Recemos con confianza. Si pedimos algo inconveniente o perjudicial para nuestra salvación, Dios se ocupará de enderezar nuestras aspiraciones y nos atenderá de forma superabundante y magnífica.
Hna. Ana Rafaela Maragno, EP
Numerosos hechos narrados en el Antiguo Testamento evidencian la solicitud de Dios en escuchar las plegarias de todos los que a Él se dirigen con piedad y confianza.
Con ardientes súplicas y profusas lágrimas, Ana obtuvo un hijo, que sería un gran profeta y sacerdote: Samuel (cf. 1 S 1, 10-20). Salomón imploró sabiduría para gobernar Israel y le fue dada con tanta abundancia como nunca la hubo antes ni la habrá después, hasta la Encarnación del Verbo, la Sabiduría eterna y substancial (cf. 1 R 3, 9-12). Todavía más impresionante es el episodio de la reina Ester, a cuyos ruegos el Señor se dignó librar del exterminio al pueblo elegido (cf. Est 14, 1 ss.).
Incluso las peticiones de algunos malvados llegó a atenderlas el Señor. Ese es el caso del fratricida Caín, cuya vida prometió proteger (cf. Gn 4, 13-15), o del idólatra rey Acab, a quien se abstuvo de castigar en vista de la penitencia hecha (cf. 1 R 21, 27-29).
Nadie se acercó a Jesús sin ser plenamente atendido
Si en el régimen de la antigua Ley, Dios recibía con tanta benevolencia las peticiones de sus hijos, por ventura, ¿sería menos bondadoso después de la Encarnación de su divino Hijo, que abría la era de la “ley de amor” o “ley de gracia”?1 Por supuesto que no.
Hecho hombre como nosotros, Jesucristo tuvo “que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar los pecados del pueblo” (Hb 2, 17). Durante su convivencia con nosotros en la tierra, nunca cerró sus oídos al clamor de los necesitados. Jamás despidió a nadie con las manos vacías. Y antes de marchar al Padre nos hizo esta sublime promesa: “lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14, 13).
“La bondad divina —escribe Mons. João Scognamiglio Clá Dias— une magníficamente estos dos extremos, la gruta de Belén y el Calvario, a través de una secuencia riquísima en acontecimientos de amor desbordante por los miserables […]. Dentro de esta atmósfera de amor, jamás se vio a Jesús, a lo largo de su vida, tomando la menor actitud de desprecio con relación a nadie, fuera quien fuera: los samaritanos, el centurión, la cananea, los publicanos, etc. A todos los atendía invariablemente con divino cuidado y cariño […]. Ninguna persona se le acercó en busca de curación, de perdón o de consuelo sin ser plenamente atendida; tal fue su infinito esmero por hacer el bien, sobre todo a los más necesitados”.2
Sin embargo, en los Evangelios encontramos ciertos episodios en los que el divino Maestro rechaza la petición, añadiendo, a veces, una dura reprensión. Recordemos algunos de esos pasajes y tratemos de escrutar en ellos los porqués de la actitud del Redentor.
Ambiciosa solicitud de los hijos de Zebedeo
El Señor se hallaba recorriendo las regiones de Perea, al otro lado del Jordán, cuando tuvo lugar el episodio del joven rico.
Jesús lo miró con amor y le invitó a ser su discípulo. No obstante, el joven rechazó el llamamiento y se fue lleno de tristeza. Entonces San Pedro tomó la palabra y le preguntó al Maestro cuál era la recompensa reservada a los que lo habían dejado todo para seguirlo. Y Él respondió asegurándoles que se sentarían en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (cf. Mt 19, 16-29).
Ahora bien, aún no había bajado el Espíritu Santo sobre los Apóstoles…; por consiguiente, tenían imperfecciones. Poco tiempo después de haber oído esa promesa, Santiago y Juan solicitaron por medio de su madre, Salomé, los primeros puestos en el Reino (cf. Mt 20, 20‑28; Mc 10, 35-45). Pero, como el mismo Cristo había declarado, no sabían lo que estaban pidiendo. Los hijos de Zebedeo, como la mayor parte de los judíos de esa época, creían que el Mesías iría a fundar un reino temporal que conferiría a Israel la supremacía sobre todos las naciones. Y el deseo que los animaba en aquel momento no tenía nada de espiritual.
Si Jesús consintiera, fortalecería la actitud mundana de los dos hermanos, provocaría celos en los demás discípulos y confirmaría a todos en el error de creer que su Reino era de este mundo. Siendo así, los sorprendió con esta respuesta: “sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre” (Mt 20, 23).
Les negó la solicitud porque les reservaba premios mucho mayores que el de un fatuo cargo de ministro. Santiago fue el primer mártir del Colegio Apostólico y, por tanto, el primero en tomar posesión del trono reservado para él en el Cielo.
