A nosotros, que hoy somos interpelados por la actualidad del mensaje centenario de Fátima, nos corresponde adoptar una postura ante las palabras de María. Aprendamos del pastorcito de Aljustrel a acogerlas con buenas disposiciones.
Un niño plácido, meditativo y religioso
Francisco fue el primero de los tres pastorcitos de Fátima que murió, el 4 de abril de 1919, víctima de la famosa gripe neumónica que alcanzó proporciones de pandemia a finales de la Primera Guerra Mundial. Tenía casi 11 años, uno y medio mayor que Jacinta. Eran los hijos más pequeños de Manuel Pedro Marto y Olimpia de Jesús dos Santos. Tanto en los juegos como en el pastoreo de los ganados, estaban unidísimos a su prima Lucía, cuya casa quedaba cerca de la suya.
BEATO FRANCISCO MARTO |
Cuenta sor Lucía en sus Memorias que “Francisco no parecía hermano de Jacinta sino en las facciones del rostro y en la práctica de la virtud”,2 debido al contraste entre su placidez y la vivacidad de ella. Aunque participaba con agrado en los juegos, cedía fácilmente a las preferencias ajenas, sin poner interés en ganar. Cuando los demás niños le negaban sus derechos de vencedor, respondía: “¿Crees que tú has ganado? De acuerdo. A mí eso no me importa”.3
En contrapartida, le gustaba mucho cantar y tocar el flautín, ausentándose de los corros infantiles para entretenerse con su música. En las largas horas de pastoreo subía a lo alto de las rocas y desde allí tocaba y cantaba melodías populares de la época, que exaltaban los encantos de la región serrana portuguesa.
Junto con las dos niñas, esperaba que cayera la noche para acompañar a la Virgen y a los ángeles en el encendido de sus velas, como llamaban a las estrellas. Las iban contando una a una hasta que ya no podían enumerarlas. Lo que más le gustaba de verdad era contemplar el nacimiento y la puesta del sol, a su entender superior en belleza a la luna o las estrellas: “Ninguna candela es tan bonita como la del Señor”,4 comentaba con Jacinta, refiriéndose al sol, sabiendo que su hermanita prefería la luna, que la tenía por la Virgen, porque no hería la vista.
El que observara a Francisco con superficialidad, tal vez se llevaría la impresión de que era un niño como los demás, y algo distraído. Los acontecimientos que se desarrollaron en Cova da Iria, no obstante, revelaron la verdadera estatura de aquel que, entre los videntes, era “el más religioso de todos”.5
Seriedad ante las realidades sobrenaturales
Las apariciones del Ángel de Portugal, seguidas de las seis visitas de la Virgen, produjeron un efecto profundo en los pastorcitos, transformándolos rápidamente y para siempre. El contacto directo con la naturaleza angélica y con la propia Reina de los ángeles deshizo el velo que los separaba de las realidades eternas y obró en ellos un profundo cambio de mentalidad.
Favorecidos por una visión sublimada del universo y por la comprensión de los destinos de la humanidad, fueron amparados por la gracia a fin de atender con fidelidad el llamamiento de María. “Concentrados, casi inmersos en lo sobrenatural, ya no viven la vida banal de las otras personas, sino en un mundo infinitamente superior”.6
Francisco mostraba gran seriedad con relación a las apariciones, sin preguntarse nunca si su respuesta admitía grados o medidas, pues entendió que la Virgen esperaba una adhesión completa. Como buen portugués, era lógico, dado al raciocinio y firme en el cumplimiento de sus deberes, siendo muy sensible a los aspectos morales de su conducta y la de los demás. Hubo incluso quien lo calificaba de severo, lo que no dejaba de ser coherente, si consideramos que la visión del infierno y el misterioso contenido del mensaje pasaron a ocupar un importante lugar en sus pensamientos.
Amor desbordante por Jesucristo
Las apariciones surtieron efectos diversos en el alma de los pastorcitos, conduciéndoles a misiones específicas dentro de la gran vía expiatoria a la cual estaban siendo convocados. Esto ocurría de manera suave, aunque clara, como se puede ver en este episodio narrado por sor Lucía:
“Un día le pregunté: “—Francisco, a ti, ¿qué te gusta más: consolar al Señor o convertir a los pecadores, para que no vayan más almas al Infierno?
