Mortificar la carne para purificar la mente

Publicado el 03/25/2018

Para preparaos bien para la Pascua, manteneos firmes y con el corazón inquebrantable. Absteneos de todas las mentiras de los herejes y recordad que vuestras obras de misericordia sólo os serán de provecho si vuestras mentes están libres de cualquier impureza de opiniones erradas.

 


 

Sabiendo, queridos hermanos, cuán ardiente es vuestra devoción con respecto al ayuno que precede a la Pascua del Señor, no ignoramos que muchos de vosotros ya os habéis anticipado a nuestras exhortaciones. Sin embargo, como la práctica de esta abstinencia no sólo es necesaria para mortificar la carne, sino también para purificar la mente, deseamos que vuestra observancia sea completa, de manera que, al mismo tiempo que os priváis de los placeres concernientes a los deseos carnales, igualmente desterréis los errores provenientes de las imaginaciones del espíritu. Porque únicamente el que tiene su corazón libre de concepciones erróneas se prepara con una genuina y razonable purificación para la llegada de la fiesta pascual, en la que se sintetizan todos los misterios de nuestra religión.

 

La mente practica el ayuno cuando rechaza el error y la falsedad

 

Dice el Apóstol que “todo lo que no procede de la fe es pecado” (Rom 14, 23). Por tal motivo, vano e inútil será el ayuno de aquellos a quienes el padre de la mentira engaña con sus ilusiones, y no permite que se alimenten de la verdadera carne de Cristo. Y así como debemos obedecer de todo corazón los Mandamientos divinos y profesar la sana doctrina, también hemos de llevar toda precaución cuando se trata de huir de las imaginaciones perversas, pues la mente sólo practica el sagrado y espiritual ayuno cuando rechaza el alimento del error y el veneno de la falsedad.

 

Ahora bien, éstos nos son presentados de forma más traicionera por nuestro falaz y astuto enemigo precisamente cuando, al acercase las venerables fiestas pascuales, la Iglesia entera es amonestada a comprender los misterios de la salvación, porque solamente es auténtico confesor y adorador de la Resurrección de Cristo quien no se ha dejado confundir acerca de su Pasión ni engañar sobre su nacimiento corporal.

 

Algunos, no obstante, se avergüenzan del Evangelio de la cruz de Cristo hasta el punto de minimizar imprudentemente los sufrimientos que padeció por la Redención del mundo al negar la genuina naturaleza de la verdadera carne del Señor, por no ser capaces de entender cómo la impasible e inmutable divinidad del Verbo pudo llegar al misericordioso extremo de asumir, para salvarnos, nuestra humanidad sin perder sus atributos divinos.

 

Adorad con reverencia las dos naturalezas de Cristo

 

En Cristo hay dos naturalezas, pero una sola Persona. El Hijo de Dios es a la vez el Hijo del hombre, un solo Señor.

 

Aceptó la condición de esclavo no por necesidad, sino por designio de su amorosa bondad. Por su poder se humilló, por su poder se volvió pasible, por su poder se hizo mortal. Para destruir la tiranía del pecado y de la muerte, asumió una naturaleza débil capaz de sufrir y una naturaleza fuerte que no perdería en nada su gloria.

 

Así, queridos hermanos, cuando leyendo u oyendo el Evangelio encontréis en Nuestro Señor Jesucristo ciertas cosas sujetas al daño y otras iluminadas por milagros, haciendo que en la misma Persona ora aparezca su humanidad, ora resplandezca su divinidad, no despreciéis ninguno de esos aspectos, como si en Cristo sólo hubiera humanidad o sólo divinidad, sino creed fielmente en ambas naturalezas. Adorad reverentemente las dos, de modo que no haya separación en la unión de la Palabra y de la carne y no parezca que las pruebas corporales son ilusorias, ya que los signos divinos eran evidentes en Jesús.

