Ermitaño, apóstol, fundador, místico, profeta, exorcista… Facetas diversas se armonizan en el alma de ese carmelita que, en su extremado amor por la Iglesia, se unió místicamente a ella.
España, archipiélago balear. En el extremo suroeste de la isla de Ibiza, frente a acantilados que caen casi verticalmente sobre el Mediterráneo, se yergue un imponente islote rocoso. No está lejos de la costa, pero la braveza del mar y el relieve abrupto lo convierten en un lugar de difícil acceso; los barqueros sólo se arriesgan a hacer la corta travesía los días en los que las aguas están tranquilas.
Tras desembarcar en la escabrosa orilla, hay que invertir unas horas de penosa escalada para alcanzar la cumbre de la isla, situada a casi 400 metros de altura. Un poco más abajo de la cima, escavada en la pared del peñón, una estrecha cueva se adentra en el corazón de la desierta montaña.
¿Sería la guarida de aves de rapiña? ¿Serviría de abrigo a alguna fiera solitaria? Seguro que no. Sin embargo, en esa gruta hay signos de la presencia de un alma aquilina, apóstol valeroso, que se retiraba allí para rezar.
Fue en el islote de Es Vedrá donde ese singular ermitaño descubrió el punto central de su misión: servir y defender a la Santa Iglesia, objeto de su ardiente amor, a la cual contemplaba místicamente bajo la figura de una mujer.
Conozcamos en breves rasgos la vida de ese varón, el Beato Francisco Palau y Quer.
El florecimiento de su vocación bajo el manto de Elías
El 29 de diciembre de 1811 nacía en el pueblo de Aitona, en el seno de una piadosa familia de labradores. Su propensión hacia las Letras le facilitó el ingreso a los 17 años en el seminario de Lérida, en donde el contacto con los Carmelitas Descalzos que asistían espiritualmente a los estudiantes hizo que floreciera en su alma la vocación religiosa.
Hallándose en la duda de cuál sería la Orden en la que debería entrar, decidió hacer una novena al profeta Elías, por el que tenía devoción desde la infancia. El último día, siente que la imagen ante la cual rezaba le extiende su capa y le cobija en ella. Ante tan clara señal no había lugar a dudas: ¡sería carmelita!
Se incorporó al noviciado de Barcelona en 1832. La época no era propicia para hacerse religioso, pues ya se apreciaban los primeros destellos de la revolución liberal. No obstante, emitió sus votos perpetuos, el 15 de noviembre de 1833, con impresionante firmeza y clarividencia: “Cuando hice mi profesión religiosa la revolución tenía ya en su mano la tea incendiaria para abrasar todos los establecimientos religiosos y el temible puñal para asesinar a los individuos refugiados en ellos. No ignoraba yo el peligro apremiante a que me exponía”.1
Sus pronósticos no tardaron en confirmarse. Al cabo de dos años, siendo él diácono, incendiaron el convento de San José, de Barcelona, y todos los religiosos fueron a prisión. Poco después quedaron libres, pero la autoridad civil les prohibió que llevaran vida comunitaria. Fray Francisco Palau permanecería fuera de los claustros hasta el final de sus días, manteniéndose fiel a la vocación carmelita muy al estilo de San Elías: alternará preciosos momentos de profunda soledad y de intensa acción.
Vida solitaria y apostólica
Al dejar la cárcel, regresó a su tierra natal y se estableció en una cueva de los alrededores de la ciudad. Desde entonces, por donde pasaba construía pequeñas ermitas para vivir en ellas o se valía de las que la naturaleza le ofrecía. Le gustaba tener por residencia “los más desiertos, salvajes y solitarios lugares, para contemplar con menos ocasión de distracciones los designios de la Divina Providencia sobre la sociedad y sobre la Iglesia”.2
Desafiando la prohibición gubernamental y siguiendo las orientaciones recibidas de su superior, en 1836 logró que el obispo de Barbastro, Mons. Jaime Fort y Puig lo ordenara sacerdote. Se le abría al joven presbítero la posibilidad de desarrollar una proficua actividad a través de las misiones populares y de la atención a los que lo buscaban, impelidos por la fama de santidad de la que ya gozaba por aquella época.