“—Me gusta mucho más consolar al Señor. ¿No viste cómo la Virgen, el último mes, se puso tan triste cuando dijo que no ofendieran a Dios, nuestro Señor, que ya estaba muy ofendido? Yo quiero consolar al Señor y después convertir a los pecadores, para que no lo ofendan más”.7
Curiosamente, aunque viera a la Virgen todos los 13 sin poder expresar con palabras el entusiasmo que sentía por Ella, el niño se deslumbró todavía más con la Santísima Trinidad, principalmente con Jesucristo. Esta auténtica fascinación polarizó su corazón, “toda su capacidad de amar”,8 y lo llevaba a exclamar: “Él me gusta tanto…”.9 O: “Estoy pensando en Dios que está tan triste, a causa de tantos pecados. ¡Si yo fuera capaz de darle alegría!”10
Los padres de Francisco y Jacinta eran personas piadosas y aceptaron las revelaciones desde el principio, con temor reverencial. Como conocían la honestidad de sus hijos, no los maltrataban, ni pensaban que tales fenómenos fueran fruto de su imaginación pueril. En casa de Lucía la reacción era diferente y se desencadenó una persecución que le hizo sufrir mucho. Francisco la animaba: “No te preocupes. ¿La Virgen no nos dijo que iríamos a sufrir mucho, para reparar al Señor y a su Inmaculado Corazón de tantos pecados con los que son ofendidos? ¡Están tan tristes! Si con estos sufrimientos podemos consolarlos, ya nos quedamos contentos”.11
El amor desbordante del niño por Jesús y la resolución de confortarlo tiene su origen en la comunión que les trajo el ángel y, en especial, en las apariciones de junio, julio y octubre, en las que la Virgen les hizo ver la luz inaccesible de la Trinidad. Esta dádiva lo atrajo de manera definitiva, ocasionándole una admiración nunca superada: “Estábamos ardiendo en aquella luz que es Dios y no nos quemábamos. ¡Cómo es Dios! No lo podemos expresar. Eso sí que nunca lo podemos expresar. Pero qué pena que esté tan triste. ¡Si lo pudiera consolar!…”. 12
Este anhelo, nacido en su alma virginal, no era sólo fruto de un arrobamiento de efímera duración. El Beato Francisco Marto estaba decidido a consolar a Jesús con todos los medios a su alcance, en particular mediante su propia conversión.
Profundo y radical cambio de vida
La ascensión a la cima de la santidad es una obra de la gracia que exige de las almas una continua disposición para que se desapeguen de sí mismas y sean transformadas por Dios. En las vías clásicas de espiritualidad, esto implica enormes batallas interiores que se extienden, no rara veces, a lo largo de la vida.
Con los pastorcitos de Fátima el método fue otro: la Santísima Virgen los transformó por la comunicación de su espíritu. En ellos se realizó de algún modo lo que San Luis Grignion de Montfort denomina, en sus escritos, el Secreto de María,13 pues, gracias a la acción directa de la Virgen, fueron volviéndose más propensos a la práctica del bien, libres de sus defectos y modelados en todo por las virtudes de Ella.
Al conocer a la Reina del Cielo, Francisco empieza a vivir en otro nivel: sus afectos son todos para Ella y su divino Hijo, su pensamiento vuela a cada instante hacia el sagrario donde está Jesús escondido, como él se refería al Santísimo Sacramento, y sus acciones nacen de la continua y entrañable relación interior con el Inmaculado Corazón de María.
¿Cómo ser el mismo y volver a sus antiguas diversiones después de sentir sobre sí la dulcísima mirada de la Señora del Rosario? Por eso, al entonar las primeras estrofas de una de las canciones que antes le entusiasmaban, decide: “No cantemos más. Desde que vimos al ángel y a la Virgen, ya no me apetece cantar”.14
Las esporádicas inobservancias domésticas o las acciones perezosas de Francisco desaparecen; les ceden su puesto a un espíritu penitente y contemplativo, ávido por consolar a Jesús y colaborar con el ofrecimiento de su vida para la magnífica victoria de la Santa Iglesia en los acontecimientos que le han sido revelados.
Correspondencia generosa al llamamiento celestial
En la primera aparición, cuando Lucía preguntó si Francisco iría al Cielo, la Virgen le respondió: “También, pero tiene que rezar muchos Rosarios”.15
La advertencia era una evidente alusión al modo abreviado con que el niño solía rezarlo para terminar rápido. Y fue recibida por él con las mejores disposiciones: “Oh Señora mía, Rosarios, rezo todos los que Vos queráis”.16
A partir de entonces Francisco redobló el número de Rosarios, rezando muchos con las niñas y otros a solas. Cuenta sor Lucía que “si le decía que viniera a jugar, que después rezaría con nosotras, respondía:
“—Después también rezaré. ¿No te acuerdas que la Señora dijo que tenía que rezar muchos Rosarios?”.17 Este espíritu de oración fervorosa distinguió al pastorcito hasta el final, como su arma más eficaz para llevar adelante la misión recibida del Cielo. Junto a ella estaba la de los sacrificios, en cuyo cumplimiento fue igualmente generoso: “La Señora dijo que tendríamos que sufrir mucho. No me importa; sufro todo lo que Ella quiera. Lo que deseo es ir al Cielo”.18
Uno de los ofrecimientos más grandes que hizo fue el de llevar una cuerda a la cintura, como describe su prima: “Íbamos con las ovejas por un camino, en el que encontré un trozo de cuerda de un carro. La cogí y, jugando, me la até a un brazo. No tardé en notar que la cuerda me lastimaba. Entonces le dije a mis primos:
“—Mirad: esto hace daño. Podíamos atárnosla a la cintura y ofrecerle a Dios este sacrificio.