 

Hay pruebas verdaderas y abundantes de su doble naturaleza y, por insondable designio divino, todas concurren a un único fin. Al no estar el Verbo impasible separado de la carne pasible, la divinidad ha de entenderse participando en todo con la carne, y la carne con la divinidad.

 

Nuestras viejas heridas sólo podían ser curadas por el Verbo

 

Por lo tanto, la mente cristiana debe huir de la mentira, ser discípula de la verdad, servirse de la narración evangélica con confianza y, como si estuviera en ese momento en compañía de los Apóstoles, distinguir lo que es hecho visiblemente por el Señor, bien por medio de la comprensión espiritual, bien a través del sentido corporal de la vista.

 

Contemplad al hombre nacido niño de una mujer; contemplad al Dios que no lesionó en nada la virginidad de su Madre, ni en el momento de su concepción, ni en el parto. Reconoced al siervo envuelto en pañales, acostado en un pesebre, pero reconoced también al Señor anunciado por los ángeles, aclamado por los elementos, adorado por los Magos. Comprended que su humanidad no rechazó participar en un banquete de bodas; confesad su divinidad al verlo transformar el agua en vino (cf. Jn 2, 9).

 

Permitid a vuestros propios sentimientos que expliquen el motivo por el cual Él derramó lágrimas por un amigo muerto; considerad su divino poder cuando ese mismo amigo, tras yacer cuatro días en la tumba, es levantado y devuelto a la vida por una simple orden suya (cf. Jn 11, 39). Hacer barro con saliva y tierra era obra del cuerpo (cf. Jn 9, 6), pero ungir con él los ojos de los ciegos y restituirles la vista es un signo indudable de ese poder reservado por Él para revelar su gloria, cosa que al principio de su vida natural no había permitido que ocurriera.

 

Es humano realmente aliviar con un sueño reparador el agotamiento físico (cf. Mc 4, 38); pero es verdaderamente divino dominar con una mera amonestación la violencia de furiosas tempestades. Ofrecer alimento a los hambrientos denota bondad humana y espíritu filantrópico (cf. Jn 6, 11), pero ¿quién se atrevería a negar que saciar con cinco panes y dos peces a cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños, no es obra de la divinidad? Una divinidad que, en cooperación con las funciones de la verdadera carne, no sólo se manifestó en la humanidad, sino que también manifestó en ella misma la humanidad.

 

Las viejas heridas de la naturaleza humana no podían ser curadas más que por el Verbo de Dios que se hizo carne en el seno de la Virgen, en el cual la carne y la Palabra coexistían en una misma y única Persona.

 

Permaneced firmes en los artículos del Credo

 

Por esa fe en la Encarnación del Señor, queridos hermanos, que nos lleva a considerar a la Iglesia entera como Cuerpo de Cristo, manteneos firmes y con el corazón inquebrantable. Absteneos de todas las mentiras de los herejes y recordad que vuestras obras de misericordia sólo os serán de provecho y el rigor de vuestra abstinencia sólo dará fruto si vuestras mentes están libres de cualquier impureza de opiniones erradas.

 

Rechazad los argumentos de la mundana sabiduría, pues Dios los detesta y nadie puede llegar por ellos al conocimiento de la verdad; guardad en vuestro espíritu lo que rezáis en el Credo. Creer que el Hijo de Dios es coeterno con el Padre, por quien todas las cosas fueron hechas y sin el cual nada ha sido hecho, nacido según la carne al final de los tiempos.

 

Creed que Él fue crucificado, murió, resucitó, se elevó por encima de todos los poderes celestiales, que está sentado a la derecha del Padre, preparado para juzgar a los vivos y a los muertos en la misma carne en la cual ascendió. Pues esto es lo que el Apóstol predica a todos los fieles, diciendo: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con Él” (Col 3, 1-4).

 

San León Magno. Fragmento del Sermón XLVI, sobre la Cuaresma: PL 54, 292-294

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