Tengamos gran temor de los preceptos de Dios a fin de que celebremos verdaderamente su solemne fiesta, pues el dolor que inspira el pecado cometido es sacrificio agradable a Dios.
Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ‘¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo’. Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y toda Jerusalén con él. […]
“Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se retiraron a su tierra por otro camino” (Mt 2, 1-3.9-12).
Según el Evangelio que acabáis de escuchar, queridísimos hermanos, el nacimiento del Rey del Cielo ha perturbado a un rey de la tierra, porque la grandeza terrenal se siente confundida cuando es revelada la majestad celestial. […] Los Magos, en cambio, guiados por la estrella, encuentran al Rey que acaba de nacer, le entregan sus regalos y son alertados en sueños de que no debían volver a ver a Herodes. […]
Oro, incienso y mirra
Le ofrecen oro, incienso y mirra. El oro es muy apropiado para un rey; el incienso suele ser presentado en sacrificio a Dios; y la mira se usa para embalsamar los cuerpos de los difuntos. Así pues, los Magos proclaman, por sus simbólicos regalos, quién es aquel a quien adoran. He aquí el oro: es un rey; he aquí el incienso: es un Dios; he aquí la mirra: es un mortal.
Hay herejes que creen en la divinidad de Cristo, pero no en su realeza universal; le ofrecen incienso, sin embargo, no quieren ofrecerle oro. Otros reconocen su realeza, aunque niegan su divinidad; le ofrecen oro, no obstante, se niegan a ofrecerle incienso. Hay otros, en fin, que lo proclaman Dios y rey, pero rechazan que haya asumido carne mortal; le ofrecen oro e incienso, aunque no quieren ofrendarle con la mirra, símbolo de la condición mortal por Él adquirida.
Por nuestro lado, ofrezcámosle oro al Señor, confesando que reina en todas partes; ofrezcámosle incienso, proclamando que, habiendo nacido en el tiempo, es Dios desde antes de todos los tiempos; ofrezcámosle mirra, reconociendo que aquel a quien creemos impasible en su divinidad también ha sido mortal al asumir nuestra carne.
Sabiduría, oración y mortificación
Con todo, el oro, el incienso y la mirra pueden ser entendidos de otra manera.
El oro simboliza la sabiduría, como atestigua Salomón: “Un tesoro deseable reposa en la boca del sabio” (Prov 21, 20, Septuaginta). El incienso quemado en honor a Dios expresa el poder de la plegaria, según nos dice el salmista: “Suba mi oración como incienso en tu presencia” (Sal 140, 2). En cuanto a la mirra, significa la mortificación de nuestra carne; es lo que declara la Santa Iglesia acerca de los que luchan por Dios hasta la muerte: “Mis manos destilaban mirra” (Cant 5, 5).
Por lo tanto, al Rey recién nacido le ofrecemos oro si a sus ojos resplandecemos del brillo de la sabiduría. Le ofrecemos incienso si, con ardorosa oración, consumimos nuestros pensamientos carnales en el altar de nuestro corazón, permitiendo así que nuestros deseos del Cielo eleven hasta Dios su agradable olor. Le ofrecemos mirra si mortificamos los vicios de la carne con nuestra abstinencia; pues la mirra, como hemos dicho, impide que la carne muerta se pudra.
Someter este cuerpo mortal a las depravaciones de la lujuria equivale a permitir que la carne muerta se corrompa. “Las bestias de carga se pudren en su inmundicia” (Jl 1, 17, Vulgata), afirma el profeta acerca de ciertos hombres, viniendo a significar que quien es carnal termina su vida en la fetidez de la lascivia.
Así pues, le ofrecemos mirra a Dios cuando, por los aromas de nuestra continencia, impedimos que la lujuria pudra este cuerpo mortal.
Por el orgullo, nos alejamos de nuestra patria
Los Magos nos dan otra lección muy importante al regresar a su país por otro camino. En efecto, lo que hicieron cuando recibieron el aviso nos indica qué es lo que debemos hacer nosotros. Nuestro país es el Paraíso y, una vez que hemos conocido a Jesús, se nos prohíbe volver allí por el mismo camino que vinimos.
Nos alejamos de nuestra patria por el orgullo, por la desobediencia, por la ambición de los bienes terrenales y por la avidez de probar los frutos prohibidos. Para regresar a ella, nos son necesarias las lágrimas, la obediencia, el desprecio de los bienes terrenales y el dominio de los apetitos carnales.
Debemos, por tanto, volver por otro camino. Ya que a causa de los placeres nos alejamos de las alegrías del Paraíso, han de ser las lamentaciones las que nos reconduzcan a él.
Tengamos en vista la venida del Juez
Es necesario, queridísimos hermanos, que, permaneciendo siempre temerosos y expectantes, tengamos ante los ojos del corazón, por una parte, nuestros pecados y, por otra, el extremo rigor del juicio.
Consideremos que ha de venir el implacable Juez. Nos amenaza con el terrible tribunal mientras permanece oculto. Causa pavor a los pecadores y aún así es paciente: si retrasa su venida, lo hace para que la condenación sea menor. Expiemos por las lágrimas nuestras faltas y, conforme a las palabras del salmista, “entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos” (Sal 94, 2).
No nos dejemos atrapar por los engaños de la voluptuosidad o seducir por las alegrías fútiles. Muy cerca está, de hecho, el Juez que afirmaba: “¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!” (Lc 6, 25). E igualmente decía Salomón: “Mezclada anda la risa con el llanto: el término del gozo es el dolor” (Prov 14, 13). Y también: “Llamé a la risa ‘locura’, y dije de la alegría: ‘¿Qué se consigue?’” (Ecl 2, 2). Y aún: “El sabio piensa en la casa en duelo, el necio piensa en la casa en fiesta” (Ecl 7, 4).
Tengamos gran temor de los preceptos de Dios a fin de que celebremos verdaderamente su solemne fiesta, pues el dolor que inspira el pecado cometido es inmolación grata a Dios, como lo atestigua el salmista: “El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado” (Sal 50, 19).
Nuestras culpas pasadas han sido lavadas por el Bautismo; pero después hemos cometido muchas otras y ya no podemos ser purificados por el agua de ese sacramento. Ya que incluso tras haberlo recibido hemos manchado nuestra vida, bauticémonos ahora con las lágrimas de nuestra conciencia. De esta forma, regresaremos a nuestra patria por otro camino. Si lo deleitable por su atractivo nos apartó de ella, que las amarguras nos lleven de vuelta mediante la penitencia, con el auxilio de nuestro Señor.
San Gregorio Magno. Fragmentos de las Homilías sobre los Evangelios.
Homilía X, 6/1/591: PL 76, 1110-1114.