“Los pobres críos aceptaron enseguida mi idea y a continuación tratamos de dividirla entre los tres. […] Ya fuera por el grosor o aspereza de la cuerda, ya porque a veces la apretábamos demasiado, este instrumento a menudo nos hacía sufrir horriblemente”.19
La Santísima Virgen quiso suavizar el uso del instrumento de penitencia, ponderando en la aparición de septiembre: “Dios está contento con vuestros sacrificios, pero no quiere que durmáis con la cuerda; llevadla sólo durante el día”.20
Inicio del triunfo del Inmaculado Corazón en las almas
A finales de octubre de 1918, Francisco y Jacinta enfermaron gravemente para no recuperarse más. Una fuerte fiebre los consumía. Al principio había esperanza de que se curasen, pero la situación no tardó en mostrarse irreversible.
La celestial Señora visitó la casa de la familia Marto para confortarlos, como le contó Jacinta a su prima Lucía: “La Virgen ha venido a vernos y dijo que muy pronto vendrá a buscar a Francisco para llevárselo al Cielo”.21 Desde entonces los dos hermanos esperaban con ardiente amor el día gozoso de marchar hacia la eternidad.
El 3 de abril de 1919, un sacerdote trajo desde Fátima el Viático para Francisco, que hacía meses lo pedía con fervor. Esa fue su segunda comunión, precedida por la que había recibido de manos angélicas. El anhelo vehemente de comulgar constituía, durante el período de su enfermedad, el único estímulo que lo animaba a vivir y, cuando por fin pudo recibir la Eucaristía, le confesó a Jacinta: “Hoy soy más feliz que tú, porque tengo dentro de mi pecho a Jesús escondido. Yo me voy al Cielo; pero desde allí pediré mucho al Señor y a la Virgen que también os lleve allí pronto”.22
A la mañana del día siguiente, sin agonía ni estertores, con la serenidad de quien entra en el suave descanso de los justos, Francisco Marto expiró santamente en Aljustrel. El cortejo fúnebre del pastorcito fue acompañado solamente por algunos conocidos, rezando el Rosario como un sencillo homenaje hasta el cementerio de la parroquia de Fátima. ¿Quién iba a imaginar en la época las futuras peregrinaciones multitudinarias a la tumba del confidente de María para pedir su intercesión?
¡La Santísima Virgen no es Señora de obras inacabadas! Y la vida de Francisco nos abre la más alentadora de las esperanzas: “Si la obra de Nuestra Señora en Fátima —especialmente con esos dos niños llamados al Cielo— fue así, podemos preguntarnos si eso no tiene un valor simbólico, y si no indica cuál va a ser la acción de la Virgen sobre toda la humanidad cuando cumpla las promesas que hizo en Fátima”.23
2 SOR LUCÍA. Memórias I. Quarta Memória, c. I, n.º 1. 13.ª ed. Fátima: Secretariado dos Pastorinhos, 2007, p. 136.
3 Ídem, ibídem.
4 Ídem, p. 137.
5 COSME DO AMARAL, Alberto. Jacinta e Francisco. Virtudes heroicas. Braga: CAS, 1991, p. 110.
6 DE MARCHI, op. cit., p. 119.
7 SOR LUCÍA, op. cit., n.º 12, p. 155.
8 COSME DO AMARAL, op. cit., p. 30.
9 SOR LUCÍA, op. cit., n.º 9, p. 147.
10 Ídem, n.º 4, p. 142.
11 Ídem, p. 141.
12 Ídem, n.º 7, p. 145.
13 Cf. SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Le Secret de Marie. In: OEuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1966, pp. 439-479.
14 SOR LUCÍA, op. cit., n.º 4, p. 143.
15 Ídem, c. II, n.º 3, p. 173.
16 Ídem, c. I, n.º 4, p. 141.
17 Ídem, ibídem.
18 Ídem, ibídem.
19 Ídem, Segunda Memória, c. II, n.º 12, p. 92.
20 Ídem, n.º 13, p. 94.
21 Ídem, Primeira Memória, c. III, n.º 2, p. 59.
22 Ídem, Quarta Memória, c. I, n.º 16, p. 164.
23 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Os pastorinhos de Fátima e o Segredo de Maria. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XVI. N.º 179 (Febrero, 2013); p. 29.