A Juan, Jesús le dio “su Corazón, le dio a su Madre. […] le hizo cada vez más parecido a Él. […] Fue echado a una caldera de aceite hirviendo. Pero ese aceite se convirtió en rocío y salió fortalecido y purificado. Seguidamente fue exiliado a Patmos, allí se le apareció nuestro Señor glorificado y le reveló sus secretos, dándole la orden de escribirlos en el Apocalipsis, el más misterioso de todos los libros sagrados. […] Sobre todo, Dios dio a San Juan esa cruz interior del deseo de la gloria de Dios y de la salvación de las almas”.3
¿Qué es ser nombrado ministro de cualquier reino terrenal comparado con eso?
El orgullo de los fariseos solicita un signo
También a los fariseos y saduceos Jesús les negó una petición. En efecto, para someter al divino Maestro a una prueba, esos incrédulos solicitaban un signo del Cielo. Y la respuesta fue terrible: “Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el de Jonás” (Mt 16, 4).
¿Por qué actuó así el Redentor? Los fariseos eran hombres sabios y cultos, versados en la ciencia de las Escrituras, conocedores de la Ley y de las profecías, sabían perfectamente el momento en el que Cristo nacería. De modo que disponían de todos los elementos para concluir que Él era el Mesías prometido. Tenían signos evidentes de que Jesús era el verdadero Hijo de Dios, pero a causa del odio y de la envidia no quisieron asentir a ellos, asevera Santo Tomás.4
Le habían hecho esa solicitud no con la buena intención de confirmar su creencia en la divinidad del Salvador, sino para ponerlo en una situación embarazosa. Jesús no quiso complacerles su orgullo ni darles un motivo más de condenación; así que rehusó atender la petición movido por amor. Afirma el cardenal Gomá y Tomás: “Jesús se niega enérgicamente a obrar un milagro ruidoso, como le piden: Él no hace milagros para satisfacer la vana curiosidad de los hombres”.5
Peticiones perjudiciales para quien las hace
Cuando Jesús libró de los demonios al infeliz poseso de la ciudad de Gerasa, éste le pidió que le permitiera acompañarlo. El divino Maestro no lo admitió entre sus seguidores, aunque le confió una misión de gran importancia: “Vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido misericordia de ti” (Mc 5, 19).
Cumplir ese llamamiento no sólo era más beneficioso para la salvación eterna de aquel hombre que seguir de cerca a Jesús, sino también para difundir el anuncio del Reino por una región profundamente influenciada por el paganismo. Así pues, “se marchó y empezó a proclamar por la Decápolis lo que Jesús había hecho con él; todos se admiraban” (Mc 5, 20).
De la misma manera procedió Jesús con quien, de entre la multitud, le solicitó que mediara entre él y su hermano en la división de una herencia. “Hombre, ¿quién me haconstituido juez o árbitro entre vosotros?” (Lc 12, 14), le respondió el divino Maestro.
La petición iba cargada de egoísmo y avaricia. Las intenciones de ese hombre eran completamente ajenas a lo sobrenatural. Si lo atendiera, Cristo le haría mal a su alma, cosa que es incompatible con su bondad esencial. No podía darle una piedra a quien se lo estaba pidiendo; si, por el contrario, le hubiera implorando la herencia eterna, ésta no se la habría negado (cf. Lc 12, 13-15).
“Dios algunas veces no atiende nuestras oraciones, porque no quiere concedernos lo que sería perjudicial para nosotros. […] Rechaza por piedad la súplica de los que emplean mal el objeto de la petición”. 6
En el sagrario, a nuestra espera…
Concluida su peregrinación terrena, durante la cual se inclinó amorosamente sobre las necesidades de aquellos a quienes había venido a redimir, el Señor no regresó al Cielo de manera definitiva e irremediable, sino que halló un maravilloso medio de permanecer conviviendo entre los hombres. “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20).
En efecto, se encuentra presente en todos los sagrarios de la tierra, a la espera de nuestra visita. Como otrora por los caminos de Galileo o bajo las puertas del Templo de Jerusalén, Jesús se detiene ante el triste espectáculo de la lepra espiritual o de la ceguera espiritual, que mantiene apartados de su amor a los pecadores, y su mirada misericordiosa abarca a todos, en un infinito deseo de perdonar. Sentado a la derecha del Padre, en su trono de gloria, lejos de olvidarse de nosotros o de rechazarnos a causa de nuestros pecados, se inclina sobre cada uno, como si fuera su hijo único, para concedernos, sin mérito alguno de nuestra parte, toda suerte de bienes. Sólo espera una súplica, un simple suspiro dirigido a Él, para cumplir su irrevocable promesa: “Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14, 14).
Entonces tengamos confianza: si algo solicitamos de inconveniente o perjudicial para nuestra salvación, Él se ocupará de negarnos nuestra petición, enderezar nuestras aspiraciones y corregir nuestras equivocaciones, para atendernos, de forma superabundante y magnífica, y darnos únicamente “cosas buenas” (Mt 7, 11).
1 CCE 1972. |
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