Pero los suyos no lo recibieron…

Publicado el 12/18/2017

De nada valen pomposas teorías, clamorosas reuniones, el debate de candentes cuestiones. Para restaurar todo en Cristo, basta con dirigir nuestra mirada a la gruta de Belén. Yendo por ese camino, la sociedad será feliz.

 


 

El misterio de Belén, que estamos a punto de conmemorar, ofrece las pruebas más indiscutibles sobre el verdadero Salvador; Salvador hoy como hace diecinueve siglos; Salvador aquí como en Belén; Salvador único, eterno, universal, que ha renovado la faz de la tierra, y ha restablecido con Dios y entre los hombres toda relación individual y social.

 

En efecto, la gruta de Belén nos presenta al Hombre perfecto, que al unir en una sola Persona la naturaleza divina y la humana, le restituyó a ésta la mejor parte de sus privilegios perdidos por el pecado y la consiguiente plenitud de sus beneficios; de modo que para ser hombres, tanto en el orden espiritual como en el temporal, no tenemos otro medio que ir al encuentro del Hombre perfecto, a lograr la plena medida de la vida de Cristo: “hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al varón perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud” (Ef 4, 13).

 

Yendo por ese camino, la sociedad será feliz

 

Luego toda la vida cristiana y social no debe ser sino una continua búsqueda para alcanzar la belleza de Cristo, para recuperar así nuestra dignidad y llevar al mundo de vuelta, con los dones originales, a la armonía, la concordia y la paz del Edén.

 

Por lo tanto, la gruta de Belén es una escuela, donde el divino Redentor comienza su magisterio, no con palabras sino con obras, enseñando que la única manera para la rehabilitación es el sacrificio en la pobreza y en el dolor.

 

De nada valen las pomposas teorías, las clamorosas reuniones, el debate de candentes cuestiones. Para restaurar todo en Cristo, sin que se ocupe de ello la ciencia, preste su ayuda la riqueza o intervenga la política, basta esa lección; y yendo por ese camino, la sociedad será feliz, en universal tranquilidad y alegría.

 

Muchos y gravísimos males afligen a la Iglesia

 

La gruta de Belén es una escuela en la que vemos a un César pagano convertirse en instrumento inconsciente de la Divina Providencia y concurrir admirablemente a la fundación de la Iglesia; entonces nadie puede dudar de la ayuda de Dios para defenderla y preservarla.

 

Ciertamente los males que la afligen en el presente son muchos y gravísimos; sus enemigos (velados o declarados), bastantes y poderosos; los medios de los que disponen para dañarla, enormes. Pero no debemos desanimarnos, pues en las divinas promesas encontramos la certeza de que Dios siempre alcanzará el fin establecido por Él, sirviéndose —como dice San Agustín— del propio mal, producto de nuestra voluntad, para el triunfo del bien.

 

La expectación sosegada y confiada de María y de José

 

La gruta de Belén es una escuela en la cual se enseña que, para restaurar todo en Cristo, no debemos imponer a la divina Sabiduría ni el tiempo ni la manera que ha de venir en nuestro socorro.

 

Durante cuarenta siglos esperaba Israel el cumplimiento de la promesa hecha en el Edén; de modo que no sólo debemos imitar la fe de los antiguos patriarcas, sino muy especialmente la de María y la de José, quienes —sabiendo que el Hijo de Dios estaba a punto de nacer a la vida, que Belén, de la que se encontraban tan distantes, habría de ser su cuna— esperaban tranquilos, sin ansiedad ni temores, las disposiciones del Cielo.

 

Nos aflige, sin duda, ver a la Iglesia de Jesucristo ferozmente perseguida y combatida en su autoridad, en sus doctrinas, en su providencial misión en el mundo; y luego la sociedad civil atormentada por disensiones internas. Pero cuando pensamos que nos encontramos en un valle de lágrimas, en un tiempo de prueba, que la Iglesia aquí abajo es militante y que las tribulaciones las manda o las permite Dios mismo, se nos hace más fácil imitar a María y a José, los cuales, tras sosegada expectación, seguros de estar cumpliendo la voluntad divina, abandonan su morada, emprenden un largo viaje lleno de indecibles incomodidades y toleran resignados el rechazo de los betlemitas, que les negaron un hospitalario asilo.

