Dos santos contemplan el Cielo

Publicado el 08/21/2015

Página consagrada de la hagiografía católica, la descripción del coloquio de Ostia escrita por el propio san Agustín, nos permite admirar el hermoso vuelo espiritual de dos grandes santos, ejemplos de madre y de penitente.

 


 

Elogio de santa Mónica

 

Educada púdica y sobriamente, y sujeta más por ti, Señor, a sus padres que por sus padres a ti, luego que llegó plenamente a la edad casadera fue dada [en matrimonio] a un varón, a quien sirvió como a señor. Se esforzó por ganarle para ti, hablándole de ti con sus costumbres, con que la hacías hermosa, reverentemente amable y admirable a ojos de su marido. Mi madre tenía cuidado de no oponerse a él cuando lo veía enfadado.

 

Tal era ella, adoctrinada por ti, maestro interior, en la escuela de su corazón. Por último, consiguió también ganar para ti a su marido al fin de su vida.

 

También a su suegra, al principio irritada contra ella por los chismes de las malas criadas, logró vencerla con su continua tolerancia y mansedumbre. Y vivieron las dos en dulce y memorable armonía.

 

Igualmente a esta tu buena sierva, en cuyas entrañas me criaste, oh Dios mío, le habías otorgado otro gran don: mostrarse pacífica, siempre que podía, entre almas discordes y disidentes, cualesquiera que fuesen. No delataba nada a la una de la otra, salvo aquello que podía servir para reconciliarlas. Le parecía poco no excitar las enemistades hablando mal; antes procuraba extinguirlas hablando bien.

 

Era la sierva de tus siervos. Cualquiera de ellos que la conocía te alababa, porque advertía tu presencia en su corazón por los frutos de su santa conversación.

 

Éxtasis al hablar del Cielo

 

Estando ya inminente el día en que había de salir de esta vida, sucedió que nos hallamos solos, apoyados sobre una ventana desde donde se contemplaba un jardín. Apartados de las turbas, conversábamos a solas dulcísimamente, olvidando las cosas pasadas y ocupados en lo venidero. Delante de la Verdad presente, que eres tú, indagábamos cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió.

 

Abríamos ansiosos la boca de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu fuente –la fuente de vida que está en ti– para que, rociados según nuestra capacidad, nos formásemos de algún modo idea de cosa tan grande.

 

Nuestro discurso llegó a la conclusión de que cualquier deleite de los sentidos carnales, aunque sea el más grande, revestido del mayor esplendor corpóreo, ante el gozo de aquella vida no sólo es indigno de ser comparado, sino hasta de ser mencionado.

 

Levantándonos con más ardiente afecto hacia el que es siempre el mismo, recorrimos gradualmente todos los seres corpóreos, hasta el mismo cielo, desde donde el sol y la luna envían sus rayos a la tierra. Y subimos todavía más arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras almas y las pasamos también, a fin de alcanzar la región de la abundancia sin defecto, en donde tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad. Ahí, la vida es la propia Sabiduría, por quien todas las cosas existen, así las ya creadas como las que han de ser, sin que ella lo sea por nadie; pues existe como siempre fue y siempre será.

 

Y mientras hablábamos y suspirábamos por la Sabiduría, llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón. Suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro espíritu, volvimos al vano ruido de nuestra boca, donde tiene principio y fin el verbo humano. Pero en nada se asemeja a tu Verbo, Señor nuestro, que permanece en sí sin envejecerse y renueva todas las cosas.

 

“Nada me deleita ya en esta vida”

 

Y decíamos nosotros: “Ah, si hubiera quien callase el tumulto de la carne; si callasen las imágenes de la tierra, del agua y del aire; callasen los mismos cielos y aun el alma misma y se remontara sobre sí, no pensando en sí; si callasen los sueños y las revelaciones de la fantasía, y, finalmente, si todo se callase por completo –puesto que todas las cosas dicen a los que saben oír: nos ha hecho el que permanece eternamente–, si callasen, dirigiendo el oído hacia su Creador, y sólo él hablase, no por ellas sino por sí mismo; si le oyéramos no por lengua de carne, ni por voz de ángel, ni por sonido de nubes, ni por enigmas de semejanza, sino a él mismo, tal como ahora al elevarnos y tocar en un rapto de intuición la eterna Sabiduría; si, por último, este estado se prolongase, y arrebatase, absorbiese y abismase en los gozos más íntimos a su contemplador, ¿no sería esto el Entra en el gozo de tu Señor?” (Mt 25,21).

 

Tú sabes, Señor, que en aquel día, a medida que hablábamos de estas cosas, más vil nos parecía este mundo con todos sus deleites. Mi madre me dijo entonces: “Hijo, en lo que me concierne, nada me deleita ya en esta vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy aquí.

 

Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta vida: era verte católico antes de morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, pues te veo siervo suyo, despreciando la felicidad terrena. ¿Qué hago, pues, aquí?” Apenas pasados cinco días, cayó enferma y perdió por un poco los sentidos. Al volver en sí, nos dijo: “¿Dónde estaba?” Después añadió: “Enterraréis aquí a vuestra madre”. Mi hermano parecía desearle como cosa más feliz morir en la patria y no en tierras tan lejanas. Al oírlo ella, lo reprendió con la mirada; y mirándome después a mí, dijo: “Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado. Nada hay lejos para Dios, ni hay que temer que al fin del mundo ignore el lugar donde estoy para resucitarme. Solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor”.

 

* * *

 

Santa Mónica vio en este éxtasis maravillas de Dios tan grandes, que ni siquiera la compañía del hijo santo, por cuya conversión había rezado y llorado treinta años, la retenía ya en esta tierra. Quería ir al Cielo, pues sabía que junto a Dios estaría también más cerca del que tanto amaba.

 

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