La sagrada virginidad y la castidad perfecta, consagrada al servicio divino, se cuentan sin duda entre los tesoros más preciosos dejados como en herencia a la Iglesia por su Fundador. Pero ¿qué hacer para conservarlas?
La doctrina que establece la superioridad y excelencia de la virginidad y del celibato sobre el matrimonio, fue puesta de manifiesto, como lo llevamos dicho, por nuestro divino Redentor y por el Apóstol de las Gentes. […] Sin embargo, puesto que no han faltado recientemente algunos que han atacado, no sin grave peligro y detrimento de los fieles, esta misma doctrina tradicional en la Iglesia, Nos, en cumplimiento de nuestro deber, hemos creído oportuno volver sobre el asunto en esta encíclica y desenmascarar y condenar los errores, que con frecuencia se presentan encubiertos bajo apariencias de verdad. […]
La castidad consagrada a Dios exige almas fuertes y nobles
La virginidad es una virtud difícil: para poder alcanzarla no basta un firme y expreso propósito de renunciar absoluta y perpetuamente a los deleites legítimos del matrimonio; es también necesario refrenar y calmar los rebeldes movimientos del cuerpo y del corazón con una continua y vigilante lucha, huir de los atractivos del mundo y superar los asaltos del demonio. […] Por tanto, la castidad consagrada a Dios exige almas fuertes y nobles preparadas a luchar y vencer “por el Reino de los Cielos” (Mt 19, 12). […]
Para conservar la castidad perfecta existe un medio excelente: una sólida y ardentísima devoción a la Santísima Virgen. Inmaculado Corazón de María Grabado de principios del s. XX
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Con todo, aunque la castidad consagrada a Dios sea una virtud ardua, podrán observarla fiel y perfectamente todos los que, siguiendo la invitación de Jesucristo y después de diligente consideración, respondan con ánimo generoso y hagan cuanto esté en su mano por conseguirla. […] “Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al ponerlas, te amonesta a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas, y da su ayuda para que puedas”.1 […]
Los medios que el divino Redentor nos recomendó para salvaguarda eficaz de nuestra virtud son: la diligencia y asidua vigilancia, para hacer con prontitud cuanto esté en nuestra mano; y la oración constante, para pedir a Dios lo que por nuestra debilidad no podemos alcanzar: “Velad y orad para que no caigáis en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es flaca” (Mt 26, 41).
Esta vigilancia en todos los momentos y en todas las circunstancias de nuestra vida nos es absolutamente necesaria: “Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, y el espíritu las tiene contrarias a las de la carne” (Gál 5, 17). Si alguno fuere indulgente, aun en cosas mínimas, con las seducciones del cuerpo, fácilmente se sentirá arrastrado hacia aquellas “obras de la carne” que el Apóstol enumera (cf. Gál 5, 19-21) y que son los vicios más torpes y repugnantes de los hombres. […]
“El que ama el peligro, perecerá en él”
Para defender la castidad, según la expresión de San Jerónimo, es preferible la huida a la batalla en campo abierto: “Huyo precisamente para no ser vencido”. […] Esta huida y esta continua vigilancia para alejar de nosotros las ocasiones de pecar las han considerado siempre los santos, hombres y mujeres, como el medio más apto de luchar en esta materia; hoy día, sin embargo, no todos aceptan esta doctrina.
Piensan algunos que todos los cristianos, y principalmente los ministros sagrados, no deben ser segregados del mundo, como en tiempos pasados, sino que deben estar presentes en el mundo, y por tanto tienen que afrontar el riesgo y poner a prueba su castidad, para que se manifieste si son o no capaces de resistir: véanlo todo los jóvenes clérigos, para que se acostumbren a contemplar todo con ánimo sereno y se inmunicen contra cualquier género de turbaciones.
Por esta causa, les conceden fácilmente que puedan sin sonrojo mirar todo lo que a sus ojos se ofrece, frecuentar espectáculos cinematográficos, aun los prohibidos por la censura eclesiástica; hojear cualesquiera revistas, aun obscenas, y leer las novelas puestas en el Índice o prohibidas por el mismo derecho natural.
