
Ofrezcamos a Nuestra Señora de Fátima la reparación por las ofensas que se cometen contra su Inmaculado Corazón y practiquemos nuestra devoción del Primer Sábado meditando el 3er. Misterio Gozoso: “El nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo en la gruta de Belén”. Llegado el tiempo de nuestra redención, el Rey del Cielo y de la Tierra viene al mundo envuelto en un misterio de grandeza y de humildad, invitándonos, desde el primer instante, a seguirlo como el Camino, la Verdad y la Vida.
Composición de lugar:
Imaginemos la Gruta de Belén en la noche de Navidad. Un ambiente iluminado por la gracia divina, en medio de una gran paz; Nuestra Señora y San José están arrodillados delante del pesebre donde reposa el Niño Jesús. Alrededor de ellos, los pastores veneran admirados al recién nacido, mientras las ovejas, el buey y el jumento calientan el ambiente. Afuera se oye un cántico celestial: son los ángeles, que entonan su himno de gloria y de alabanza al Dios nacido.
Oración preparatoria:
Oh, María Santísima, Señora de Fátima, interceded por nosotros durante esta meditación sobre el Misterio del Nacimiento de vuestro Hijo y rogad que Él nos alcance las gracias para comprender bien la riqueza infinita de los dones y misericordias celestiales que nos trajo con su Nacimiento. ¡Oh, Madre!, ayudadnos a prepararnos para recibirlo, ofreciéndole un corazón purificado y libre de los apegos terrenos que nos impiden de amarle por encima de todas las cosas. Que por vuestra intercesión, seamos iluminados por la gracia redentora traída por Cristo y transformados por su presencia en nuestras vidas. Así sea.
Del Evangelio según San Lucas
“Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito [*], lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada. (…) De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad». (…) “Los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre.”
I- MISTERIO DE GRANDEZA Y DE HUMILDAD
No encontrando quién los acogiese en Belén, María y José van a los alrededores a fin de encontrar un lugar en donde el Dios Encarnado pudiese venir al mundo. Encontraron una gruta fría y obscura que servía de establo para los animales. Y fue allí, en aquel ambiente áspero y apartado, que el Rey del Cielo nació para nuestra Redención.
1. Lección de humildad
Un Dios que quiere comenzar su infancia en un establo, confunde nuestro orgullo y, según la reflexión de San Bernardo, ya predica con el ejemplo lo que más tarde predicaría con la voz: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. He aquí por qué, al meditar en el Nacimiento de Jesús y al oír palabras como pesebre, paja, gruta, deberíamos dejarnos conmover y sentir en el alma una viva inclinación hacia la práctica de la virtud, sobre toda de la humildad, que tanto nos aproxima del recién nacido.
¡Consideremos los sentimientos que brotaron del corazón de María, cuando vio al Verbo Divino reducido a tan extrema pobreza por amor a los hombres! Consideremos la devoción y la ternura indecibles que Ella experimentó cuando apretaba al Hijo de Dios junto a su pecho.
Unamos desde ya nuestros afectos a los de nuestra Madre Santísima y roguemos a Dios que, por medio de Ella, derrame sobre nosotros las gracias incomparables del Nacimiento de Jesús y nos dé fuerzas para vencer cualquier inclinación hacia la soberbia, que nos separa de ellos.
2. En el pesebre, la infinita bondad de Dios
Consideremos la humildad inherente al pesebre. La mayoría de las escenas del nacimiento de Jesús nos muestran que la tosca cuna de Jesús se encontraba en un establo, en medio de un montón de heno y de animales. ¡María tuvo que dar a luz en esas condiciones! Ella envuelve al bebé en paños y lo acuesta en un comedero. Todas las circunstancias de este nacimiento fueron groseras: el rechazo en las posadas de Belén, la gruta, el pesebre. ¿Por qué Dios quiso enviar a su Hijo en medio de esta gran humillación? ¡Para hacernos ver cuán bajo Él se inclinó para salvarnos! Esto refleja la infinita bondad del Señor y nuestra gran necesidad de ser socorridos por Él.
Naciendo en el establo de Belén, el Niño Dios no podría haber escogido un medio mejor para colocarse a disposición de todos los hombres, pobres y ricos, grandes y pequeños, sin distinción de personas. Nació en un lugar público, de libre acceso, sin que nadie pudiese impedir aproximarse de Él. Quiso ser todo para todos.

