“Voz de Cristo, voz misteriosa de la gracia, que resonáis en el silencio de los corazones, Vos murmuráis en lo hondo de nuestras conciencias palabras de dulzura y de paz.” Tanto brilló el Dr. Plinio en la práctica de la virtud de la confianza, que citaba a menudo este trecho del libro del Padre Saint-Laurent 1 . Y en la reunión abajo transcrita, él toma la vida de otro gigante de la confianza, para incitarnos igualmente a cultivarla en un grado extremo.
San Pedro Armengol nació a mediados del siglo XIII en Cataluña, siendo entonces el hijo menor de la ilustre familia de los Condes de Urgel. Sus padres eran muy allegados al Rey de Aragón, el soberano de aquella región ibérica, y frecuentaban la Corte libremente.
En esa atmósfera de alta nobleza, el niño Pedro recibió una educación esmerada. Pero a medida que fue creciendo, en vez de permanecer en buenos ambientes y de dejarse influenciar por los dictados y por la moral de la Iglesia Católica, fue decayendo en las costumbres y en la piedad. Pasó a convivir con malas compañías y se desvió de las sendas del bien.
En vano sus padres hicieron todo lo posible para contenerlo. Pedro se rebajó hasta tal punto que abandonó la casa paterna, se embreñó en medio de la última ralea de bandidos y sinvergüenzas, y allí se perdió completamente. Con el paso de tiempo llegó a convertirse en el jefe de una cuadrilla de salteadores de caminos. Ladrón peligroso, asesino fugitivo, si la policía real lo cogiese, seguramente sería muerto.
Un golpe fulminante de la gracia
Sucedió sin embargo que, estando él un día vagando por el monte con sus compañeros de perdición, oyó a lo lejos un toque de clarín, típico de gente de la Corte. Imaginando los preciosos despojos que aquél séquito le proporcionaría, Pedro resuelve atacarlo con su cuadrilla.
Tan pronto se encuentran los dos grupos, Pedro va en busca del jefe del destacamento y está listo a darle un golpe, cuando… se da cuenta de que se trata de su propio padre.
Como tocado por un rayo fulminante, el bandido permanece inmóvil, deteniendo su brazo armado. Él, y no el padre, había recibido el golpe fatal. Un golpe de la gracia divina. Por cierto, en ese instante alguien, en algún lugar, debía estar rezando por él a Nuestra Señora…
La vista de la nobleza y de la respetabilidad de su padre le dio a él una idea de cómo había caído, de cómo se había convertido en la escoria de la sociedad y, por eso mismo, indigno del ambiente en el cual vivía su familia. “¡Qué diferencia!” – pensó él. “¡Mi padre y mi madre en una situación honrosa, y yo, entre bandidos! ¡De una persona limpia y decente, me transformé en un canalla!”
Esas reflexiones de índole humana, sugeridas por la gracia, fueron acompañadas de otra: “¡Pequé contra Dios! Eso es lo más grave, infinitamente más grave, de todo lo que hice. ¡Oh Señor, cuán grande es mi maldad!”
Confuso y avergonzado, Pedro tuvo una verdadera contrición de los pecados cometidos. Como el hijo pródigo del Evangelio, se lanzó a los pies de su padre y pidió perdón. Acabó siendo agraciado por el Rey, dejando para siempre la rueda de malhechores en medio de los cuales había vivido. Después, con toda humildad, procuró a un religioso mercedario, a quien confesó los crímenes que había perpetrado y expuso los remordimientos que le torturaban el alma.
En la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes
Una vez absuelto de sus pecados, Pedro solicitó, por misericordia, que lo admitiesen como mercedario. Los frailes resolvieron aceptarlo, reconociendo su profundo y sincero arrepentimiento.
Nuestra Señora de las Mercedes, con el blasón de la Orden Mercedaria en el pecho
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Los mercedarios son miembros de una Orden religiosa consagrada a Nuestra Señora bajo esta linda invocación: Nuestra Señora de las Mercedes. Mercedes son favores que Nuestra le concede a sus devotos. Tanto vale decir, pues, Nuestra Señora de la Bondad, Nuestra Señora de la Generosidad o Nuestra Señora de los Presentes…
Era misión de los mercedarios trabajar por la libertad de los cautivos que vivían bajo el yugo de los infieles. De hecho, en el tiempo de Pedro Armengol el Mediterráneo estaba infestado de piratas mahometanos que asaltaban los navíos católicos, no sólo para robar, sino también para capturar a los tripulantes y pasajeros, a fin de transformarlos en esclavos. Así, el norte de África estaba repleto de esos cautivos, tiranizados por los bárbaros para el resto de sus vidas.
La situación de esos infelices era física y espiritualmente horrenda, dado que los moros practicaban la poligamia y tenían una pésima moralidad, creando de ese modo un ambiente venenoso para sus cautivos. Porque de tal maestro, tal esclavo.
Ahora bien, con el propósito de cumplir su heroica misión, los frailes mercedarios no sólo se arriesgaban a vivir en territorio mahometano, sino que hacían un voto admirable: por amor a las almas, ofrecerse como rehenes, para ser intercambiados por los cautivos católicos que estuviesen en medio de los moros. Se trata de una de las manifestaciones más elevadas de dedicación que conozco. Un hombre puede ser un gran héroe porque asaltó las murallas de tal ciudad, porque combatió como nadie, etc. ¡Pero ofrecerse para correr los riesgos de la esclavitud en los dominios mahometanos…!