La integridad de su conducta y la eficacia de sus predicaciones, empero, desagradaba a mucha gente… No le faltaron persecuciones e incomprensiones, tanto por parte del poder civil como del eclesiástico, e incluso de sus coterráneos.
Cierta vez, mientras estaba rezando en su ermita tras una bendecida jornada, se le acercaron cuatro hombres que habían asistido a su predicación. Uno de ellos tomó la delantera y entró en la gruta con la intención de asesinarlo. ¿El motivo? El mismo que señala el autor sagrado en los falsos razonamientos de los impíos: “Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso” (Sab 2, 12).
Con calma, el religioso le interpela:
—¿Vienes a matarme, hermano? Mejor te convendría que vinieras a confesarte, porque hace años que no lo haces y no sabes cuándo te llamará Dios a juicio. Ven aquí, repite conmigo: Yo pecador…
Tales palabras conmovieron a aquella alma empedernida y, entre lágrimas, ese asesino en potencia confesó sus faltas; y a continuación sus compañeros lo imitaron. Su audacia criminal había sido vencida por la mansa intransigencia del anacoreta indefenso.
Es Vedrá: desierto según su corazón
En 1840 la situación política española se agravó todavía más, y el P. Palau se vio obligado a exiliarse a Francia. Durante casi once años estuvo residiendo en las diócesis de Perpiñán y Montauban, siempre viviendo retirado en cuevas. Un grupo de discípulos se unió a él, dando origen a un núcleo de ermitaños, así como a una incipiente comunidad femenina. Estas serían las primeras semillas de su futura fundación.
Cuando volvió a España, en 1851, se dirigió a la diócesis de Barcelona, donde fue acogido calurosamente por Mons. José Domingo Costa y Borrás. Comenzaba un período de gran actividad apostólica, marcado por su preocupación con la falta de instrucción religiosa de los fieles y la consiguiente corrupción de las costumbres.
Fundó en la parroquia de San Agustín la Escuela de la Virtud, una catequesis permanente para adultos que trataba de confrontar “verdad con errores, luz con tinieblas, realidad con sombras, lo falso con lo verdadero” y de ser “una Escuela que definiera y denominara por los nombres, voces y términos que le son propios a la virtud formal y describiera los vicios por sus desastrosas y devastadoras propiedades”.3
Esta fue una de sus empresas con mayor influencia en la sociedad. Llegó a dos mil el número de personas de todas las clases, principalmente obreros, que se congregaban los domingos para oír sus enseñanzas.
El estruendoso éxito de la Escuela de la Virtud, sin embargo, se convirtió en el blanco de maliciosas calumnias. Con base en la falsa acusación de estar implicada en las huelgas de trabajadores que estallaron en Barcelona, el Gobierno la cerró en 1854 y desterró al Beato Palau a Ibiza, donde, paradójicamente, encontró su lugar predilecto de retiro: el islote de Es Vedrá.
“La Providencia me tenía en ellas [las islas baleares] preparado un desierto tal cual mi corazón lo deseaba”, 4 narra él mismo. A aquel peñón “nadie puede acercarse sino con barca; y sus columnas se levantan tan a plomo sobre las aguas, que no pueden subir a él sino los peritos del país. Aquí es donde a temporadas me retiro para mi vida solitaria”.5
Las gracias allí recibidas fueron tales que, finalizados los seis años de exilio en Baleares, regresaría con frecuencia a Es Vedrá “a dar cuenta a Dios de mi vida y a consultar los designios de su Providencia”,6 según escribiría.
