Delante del racionalismo propagado a lo largo de su siglo, el Beato Pío IX promovió con gran audacia el triunfo de la Santa Iglesia.
Los malos efectos del racionalismo del siglo XIX
Para quien vive en nuestros días no es fácil hacerse una idea de la devastación que hicieron el racionalismo y el modernismo en la sociedad europea y americana, a lo largo de todo el siglo XIX.
El espíritu humano, trabajado profundamente por materialistas y revolucionarios de todos los matices, sentía dentro de sí una sublevación ardiente contra lo sobrenatural, que lo llevaba a repeler todo lo que no pudiese estar directamente bajo la acción y el control de los sentidos. Por esa misma razón, todas la religiones, y principalmente la Católica, en la cual lo sobrenatural se hace patente de forma visible y auténtica, fueron puestas como en cuarentena por la mayor parte de la opinión pública. Y todos los espíritus procuraban, tanto cuanto fuese posible, liberarse de la creencia en un orden de fenómenos que no se encuadrasen rigurosamente dentro de las leyes de la naturaleza.
Un gran gesto de audacia del Papa
El aspecto presentado por la Iglesia era, entonces, el de un inmenso edificio que se desmoronaba en pedazos. De sus millones de hijos, poquísimos conservaban su espíritu auténtico. En su casi totalidad, conservaban apenas rayos de Fe, como el horizonte del crepúsculo que conserva rayos de luz, último vestigio de un día que está llegando a su fin. Y la noche completa no habría de tardar.
En vista de eso, ¿cómo debería actuar la Santa Iglesia?
Las opiniones estaban divididas y, efectivamente, el asunto era de los más delicados.
Por un lado, una reacción clara y definida habría de generar una inmensa oposición, arrastrando hacia la herejía explícita y categórica a muchos espíritus que aún estaban unidos, más o menos, a la Iglesia Católica. Por otro lado, no obstante, si no se opusiese un dique formal y categórico a la ola de la herejía que iba subiendo, sería inevitable que, tarde o temprano, los desastres asumiesen tales proporciones, que la Iglesia llegase a conocer los días más tristes y angustiosos de su existencia.
Pío IX optó por un gesto de energía y resolvió convocar el Concilio del Vaticano [I], a fin de estudiar y decidir sobre la Infalibilidad Papal. Un grande y amplio gesto de audacia de la Iglesia enfrentaba, pues, el espíritu del siglo, en un desafío que parecía loco. Realmente, hablar de dogmas en aquella época ya era una temeridad. Definir dogmas nuevos, era una temeridad todavía más grande. Y definir como dogmas exactamente la Inmaculada Concepción y la Infalibilidad Papal, en una época tremendamente racionalista, parecía una verdadera locura.
Por esa razón, una inmensa discusión se levantó en los medios católicos, cuando la deliberación del Pontífice fue conocida.
El triunfo de la actitud acertada
¿Por qué? ¿Porque discordaban de ella? No. Sino porque creían que el espíritu extraviado del siglo XIX sólo podría ser atraído al redil con una amplia sonrisa de concesión y de tolerancia; que no es con golpes de audacia, sino con una blandura invariable que se consigue la conversión de las masas; que sería una de las más declaradas locuras desafiar al espíritu público. Realmente, con esta actitud osada, todos se irritarían y se confirmarían en el error. Sería necesario contemporizar y conquistar por la persuasión y por la dulzura. Sólo esta táctica sería viable.
En el Concilio del Vaticano [I] la Santa Iglesia se reunió a través de sus obispos, iluminados por el Espíritu Santo, y además de la cuestión doctrinaria fue discutido este gran problema de estrategia. En realidad, tal vez fue la primera ocasión en la cual se presentaba este problema estratégico al examen del Episcopado con tanto vigor, después del Concilio Tridentino.
Los hechos parecían dar toda la razón a los obispos que tenían una opinión diferente de la del Papa. Una inmensa discusión se levantaba en Europa. Las apostasías se multiplicaban. Las discusiones en el Concilio eran largas y apasionadas. En último análisis, al lado de la cuestión doctrinaria, se discutía el siguiente problema:
1 – ¿un gesto de vigor, tendiente a preservar a las masas del error, conseguirá realmente inmunizar a los elementos no contagiados?
2 – ¿ese gesto no tendrá como consecuencia exacerbar a los espíritus que vacilan y llevarlos a la herejía?
3 – ¿sobretodo, producirá el efecto de enraizar en el error a individuos que podrían tal vez, por la persuasión, ser conducidos a la Verdad?
A la primera cuestión, el Concilio respondió “sí”. A las otras dos, “no”.
Este fue el significado de la promulgación solemne de aquél gran dogma.
Aparentemente, el Concilio se había equivocado. Continuaba la irritación de la incredulidad. Ríos y ríos de tinta se gastaron para probar que el Concilio era retrógrado y oscurantista. La rebelión contra la Iglesia fue franca y declarada…
Entretanto, los resultados deseados por el Concilio no se hicieron esperar mucho.
En primer lugar, todos los católicos militantes le dieron su adhesión incondicional. En el seno del pueblo, las verdades definidas por la Iglesia fueron aceptadas, gracias al vigor con el cual la Iglesia las había promulgado. Hasta en los círculos intelectuales, el vigor con el que actuó el Papa le granjeó el respeto general, y todo el mundo comenzó a respetar y a interesarse por una Iglesia dotada de tal vitalidad. El racionalismo y el modernismo fueron decayendo gradualmente. (…)
La estrategia de los Pontífices de todos los tiempos
Evidentemente, nadie puede negar el alcance de este acontecimiento histórico. Se equivocan los que condenan las manifestaciones vigorosas de la Fe, y que consideran imprudente y contraproducente cualquier gesto de energía y de vigor combativo de los hijos de la Luz contra los hijos de las Tinieblas.
Ahí está el triunfo formidable y definitivo de Pío IX para probarlo. (…) [Se engañaría] quien pensase que, actuando así, Pío IX empleó una estrategia de cuño exclusivamente personal. El gran Pontífice no hizo sino la aplicación, a su siglo, de los procesos de apostolado tradicionales de la Santa Iglesia. La estrategia de Pío IX fue la de todos los Pontífices que se vieron en una situación análoga a la suya y que vencieron las grandes crisis que asediaron a la Santa Iglesia en el pasado. Y no sería difícil mostrar que fue idéntica la línea de conducta observada por los Pontífices que, después de Pío IX, se han sucedido en el trono de San Pedro. Es la admirable continuidad pontificia, confirmando de modo flagrante la asistencia indefectible del Espíritu Santo a los Papas a través de los siglos. Todos los capítulos de la Historia de la Iglesia, en todos los siglos, [confirman] esta admirable continuidad y dan a los fieles enseñanzas de valor inestimable.
(Revista Dr. Plinio, No. 155, febrero de 2011, p. 16-19, Editora Retornarei Ltda., São Paulo. Extraído de O Legionário del 11 y 18.12.1938)