II – EL EJEMPLO DE LOS PASTORES
Jesús vino al mundo rodeado de las indecibles solicitudes de su Madre Santísima y trajo una inmensa alegría a la tierra entera. El Salvador apareció y un Niño nos fue dado. Él nos manda a avisar, dice San Alfonso María de Ligorio, que es la “flor de los campos y la azucena de los valles” (Cant 2, 1), para darnos a entender que, así como nació tan humilde, así los humildes lo encontrarán.
1. Imitemos a los pastores de Belén
La gruta está abierta para que todos puedan entrar a venerar al recién nacido. Allí está Él, como un bebé, sobre pajas, para atraer a quienes lo buscan. Como los pastores, también yo estoy invitado a Belén. Y, como ellos, tengo que apurarme e ir al encuentro del Niño, nacido para mi salvación. Cuántos pretextos aparentemente legítimos podrían haber alegado los pastores para no moverse con prisa a buscar al Niño: la larga distancia por recorrer, el riesgo de abandonar el rebaño, el frío del invierno, etc. Ahora bien, en nuestros días, ¡cuántos católicos, por frivolidad, dejan de cumplir sus obligaciones de fe, alegando justificativas banales e inclusive fantasiosas!
¿Seré yo también de ese número? ¿Cómo me he comportado en cuanto discípulo del Niño Dios?
Nada consiguió retardar los pasos de aquellos piadosos pastores, y por eso merecieron encontrar no solo a Jesús, sino también a María y José. Debemos imitar con admiración la heroica fe de aquellos hombres tan simples que, delante de aquel Niño frágil, recostado en un pesebre, no dudaron ni un solo instante que se trataba de su Salvador, esperado desde hacía milenios por la humanidad.
2. La ofrenda de nuestro corazón contrito y amoroso
Prestemos oídos, por lo tanto, a la exhortación del santo, cuando nos dice: “¡Levantaos, almas fieles! Jesús os invita a venir esta noche a besarle sus pies. Los pastores y los Magos que lo fueron a visitar le llevaron sus presentes. Es preciso que también le ofrezcáis los vuestros. ¿Pero, que le vais a ofrecer? Escuchadme: el regalo más agradable que podréis ofrecer a Jesús es un corazón arrepentido y amante. He aquí pues, los sentimientos que cada uno debe expresar al Dios Niño en el pesebre de Belén.”
Sigamos este consejo y hagamos de nuestro corazón un presente digno de ser depositado a los pies del Divino Infante, por las manos de su Madre Santísima, que nos recibe en la gruta de Belén.

III – MARÍA SANTÍSIMA, NUESTRA CO-SALVADORA
Festejemos el nacimiento del Hijo del Altísimo que, movido por entrañas de misericordia, bajó del Cielo para visitarnos. Se hizo pequeño para hacernos grandes, se dio a nosotros para que nos demos a Él; nos mostró su amor para que le respondamos con el nuestro. Hagámoslo por medio de Aquella que lo trajo de la Eternidad hasta nosotros, María, Madre de Jesús y nuestra Madre.
1. Aquella que dijo “sí” al plan del Altísimo
Al meditar en el Misterio del Nacimiento, no podemos dejar de volver nuestros ojos hacia Nuestra Señora. Fue Ella quien, con su santidad inmaculada, atrajo del Cielo la Encarnación del Verbo, lo engendró en sus entrañas virginales y lo dio al mundo en la gruta de Belén. Con su profunda humildad, María se hizo agradable a los ojos del Altísimo y recibió de Él la misión incomparable de ser la Madre del Unigénito. Con su “sí” pronunciado al Ángel en la Anunciación, Ella consintió en los planes de Dios para la redención del género humano.
2. Partícipe de la obra de nuestra salvación
Debemos, por lo tanto, reconocer que Dios confió a Nuestra Señora una participación única en la misión salvadora de Cristo, y por eso Ella es llamada por la Iglesia de corredentora. Así como la maldad de la muerte y el poder de las tinieblas entraron en este mundo a través de una mujer, que fue Eva, la Salvación —que es el propio Dios— y la remisión de nuestros pecados, entraron en el mundo a través del consentimiento de una Mujer, la Virgen María.
Esa función salvadora ejercida por Nuestra Señora en la venida de Jesús, no cesó después de que ambos subieron al Cielo. Por el contrario, continúa siendo realizada con mayor solicitud y ternura para con nosotros. Por eso, volvamos nuestra mirada hacia la Virgen María y supliquémosle que, por su misericordiosa e infalible intercesión, se opere la salvación en nuestras casas, en nuestras familias, en nuestras vidas.

ORACIÓN FINAL
¡Oh, Santa Madre de Dios y nuestra!, que con alegría indecible contemplasteis en la bendita noche de Navidad al Niño Jesús en vuestros brazos, os pedimos que nos hagáis partícipes de vuestra felicidad, al celebrar una vez más el advenimiento de Jesús a este mundo. Permitid, oh Madre, que al aproximarnos del Pesebre del Divino Infante, podamos de hecho estar más cerca de Él, abriendo nuestros corazones a su gracia regeneradora, dejando que su infinito amor nos santifique y nos haga dignos de estar un día con Él y con Vos, oh gloriosa Virgen María, en la eterna felicidad del Cielo.
Así sea.
Dios te salve, Reina y Madre…
Este texto tuvo como base las siguientes referencias bibliográficas:
SAN ALFONSO DE LIGORIO, Meditaciones, volumen I, Editora Herder y Cia., Friburgo, Alemania, 1922.
MONSEÑOR JOÃO CLÁ DIAS, Comentário ao Evangelho de Natal, in Revista Arautos do Evangelho, nº 84, diciembre de 2008.