En el púlpito el Santo Cura de Ars retronaba contra el pecado; en el confesionario era el más paciente y misericordioso de los padres. Su virtud y espíritu de sacrificio le obtuvieron la fama y le rindieron abundantes frutos de salvación.
Si algún día fuera sacerdote, me gustaría ganar muchas almas para Dios”, le dijo a su madre el joven Juan Bautista María Vianney, con tan sólo 17 años. Y ese fue, en realidad, el objetivo de toda su existencia.
¿Cuántas habrá salvado a lo largo de sus cuarenta y cuatro años de ministerio sacerdotal? Sólo Dios lo sabe. Pero no hay duda de que fueron bastantes, a juzgar por el aullido proferido por el demonio a través de un infeliz, cuyas palabras registró uno de los principales biógrafos del santo: “Me has quitado más de ochenta mil almas”.1
El poder de un pacto hecho con Dios
El P. Vianney llegó a Ars el 9 de febrero de 1818, cuando aún no era más que una aldehuela de cincuenta casas y 250 habitantes. Todos se decían católicos, aunque lejos estaban de vivir en función de Dios.
El Santo Cura de Ars – Iglesia de San Germán de Auxerre, París
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Durante la semana los hombres malgastaban en las tabernas su tiempo y los escasos recursos obtenidos en las labores rurales y trabajaban los domingos para intentar recuperar algo de lo que habían despilfarrado de esa manera. Eran organizados bailes con los que se lograba que los jóvenes perdieran la inocencia, mientras que la pequeña iglesia se hallaba en estado de descuido y abandono. Aquel templo era la imagen perfecta del estado de alma de los feligreses.
El nuevo párroco se lanzó desde el primer día a la conquista de aquellas almas, empezando por lo esencial: la oración. Pasada la medianoche se dirigió a la iglesia y, entre sollozos, hizo esta súplica: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; consiento en sufrir cuanto quieras durante toda mi vida… Sí, durante cien años los dolores más atroces, con tal que se conviertan”.2
El Señor aceptó el pacto propuesto por el santo presbítero y le envió sufrimientos inenarrables, a los que él añadía ayunos, flagelaciones y otros sacrificios voluntarios. Resultado: en dos o tres años Ars se transformó en modelo de parroquia fervorosa.
“Un pastor debe tener siempre la espada en la mano”
A las poderosas armas de la oración y del holocausto unió la de la predicación, conforme la recomendación del Apóstol: “Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús: proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina” (2 Tim 4, 1-2).
En el púlpito y en cualquier parte, Juan María Vianney no perdía la oportunidad de alertar contra las tres cosas que más alejaban a sus parroquianos de Dios: el trabajar en domingo, las borracheras en las tabernas y los bailes.
Y legó a sus hermanos en el sacerdocio esta advertencia que resuena como un eco de la profecía de Ezequiel contra los malos pastores (cf. Ez 34, 1-10): “Si un pastor permanece en silencio viendo a Dios ultrajado y las almas extraviadas, ¡ay de él! […] Un pastor que desea cumplir con sus obligaciones debe tener siempre la espada en la mano para defender a los inocentes y perseguir a los pecadores hasta que no hayan regresado a Dios. Si no se comporta de esta manera, es un mal sacerdote, que pierde a las almas en lugar de conducirlas a Dios”.3
Verdadero esclavo del confesionario
Pero el campo en el cual el P. Vianney más se sacrificó y más almas ganó para Dios fue el del sacramento de la Reconciliación. El mismo amor al prójimo que lo llevaba a retronar en el púlpito contra el pecado, lo transformaba en el más paciente y misericordioso de los padres en el confesionario.
El buen ejemplo de su santidad personal empezó por mover el corazón de sus parroquianos al deseo de un serio cambio de vida. Poco a poco su fama se extendió a los pueblos vecinos, después a las grandes ciudades de la región y, finalmente, a toda Francia. En consecuencia, aumentó en la misma proporción el tiempo dedicado en el confesionario: de cerca de media hora al comienzo pasó a un promedio de quince horas. ¡Y esto durante más de treinta años!
Con total razón, un historiador hodierno calificó de esclavitud ese régimen de vida: devorado de celo por la salvación de las almas, Juan María Vianney llegó a estar dieciocho horas seguidas en esa pequeña caja de madera, sofocado hasta tal punto por la escasez de aire que más de una vez vino a desmayarse.4
Cuando llegaba a la iglesia, pocos minutos después de la medianoche, ya lo esperaba una multitud. A partir de cierta altura, fue necesario organizar filas de espera y un servicio de atención: mujeres en la capilla lateral, hombres en la sacristía, sacerdotes detrás del altar mayor. Era frecuente ver a un penitente saliendo con el rostro bañado en lágrimas. ¡Llanto de felicidad por la recuperación de la inocencia!
Detalle súper edificante que el propio San Juan Vianney le confió a un sacerdote que le pedía consejo: “Les señalo una pequeña penitencia, y el resto lo cumplo yo en su lugar”.5 Es decir, imponía al autor de graves pecados una pequeña parte de la penitencia debida y cumplía él mismo el resto.
“No hay felicidad sino en la cruz”
Con una vida marcada por tamaños sufrimientos y penitencias, se diría que el Santo Cura de Ars no podía ser feliz; sin embargo, lo era en sumo grado. Su serenidad, su trato afable y su conversación atrayente así lo demostraban.
La fuente de júbilo interior que constantemente sentía, él mismo nos lo desvela: “He sido muy calumniado y objeto de contradicción. ¡Ah! Llevaba muchas cruces, tal vez más de las que podía cargar. Entonces pedí el amor a la cruz y fui dichoso; ahora me digo: verdaderamente no hay felicidad sino en eso”.6
El Santo Cura de Ars también tuvo el consuelo de ser muy popular. Durante sus tres últimas décadas de vida, un promedio de ochenta mil personas visitaba por año aquella insignificante aldea. Y cabe señalar que para llegar hasta allí solamente existía una carretera, a duras penas transitable. No había hoteles ni restaurantes: cada uno se instalaba o acampaba como podía. Muchos dormían noches seguidas al raso, o sea, teniendo por techo la bóveda celeste.
Tanta incomodidad, ¿para qué? Para “ver a Dios en un hombre”, según la famosa expresión de uno de esos peregrinos. La presencia del Altísimo en el corazón de aquel sacerdote, tan sencillo en apariencia, pero tan superabundante en vida interior, atraía poderosamente a las almas y las ganaba para Dios.
1 MONNIN, Alfred. Le curé d’Ars. Vie de Jean-Baptiste- -Marie Vianney. Paris: Charles Douniol, 1861, v. I, p. 439. 2 TROCHU, Francis. O Santo Cura d’Ars. 3.ª ed. Contagem: Líttera Maciel, 1997, p. 93.
3 SAN JUAN BAUTISTA MARÍA VIANNEY. Sur la colère. In: Sermons. Paris- -Lyon: Victor Lecoffre; Ruban, 1883, v. III, p. 352.
4 Cf. DANIEL-ROPS. A Igreja das revoluções. I – Diante de novos destinos. São Paulo: Quadrante, 2003, p. 756.
5 SAN JUAN XXIII. Sacerdotii nostri primordia, n.º 53.
6 TROCHU, op. cit., p. 137.