Y esto lo permiten por que juzgan que hoy las masas se alimentan de tales espectáculos y tales libros, y deben los que quieran ayudarles entender su manera de pensar y de sentir. Es fácil ver lo falso y desastroso de ese modo de educar al clero y prepararlo a conseguir la santidad propia de su misión. Pues “el que ama el peligro, perecerá en él” (Eclo 3, 27).
Y viene aquí muy oportuno la advertencia de San Agustín: “No digáis que tenéis el alma pura, si tenéis ojos impuros; porque el ojo impuro es mensajero de un corazón impuro”.
El pudor ve de lejos el peligro y prohíbe ponerse en él
Sin duda, esta funesta manera de obrar se apoya en una grave confusión. Pues si Cristo nuestro Señor afirmó de sus Apóstoles: “Yo los he enviado al mundo” (Jn 17, 18), ya, sin embargo, antes había dicho de ellos mismos: “No son del mundo, así como yo tampoco soy del mundo” (Jn 17, 16), y a su Padre divino había orado con estas palabras: “No te ruego que los saques del mundo, sino que los preserves del mal” (Jn 17, 15).
La Iglesia, que se rige por tales principios, ha dado sabias y oportunas normas para alejar de los sacerdotes los peligrosos atractivos que fácilmente pueden influir en cuantos viven en medio del mundo, y con ellas poner a salvo la santidad de su vida lejos de los cuidados y de las diversiones de los seglares.
Ahora bien, con mayor razón conviene que, antes de entrar en el combate, viva apartado del tumulto mundano el clero joven, pues ha de ser educado en la vida espiritual y en la perfección sacerdotal o religiosa, y que se mantenga en el seminario o en la casa de estudios por largo tiempo, donde sea instruido diligentemente e iniciado con cuidado a tratar y conocer poco a poco y con prudencia los problemas de nuestro tiempo, según las normas dadas por Nos mismo en la exhortación apostólica Menti Nostrae.
¿Qué jardinero expondrá a las tempestades una planta selecta, pero aun tierna, para que dé pruebas de la robustez que todavía no posee? Y los alumnos del seminario y los religiosos estudiantes han de ser considerados ciertamente como plantas tiernas y débiles, que aún es necesario proteger y preparar gradualmente para la resistencia y la lucha. Los educadores del clero joven más útil y rectamente obrarían si inculcasen en las, almas de los jóvenes los preceptos del pudor cristiano, que tanto valor tiene para conservar incólume la virginidad y que, en verdad, puede llamarse la prudencia de la castidad.
El pudor ve de lejos el peligro que amenaza, prohíbe ponerse en él y manda evitar aquellas ocasiones de las que alguno menos prudente no huiría. No ama las palabras torpes o menos honestas, y aborrece aun la más leve inmodestia; se guarda diligentemente de la familiaridad sospechosa con personas de otro sexo, persuadiendo a prestar la debida reverencia al cuerpo, ya que es miembro de Cristo (cf. 1 Cor 6, 15) y templo del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 6, 19).
Quien posee el pudor cristiano abomina cualquier pecado de impureza y se retira al instante cuantas veces se siente atraído por los estímulos del mismo. […]
Madre poderosísima de las almas consagradas
Un medio excelente, comprobado por la experiencia una y otra vez en el correr de los siglos, para conservar y f omentar la perfecta e intacta castidad es el de una sólida y ardentísima devoción a la Virgen Madre de Dios. En esta devoción se encuentran de algún modo contenidos todos los demás remedios, pues quien sincera y cuidadosamente la vive, es movido saludablemente a una diligente vigilancia, a la plegaria, a acercarse al tribunal de la penitencia y a la sagrada mesa.
Por lo cual exhortamos con paternal afecto a todos los sacerdotes, religiosos y vírgenes consagradas a ponerse bajo la especial protección de la Santa Madre de Dios, que es Virgen de vírgenes y “Maestra de la virginidad”, como afirma San Ambrosio, y que es Madre poderosísima, principalmente de todos aquellos que se han dedicado y consagrado al divino servicio.
Pío XII. Fragmentos de la encíclica “Sacra virginitas”, 25/3/1954.
1 CONCILIO DE TRENTO. Sesión VI, c. 11.