 

Jesús nació para todos, pero los suyos no lo recibieron

 

La gruta de Belén es una escuela. ¡Cuán afortunada habría sido la familia que hubiera albergado aquella noche a los humildes esposos! ¡Cuántas bendiciones habrían descendido sobre ella! Pero: “no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2, 7); Jesús “vino a su casa, y los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11).

 

Pobres pueblos y pobres naciones, que no sólo no acogen a Jesús y a su Iglesia, sino que, bastante peores que los betlemitas, obstruyen su acción, la persiguen, la calumnian, con imperdonable ceguera, pues ven que le es reservada la misma suerte de la mísera Belén.

 

Finalmente, la gruta de Belén es una escuela donde si el cumplimiento de las divinas promesas no fue revelado a los sabios y prudentes del siglo, sino únicamente a los pequeños, es decir, a simples pastores, no ha sido porque Jesús prefiriera una condición a otra. La sociedad humana es obra de Dios; Él mismo ha querido la diversidad de las condiciones, y Jesús no vino para cambiar ese orden llamando sólo a los pobres, sino que nació para todos.

 

Esto es tan cierto que, para demostrar ese carácter de universalidad, quiso nacer en un lugar público, cuyo acceso no se le podía impedir a nadie; quiso descender de sangre real, para que no lo desdeñaran los príncipes; quiso nacer pobre, para que todos, sin distinción, pudieran ir a Él; y a fin de hacerse todo para todos, y que nadie tuviera miedo de acercarse a Él, se presentó como niño.

 

Hombres soberbios de mente y corruptos de corazón

 

El ángel no les reveló a los ciudadanos de Belén la gozosa noticia, no sólo porque se hicieron indignos de recibirla al negarles hospedaje a María y a José, sino porque lejos de ir a la gruta, no le habrían dado importancia al anuncio, como más tarde harían los habitantes de Jerusalén a la llegada de los Magos.

 

Y esto también es lo que sucede en el presente cuando hablan los ángeles de la Iglesia, y no pocos entre los bautizados —a causa de la corrupción del corazón, que ofusca la mente— no sólo se mofan de ellos y los escarnecen, sino que niegan los hechos más evidentes, las verdades más obvias, los derechos más sagrados, jactándose de no creer en nada.

 

Al igual que hoy, también entonces existían hombres soberbios de mente y corruptos de corazón, los cuales, aun siendo depositarios de las promesas divinas, viviendo cercanos al Templo, vanagloriándose de formar parte del pueblo elegido, no creyeron en el anuncio del ángel.

 

Tanto es así que no se rindieron a la verdad ni siquiera cuando Jesús devolvía la vista a los ciegos y el habla a los mudos o resucitaba a los muertos; por el contrario, tras haber sido de mil maneras beneficiados, lo crucificaron. Dolorosa historia que tan a menudo se renueva…

 

Si muchos, por tanto, aun celebrando esta fiesta, con extraordinaria alegría y con recíprocas felicitaciones, como también hacen los mundanos, no aprovechan las lecciones que les ofrece el misterio de Belén para restaurar todo en Cristo, entonces, Venerables Hermanos, depositemos nuestras oraciones todos juntos en la cuna del celestial Niño para que intervenga con su gracia y se beneficien todos de ellas para su salvación.

 

En cuanto a Nos, confiando en Dios, seguro de la eficaz y amorosa cooperación del Sacro Colegio, confortado por las oraciones de todo el mundo, no pido sino la gracia de en todo adorar serenamente las disposiciones de la Providencia. 

 

San Pío X. Discurso a la Curia Romana, 23/12/1903: ASS 36 (1903-1904), 321-324 Traducción: Heraldos del Evangelio

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