostiene, esperamos que callen las voces de los vocingleros y que desaparezcan para siempre de la Iglesia Católica sus doctrinas; no tardaremos mucho en ver cómo se abandonan las afirmaciones de una ciencia y de una cultura que rechaza a Dios, o en ver cómo desaparecen de la sociedad.

 

Sólo la Iglesia pone orden en la confusión

 

Entretanto, no podemos dejar de recordar todos, como hizo Gregorio, cuánta es la necesidad de recurrir a la Iglesia, que da la salvación eterna junto con la paz y la prosperidad terrenas en esta vida.

 

Así, como decía aquel Santo Pontífice, orientad los pasos de la mente, como habéis hecho desde el principio, hacia la seguridad de esa roca sobre la que nuestro Redentor, como sabéis, fundó la Iglesia en todo el mundo, de manera que el recto andar de un corazón sincero no se aparte por caminos equivocados.

 

Sólo la caridad y la unión con la Iglesia une lo dividido, pone orden en la confusión, nivela desigualdades y acaba con la imperfección. Estad seguros de que nadie puede gobernar lo terreno si no sabe tratar lo divino, y que la paz de la sociedad depende de la paz de la Iglesia universal. De ahí la necesidad de un perfecto entendimiento entre la potestad eclesiástica y la civil, pues la providencia de Dios quiso que se ayudasen mutuamente.

 

En efecto, la autoridad sobre todos los hombres proviene del Cielo para ayudar a quienes buscan el bien, para ensanchar el camino de la gloria y para que el reino de la tierra sirva al de los Cielos.

 

De estos principios brotaba aquella invencible fortaleza de Gregorio que Nos, con la gracia de Dios, trataremos de imitar, poniendo todos los medios para mantener incólumes los derechos y los privilegios de los que el Pontificado Romano es custodio y defensor ante Dios y ante los hombres.

 

San Pío X. Fragmentos de la encíclica “Iucunda sane”, 12/3/1904.

 

 

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