Si el nacimiento del Redentor Divino se daría a media noche como símbolo de que Él venía a rescatar a la humanidad de las tinieblas del pecado, parece arquitectónico que la natividad de María haya ocurrido exactamente en el horario inverso, pues Ella estaba destinada a traer a la tierra el Sol de Justicia, Cristo Señor nuestro.
Indiferencia de los tibios y entusiasmo de los Cielos
Era el día 8 de septiembre, según nuestro calendario. Las temperaturas abrasadoras del verano ya se habían desvanecido en las tierras del Medio Oriente y las brisas frescas del otoño pronto harían sus primeras caricias. Todo transcurría en una rutina aparente en Nazaret, cuyos habitantes se ocupaban en los quehaceres cotidianos y en los pequeños intereses de los cuales se componía la vida menuda en las aldeas y ciudades de la región.
Sintiéndose a veces relegados al olvido en los confines de Israel y objeto del desprecio de muchos descendientes de Abraham que residían en Judea, seguramente los nazarenos nunca imaginaron que los insondables designios divinos escogerían aquel poblado como palco de dos de los más relevantes episodios de la Historia de la salvación: allí, bien cerca de ellos, vendría a la luz la pura criatura más excelsa salida de las manos de Dios, predestinada desde toda la eternidad para ser su Santísima Madre; dieciséis años más tarde, en las entrañas purísimas de esa Virgen, el Verbo de Dios se uniría a la naturaleza humana (cf. Jn 1, 14).
Sin embargo, si entre los moradores de Nazaret predominaba una atmósfera de fe apocada al considerar las grandiosas profecías que se cumplían ante sus ojos apáticos, muy diversos eran el entusiasmo y la expectativa que reinaban entre las miríadas de espíritus angélicos.
La revolución que Satanás y sus secuaces habían iniciado en los páramos celestiales se había extendido a la tierra, a partir de la falta de Adán y Eva. El surgimiento de María Inmaculada en el escenario físico representaba no solo el inicio de la venganza divina contra la serpiente maldita y la restauración del orden roto por el pecado, sino también la instauración de un nuevo plan para la humanidad, muy superior al original.
A semejanza del grito proferido por San Miguel durante el Prœlium Magnum, un gran “Quis ut Virgo!” resonaba en las cohortes angélicas, pues con la Niña que estaba a punto de nacer se consumaría la victoria total y definitiva contra el demonio.A su vez, en la casa de Nazaret, la misma residencia que tiempo después sería testigo del anuncio del Arcángel Gabriel a Nuestra Señora y de la Encarnación del Verbo, se notaba una luminosidad especial en el ambiente, que lo hacía diáfano, sereno y repleto de paz.
Ana y Joaquín presenciaron manifestaciones angélicas fugaces y discretas, como destellos de la acción sobrenatural intensa que se hacía sentir sobre los presentes. Como era costumbre, allí se encontraban algunas señoras, entre ellas la profetisa Ana, que habían llegado a auxiliar a la madre durante el trance del parto, pues imaginaban que este sería doloroso. Sin embargo, concebida sin pecado original y elevada a la participación en el plan hipostático desde el primer instante de su existencia, María no vendría al mundo como el común de los hombres.
Nace la Reina de los ángeles…
Algunos instantes antes del nacimiento de la Santísima Virgen se veía a Santa Ana muy tranquila y recogida. A cierta altura, ella fue tomada por una gran alegría y pudo contemplar en un éxtasis, en la proporción que Dios le había destinado a conocer, el júbilo de la Santísima Trinidad por el hecho de iniciarse el plan de la salvación.
Completado el tiempo natural de la gestación, en el momento decretado por la Providencia nació la Reina de los ángeles. Sin asumir el cuerpo glorioso, como haría Jesús Infante en Belén, la Niña salió del claustro materno envuelta en luz, la cual brotaba de su pecho y se irradiaba por todo el ambiente.
San Gabriel tuvo la inmensa honra de, en cuanto embajador de las Tres Divinas Personas, recibirla y envolverla en las alas, incluso antes de que su madre la acogiese en los brazos. María, que habitaba en el seno de la Santísima Trinidad, salía de las manos de su Creador para ser dada a los hombres. A través del Arcángel, el Padre entregaba al mundo a su Hija bienamada; el Hijo, a su Madre admirable; y el Espíritu Santo, a su Esposa fidelísima.
¡Hubo, entonces, una gran dispersión en el Cielo! A los ángeles les fue permitido salir de su mansión celestial para prestar su homenaje, veneración y vasallaje a Aquella que habían esperado durante tantos siglos. Siendo Ella su Reina, se comprende muy bien que deseasen visitarla ya en el primer instante de vida. Cuando San Gabriel les presentó a la recién nacida, todos se “amontonaron” a su alrededor para verla, ansiosos de poder estar a su lado. A partir de aquel día, el Cielo de las legiones angélicas pasó a ser María Santísima.
Al contrario de lo que sucedería en el nacimiento del Niño Jesús, el Autor reputa que Nuestra Señora nació a pleno medio día, cuando el sol se encontraba en su zenit e irradiaba su máxima intensidad de luz en el firmamento. Si el nacimiento del Redentor Divino se daría a media noche como símbolo de que Él venía a rescatar a la humanidad de las tinieblas del pecado, parece arquitectónico que la natividad de María haya ocurrido exactamente en el horario inverso, pues Ella estaba destinada a traer a la tierra el Sol de Justicia (cf. Mal 3, 20), Cristo Señor nuestro.
Tomado de la obra ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP. Tomo II: Los misterios de la vida de María: una estela de luz, dolor y gloria, pp. 78 a 81 – Arautos do Evangelho, São Paulo, 2019.