En el norte de África
Esta fue, justamente, la forma de heroísmo abrazada por Pedro Armengol. Una vez convertido, ingresó en la Orden de los Mercedarios y se transformó en un excelente religioso. Pasaron algunos años y, cierto día, sucedió lo que tenía que suceder. El Superior lo mandó a llamar y le dijo:
– Fray Pedro, Ud. está designado para ir a libertar a los cautivos en África.
– ¡Cómo no! – respondió él sin dudar, pensando seguramente en lo íntimo: “Yo merezco eso por mis pecados…”
Atendiendo a la voz de la obediencia, Fray Pedro pasó un buen número de años en el norte de África, en una arriesgada existencia.
Cuando ya se preparaba para volver a España, supo que 137 jovencitos cristianos, esclavizados, yacían en las casas de sus señores expuestos a la depravación y al riesgo de perder la fe.
Con religioso desvelo, Fray Pedro procuró a los moros y negoció la liberación de aquellos cautivos. Los infieles exigieron mucho dinero. Una suma tan abultada sólo podría venir de España, lo cual prolongaría todavía más el tiempo de la peligrosa esclavitud de los jóvenes católicos.
Sin dudar, Fray Pedro se ofreció como rehén en lugar de ellos, hasta que le fuese enviada de España la cuantía necesaria para el rescate.
Los moros concordaron, imponiendo no obstante la siguiente condición:
San Pedro Armengol, suspendido de la cuerda, es sustentado por Nuestra Señora
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– Les damos un plazo para que vayan a España, recojan el dinero y nos lo envíen. Durante ese tiempo Ud. se queda aquí a nuestra disposición. Si el dinero no llega hasta el día X, nosotros lo ahorcamos.
Colgado de la horca, sin perder la confianza en Nuestra Señora
En sus insondables designios, quería la Providencia colocar a prueba al ex asaltante de caminos.
Se había agotado el plazo estipulado por los mahometanos. Furiosos, cumplieron la amenaza: ahorcaron a Fray Armengol y, creyéndolo ya muerto, lo abandonaron pendiendo de la cuerda.
Poco tiempo después llega el navío con el dinero del rescate. Problemas de navegación habían determinado el atraso.
– ¿Dónde está Fray Armengol? – preguntaron los emisarios.
La respuesta del jefe moro fue aterradora:
– Llegaron tarde. Está en el cadalso, ahorcado hace tres días, conforme prometí.
Indignados con la crueldad del infiel, los frailes quisieron ver el cuerpo de su hermano de hábito.
Al llegar al patíbulo, una gran sorpresa: Fray Pedro, todavía en la horca, estaba vivo, aunque pálido como un cadáver. Él conservaría en el rostro, para toda la vida, esa palidez cadavérica; y en el cuello, bien visible, la marca de la cuerda.
¡Era un milagro extraordinario!
Por humildad, Pedro Armengol no dijo nada con respecto a ese milagro. De vuelta a España, sin embargo, el Superior le ordenó en nombre de la santa obediencia:
– Fray Pedro, cuente lo que pasó.
Con la misma humildad, él simplemente respondió:
– Nuestra Señora se quedó sustentándome todo el tiempo…
Es decir, él había confiado en la Santísima Virgen, y Ella realizó ese estupendo milagro en favor de su heroico devoto.
Con autorización de sus superiores, Pedro Armengol se retiró a un convento en las montañas, donde vivió solitario, haciendo penitencia por su vida pasada y rezando por los católicos cautivos en las manos de los moros. Allí él creció en gracia y santidad, hasta el día en que “durmió en el Señor”. Años después, la Santa Sede lo canonizó.
Modelo admirable de confianza
Para mí, San Pedro Armengol es el modelo de la confianza. Pecador horrible, se arrepintió, confió y fue perdonado. Más aún: ¡recibió la vocación religiosa! El bandido fue llamado por Nuestra Señora a abrazar la condición de fraile.
Insondable desvelo fue también atraerlo para la Orden de las Mercedes, donde el antiguo ladrón habría de correr riesgos que le darían la oportunidad de, al mismo tiempo, expiar sus pecados y hacer mucho bien al prójimo.
Súbitamente, una prueba más: quedar rehén, con peligro de muerte. La calma de la espera, y el navío que no llega…
Vienen los verdugos a matarlo, él camina sereno y tranquilo hacia el patíbulo. Suspendido en la cuerda, él percibe naturalmente que está siendo objeto de un milagro.
Otra espera. ¿Qué va a suceder?
Llega el dinero del rescate, lo bajan de la cuerda. Su confianza estaba completa. Es un ejemplo tan sublime, que yo quise tener una reliquia de San Pedro Armengol para, todas las mañanas al levantarme, y en la noche al acostarme, besarla y pedir una confianza igual a la de él.
Este es el tipo de confianza que todo católico debe tener. Aunque estemos – según las pungentes palabras del salmista – inmersos en un lodo profundo, donde nuestros pies no encuentran terreno sólido, tenemos que confiar en Nuestra Señora.
1) Thomas de Saint-Laurent, “El Libro de la Confianza”.
(Revista Dr. Plinio, No. 6, septiembre de 1998, p. 20-22, Editora Retornarei Ltda., São Paulo)