Sacerdocio: Conformar la propia vida al misterio de la cruz

Publicado el 07/15/2019

El sacerdote se une a Cristo durante la celebración de la Santa Misa y se ofrece con Él al Padre para la salvación del mundo. Y trata también de ser, como Él, un buen pastor.

 


 

El pasaje del cuarto Evangelio que acabamos de oír registra la petición que el apóstol Felipe le hace a Jesús: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta” (Jn 14, 8).

 

Misión que responde a un anhelo

 

Felipe es un bello ejemplo de vocación al discipulado. Era de Betsaida, ciudad de Andrés y de Simón Pedro. Fue llamado directamente por Jesús, y después él mismo llama a Natanael, o sea, Bartolomé, para que también lo siga a Él diciéndole: “Aquel de quien escribieron Moisés en la ley y los profetas, lo hemos encontrado. […] Ven y verás” (Jn 1, 45-46).

 

Mons. Benedito Beni dos Santos

Obispo emérito de Lorena

Además, es a Felipe a quien Cristo, con ocasión de la multiplicación de los panes, le hace esta observación: “¿Con qué compraremos panes para que coman estos?” (Jn 6, 5); a lo que el apóstol le responde: “Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo” (Jn 6, 7). Y también Felipe fue el que acogió y presentó aquella petición de los griegos, por tanto, de paganos: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21).

 

El Papa San Juan Pablo II afirmaba al comentar este pasaje del Evangelio que existe en el corazón del ser humano un anhelo misterioso y profundo de encontrar a alguien que, de hecho, sea “el camino y la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Y esto nos lleva a comprender la naturaleza de vuestra misión: anunciar a Jesús.

 

Esta misión no es una “superestructura” añadida a la vida de una persona, o a la cultura y a la vida de un pueblo, sino una respuesta a ese anhelo misterioso que existe en el corazón humano.

 

Dios mostró su rostro al mundo

 

Hermanos y hermanas, podemos decir que toda la historia de la salvación ha sido una progresiva revelación del rostro de Dios y, al mismo tiempo, una búsqueda. Por eso el salmista reza: “Que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79, 4). Aunque, en realidad, toda la Antigua Alianza estuvo más centrada en oír la voz de Dios que en la contemplación de su rostro. De hecho, fue una preparación para la revelación del rostro de Dios en el Nuevo Testamento.

 

La Encarnación del Hijo de Dios interrumpió esa no visibilidad. No vino únicamente como Verbo, sino también como icono e imagen del Altísimo. En Jesús, Dios encarnado, el Creador se volvió visiblemente presente. Se mostró al mundo, hizo la exégesis de sí mismo, interpretó quién era Él y por eso le pudo decir a Felipe: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14, 9).

 

Pero Jesús no sólo fue el rostro humano de Dios. También indicó y preparó, a través de su Palabra, el camino para que podamos ver definitivamente el rostro divino de Dios.

 

La primera lectura de esta Misa, que narra el primer viaje misionero del apóstol Pablo, afirma que la Palabra de Dios se difundía por toda la región a través de él y de Bernabé. Y en eso consiste precisamente vuestra misión: en hacer que esa Palabra se propague de persona en persona, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, hasta que sea acogida por el mundo entero.

 

Santo Tomás de Aquino, al comentar aquella afirmación del Génesis de que Dios hizo al hombre a su “imagen y semejanza” (1, 26), nos muestra en la Suma Teológica que hemos sido creados para Dios; nuestro destino final es contemplar el rostro del Altísimo, su belleza infinita, para ser plena y definitivamente felices.1

 

El único y perfecto sacerdocio

 

La misión de cada sacerdote es la misma que las de Pablo y Bernabé: difundir la Palabra de Dios, para que todos, obedeciéndola, puedan caminar hasta la contemplación definitiva de la faz divina. Y para que comprendamos mejor esa misión hemos de dirigir nuestra mirada al Verbo Encarnado, que, según la Carta a los hebreos, “es sacerdote perpetuamente” (7, 3).

 

El primer sacrificio que Él presenta a Dios, su Padre, es el de su obediencia, al aceptar nuestra naturaleza y condición humana. Todos conocemos las bellísimas palabras del capítulo décimo de la Carta a los hebreos: “Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo. He aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (10, 5.7).

 

Toda la existencia de Jesús fue sacerdotal. Su sacerdocio es único, original, esencialmente diferente del existente en distintas religiones, esencialmente diferente del levítico. Éste ofrecía a Dios el sacrificio de animales para obtener el perdón de los pecados; Jesús, sin embargo, se ofrece a sí mismo a Dios Padre. Cristo es al mismo tiempo sacerdote y víctima del sacrificio.

 

La Carta a los hebreos no sólo lo llama sacerdote, sino Sumo Sacerdote. Su sacrificio es perfecto. Realizó en la cruz lo que el sacerdote levítico trataba de alcanzar, pero no lo conseguía: la perfecta reconciliación de la humanidad con Dios.

 

Conformar la propia vida al misterio de la cruz del Señor significa

ser santo, asumiendo el estilo de vida de Cristo, incluso el celibato

Mons. Benedito Beni dos Santos durante la ceremonia de ordenación presbiteral

en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, 18/5/2017

El sacerdocio ministerial de los obispos y presbíteros es una participación de ese único y perfecto sacerdocio. Todo presbítero ha de ejercer su ministerio dirigido hacia él.

 

Asumir el estilo de vida de Cristo

 

De aquí a poco cada ordenando va a oír del obispo, cuando le entregue la patena con la hostia y el cáliz con el vino, estas palabras: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.

 

Conformar la propia vida al misterio de la cruz de Cristo significa, en primer lugar, unirse a Cristo durante la celebración de la Santa Misa y ofrecerse con Él al Padre para la salvación del mundo. Es lo que afirmaba San Juan Pablo II: cada sacerdote debe ser al mismo tiempo sacerdos et hostia, sacerdote y víctima.2

 

Conformar la propia vida al misterio de la cruz del Señor significa también ser pastor. Cristo se entregó por completo para la salvación de la humanidad. Esto exige de nosotros que gastemos cada día un poco de nuestra existencia para que el rebaño tenga más vida. Ser manso y humilde de corazón es, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, acercarse a aquellos que sufren, los enfermos, los pobres de este mundo.

 

Conformar la propia vida al misterio de la cruz del Señor significa además ser santo, asumiendo el estilo de vida de Cristo. Esto nos lleva a comprender la importancia del celibato para el diácono y el sacerdote. No se trata únicamente de una ley eclesiástica, sino, mucho más que eso, una necesidad ontológica. Se convierte en necesario para que el sacerdote, que ha sido configurado a Cristo, Sumo Sacerdote, Cabeza y Esposo de la Iglesia, tenga su mismo estilo de vida. Hermanos y hermanas, todos los que van a ser ordenados en este momento tienen en las palabras que he citado su programa de vida: conformar cada día su propia vida al ministerio de la cruz del Señor. Amén.

 

Homilía de la Misa de ordenación presbiteral en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil), 18/5/2019.

 

1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 93.

2 Cf. SAN JUAN PABLO II. Carta a los sacerdotes, 23/3/2000.

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