Dotadas de edificantes y saludables reglamentos, esas piadosas y loables asociaciones inspiradas en la piedad mariana de San Ignacio dieron frutos increíbles en todas las clases sociales.
La veneración y el culto a María, gloriosa Señora, Madre de Dios, está tan recomendado por la voluntad expresa de Dios y por el espíritu siempre veraz de la Iglesia, y tan justo y provechoso es este culto tributado por los fieles a la Virgen Santísima, que nuestras cartas apostólicas, encaminadas a inflamar los corazones de los cristianos en religioso afecto hacia Ella, pueden parecer poco menos que innecesarias.
Partícipe del imperio y el poder del Rey de los reyes
En efecto, Dios omnipotente llenó a esta felicísima Virgen —escogida entre millares y levantada por el anuncio del ángel a la inefable dignidad de Madre de Dios— con los dones de su gracia más abundantemente que a todas las demás criaturas y la adornó con brillantísima corona de gloria por encima de todas las obras de sus manos.
Así también la Iglesia Católica, enseñada por el magisterio del Espíritu Santo, ha procurado honrarla con innumerables obsequios, como a Madre de su Señor y Redentor y como a Reina de Cielos y tierra. Se ha desvivido para amarla con afecto de piedad filial, como la Madre propia amantísima, recibida como tal de los labios de su Esposo moribundo. Ha tenido siempre por costumbre acudir a su protección, como a puerto segurísimo de salvación, en las públicas calamidades y perturbaciones cuantas veces las provocan los poderosos enemigos infernales. Y ha proclamado que, especialmente por su poder, han sido extinguidas y deshechas todas las herejías en el mundo entero.
Porque María es la hermosísima Ester a la que amó tanto el supremo Rey de reyes, que parece la ha hecho copartícipe, no ya de la mitad de su Reino, sino, en cierta manera, de todo su imperio y de todo su poder. Es la valerosa Judit, a la que Dios concedió victoria sobre todos los enemigos de su país. Es nuestra Abogada ante su Hijo e Hijo unigénito de Dios, siempre dispuesta a hablar ante Él en nuestro favor, y a quien la Iglesia, con el parecer unánime de los Santos Padres, nos exhorta a que acudamos con filial confianza en todas nuestras necesidades y peligros. Es la arca mística de la Alianza, en la que se ejecutaron los misterios de nuestra Redención, para que, viéndola Dios, se acuerde de su pacto y no se olvide de sus misericordias. María es como canal celestial del que descienden las corrientes de las gracias divinas a los corazones de los mortales. Es la puerta dorada del cielo por la que confiamos entrar algún día en el descanso de la eterna bienaventuranza.
No emprender cosa alguna sin antes invocar su nombre
San Ignacio, que para propagar la mayor gloria de Dios reforzó a la Iglesia militante con nuevas legiones alistadas bajo el estandarte del Santísimo Nombre de Jesús, pensando consigo estas y otras cosas, y previniendo la lucha que les esperaba a él y a sus soldados en la salvación de sus propias almas no menos que en la de sus prójimos, juzgó sapientísimamente que debía buscar una defensa muy segura en la protección de la Bienaventurada Virgen María.
Por eso, inmediatamente, en cuanto salió de la casa paterna, soñando ya entonces con grandes empresas, y se determinó a empezar esta sagrada milicia, se dirigió en seguida a los pies de la Virgen, y bajo sus auspicios emprendió el largo camino de la perfección. Después, cuando, hecha la leva de sus compañeros de milicia, estaba para lanzarlos al campo de batalla, hizo con ellos un solemne juramento, precisamente en la capilla de la Virgen, en Montmartre, París, y allí, sobre esa roca inconmovible, consolidó los primeros cimientos de su instituto.
Y lo que en él fue habitual, a saber, no proponer ni emprender cosa alguna de importancia sin antes invocar el nombre de María, quiso también que sirviera de ejemplo a todos sus hijos, y que así, bajo el patrocinio de Ella, esperaran la ayuda divina en todas las empresas y trabajos de su profesión y que en todos los peligros a que se vieran expuestos en sus campañas en pro de la religión, ante sus enemigos, acudieran confiados, como refugio y amparo, a esta Torre de fortaleza de la que penden miles de escudos.
Y ellos, en efecto, llevando el adorable Nombre de Jesús por todas las tierras y todos los mares ante reyes y naciones, no dejaron de anunciar juntamente por todas partes el dulcísimo Nombre de María, y, a la vez que propagaban la luz de la fe y la pureza de costumbres, propagaron maravillosamente también en todas las regiones del mundo el culto y el amor a la Madre de Dios.