Unión mística con la Iglesia
El año de 1860 le reservaba un acontecimiento crucial, que daría sentido a su existencia. Conforme lo relata él mismo, su juventud, la entrada en el Carmelo y las vicisitudes que se siguieron, los períodos de aislamiento, el ministerio sacerdotal con las tribulaciones que le advinieron no fueron sino una gran búsqueda: “Pasé mi vida en busca de mi cosa amada hasta el año 1860. Bien sabía que existía, pero ¡cuán lejos estaba yo de pensar fuese quien es!”.7
Corría el mes de noviembre y se preparaba para el último oficio de la misión que predicaba en el municipio de Ciudadela, Menorca, cuando fue arrebatado hasta el trono de Dios, ante el cual se le apareció una bellísima mujer vestida de gloria, con la frente cubierta por un finísimo velo. Comprendió que era la Iglesia, que el Padre eterno le confiaba como hija.
En estos términos expresó él la fuerte impresión que tal escena le produjo en su alma: “Quedé con deseos de conocer a esa Joven que se me presentaba envuelta en misterios, y escondida bajo un velo; pero aunque velada, yo tenía infusa sobre ella una tan alta noticia, veía en su actitud tanta grandeza, que mi dicha fuera que me admitiera por el más humilde de sus criados y servidores”.8
“¡Iglesia santa!”, exclama más adelante. “Veinte años hacía que te buscaba: te miraba y no te conocía, porque tú te ocultabas bajo las sombras obscuras del enigma, de los tropos, de las metáforas y no podía yo verte sino bajo las especies de un ser para mí incomprensible; así te miraba y así te amaba. Eres tú, ¡oh Iglesia santa, mi cosa amada! ¡Eres tú el objeto único de mis amores!”.9
Se iniciaba entonces su relación con la Iglesia como persona mística. “Yo soy una realidad, yo soy un cuerpo moral perfectamente organizado: mi cabeza es Dios hecho hombre; mis huesos, mis carnes, mis nervios, mis miembros, son todos los ángeles y santos y justos destinados a la gloria; mi alma, espíritu que me vivifica, es el Espíritu Santo”,10 le diría ella en una de las visiones. Éstas se multiplicaron, culminando en un desposorio espiritual, en donde Jesús le entregaba a la Iglesia como esposa.
A la hermosísima mujer de las primeras manifestaciones le sucedieron Sara, Rebeca, Ester, Judit y otras prefiguras de la Iglesia en el Antiguo Testamento. De este modo ella le comunicaba sus sublimes misterios y estrechaba sus lazos de unión. En cierto momento se le apareció el arquetipo perfecto y espejo purísimo de la Esposa Mística de Cristo, la Santísima Virgen.
Al servicio de la Esposa Mística de Cristo
Tan profundas comunicaciones celestiales hicieron que la causa eclesial se convirtiera en el principio rectrix de su existencia: “Mi misión se reduce a anunciar a los pueblos que tú eres infinitamente bella y amable y a predicarles que te amen”.11 Con ese afán se lanzará a la evangelización en varias ciudades de España.
Las experiencias místicas con la Iglesia están en la raíz de sus planes fundacionales. Al sentirse llamado a unir la vida activa a la rica tradición contemplativa del Carmelo, fundará dos congregaciones religiosas: la de los Hermanos Carmelitas Terciarios, extinguida durante la guerra civil española, y una congregación femenina, hoy dividida en dos ramas, las Carmelitas Misioneras y las Carmelitas Misioneras Teresianas.
En su trabajo pastoral el Beato Palau se valió también de la pluma. Ya había publicado obras espirituales, como Lucha del alma con Dios y Catecismo de las virtudes, y otras de carácter polémico en defensa propia, como La vida solitaria y La Escuela de la Virtud vindicada. En ese período se destacan las cartas destinadas a sus discípulos y los artículos en el semanario El Ermitaño, en los cuales dejará consignados impresionantes análisis y previsiones sobre acontecimientos eclesiásticos y sociales.
De no menor importancia fue su labor como exorcista. “Yo te lo mando: lanza los demonios doquiera que los encuentres”,12 oirá en una de sus visiones. Era convocado a ejercer ese ministerio, y lo hizo con excelentes frutos, en la medida en que se lo permitieron las autoridades eclesiásticas.
Futuro triunfo de la Santa Iglesia
Una nueva fase marcará sus relaciones sobrenaturales con el Cuerpo Místico de Cristo. Se encontraba en Es Vedrá, una mañana agitada por una furiosa tempestad, en 1865. La cima del peñón se vio cubierta por una nube luminosa que convertía “la luz del sol en tinieblas”.13
En el centro se le apareció la Iglesia, representada por la reina Ester. Tras afectuosos saludos, le dice: “Tú has dado en distintas ocasiones de tu vida pruebas de tu amor, de tu obediencia, de tu fidelidad, de tu firmeza, de tu perseverancia y de tu lealtad para conmigo, y yo he depositado en ti mi amor y confianza. En adelante trataremos de la suerte, de la situación de la Iglesia romana y de tu misión en ella”.14
Empezaban, en un auge de unión mística, una serie de revelaciones al respecto de los males internos y externos que afligían a la Iglesia y de aquellos que, en el futuro, se abatirían sobre ella. El P. Palau contemplaría, al mismo tiempo, su esplendor imperecedero y el decisivo concurso, para su definitiva victoria, de un varón embebido del espíritu de Elías.
En esa intención dirigiría a Dios ardientes súplicas y ofrecería austeras penitencias, sin dejar de exteriorizar sus proféticas esperanzas en las páginas de El Ermitaño: “Si viene la restauración verdadera que consiste en la conversión a Dios de todas las naciones y de sus reyes, el restaurador no puede ser un rey, sino un apóstol; la guerra no convierte, sino que arruina, y este apóstol será Elías, el Elías prometido, sea cual fuere el nombre que al aparecer se le dé. Llámese Juan, Moisés, Pedro, el nombre importa poco: la misión de Elías restaurará la sociedad humana, porque así Dios lo tiene en su Providencia ordenado”.15
De la Iglesia militante a la triunfante
Desde su juventud el Beato Palau deseaba derramar su sangre por la Santa Iglesia. No obstante, le fue pedido el martirio diario de una dedicación sin límites, en medio de incomprensiones, calumnias y sufrimientos…
Los últimos años de su vida fueron consagrados a la predicación, al exorcistado y a la consolidación jurídica de sus fundaciones. Sus postreros días transcurrieron junto a sus hijos espirituales que atendían a los enfermos de tifus. Enfermo, llegó a Tarragona a principios de 1872 y el 20 de marzo dejó serenamente la Iglesia militante para contemplar sin velos la triunfante.
Con todo, al igual que el Vedrá que, altanero, desafía la furia de las olas, su luminoso ejemplo de amor y entrega incondicional a la Iglesia traspone la vorágine del tiempo y hace resonar en la Historia su fe en la promesa del Salvador: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará” (Mt 16, 18).
1 BEATO FRANCISCO PALAU Y QUER. La vida solitaria, c. 2, n.º 10. In: Obras selectas. Burgos: Monte Carmelo, 1988, p. 212.
2 Ídem, c. 5, n.º 20, p. 215.
3 BEATO FRANCISCO PALAU Y QUER. La Escuela de la Virtud vindicada. L. II, c. 2, n.º 23. In: Obras selectas, op. cit., p. 252.
4 BEATO FRANCISCO PALAU Y QUER. Carta 101/115. Al P. Pascual de Jesús María, 1/8/1866, n.º 2. In: Obras selectas, op. cit., p. 852.
5 Ídem, ibídem.
6 Ídem, n.º 3.
7 BEATO FRANCISCO PALAU Y QUER. Mis relaciones con la Iglesia, c. 8, n.º 21. In: Obras selectas, op. cit., p. 454.
8 Ídem, II, n.º 3, p. 353.
9 Ídem, III, n.º 1, p. 354.
10 Ídem, c. 20, n.º 6, p. 595.
11 Ídem, c. 12, n.º 2, p. 530.
12 Ídem, c. 8, n.º 30, p. 459.
13 Ídem, n.º 27, p. 457.
14 Ídem, n.º 28.
15 BEATO FRANCISCO PALAU Y QUER. Anarquía social. In: El Ermitaño. Barcelona. Año IV. N.º 114 (12/1/1871); p. 4.