El martirio de San Juan Bautista

Publicado el 08/28/2017

Juan, cuyo nacimiento celebramos el 24 de junio, abandona el mundo desde su más tierna infancia; abandona incluso la casa paterna, siendo una casa de santos, y se retira al desierto, lejos del bullicio de los hombres, para conversar solamente con Dios. Tiene como vestidura apenas un rudo cilicio de piel de camello, una correa igualmente espantosa sobre la cintura; como alimento, langostas y miel silvestre; y en la sed, agua pura. Expuesto a las intemperies y sin más retiro que los peñascos, sin recursos, sin servidores y sin otra manutención; Juan Bautista lleva esa vida desde su infancia. ¡Y aún así nosotros nos quejamos!

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Hace quinientos años no aparecían más profetas. Pero una gran novedad se difunde: un profeta vino del desierto y predica en las márgenes del Jordán. Es el hijo de Zacarías y de Isabel; su nombre es Juan; su nacimiento fue maravilloso; su vida es todavía más maravillosa. No come, ni bebe, por así decir: vive de langostas y de miel silvestre. Su vestuario es un rudo cilicio con una correa de cuero. Haced frutos dignos de penitencia, dice, porque el reino de Dios está cerca y el Mesías va a aparecer. Toda Judea, toda Jerusalén acude allá y recibe el bautismo de penitencia, confesando sus pecados.

¡Qué multitud de pecadores abraza la penitencia! Juan les decía: Ya está puesta el hacha en la raíz de los árboles; todo árbol que no dé buenos frutos será cortada y lanzada al fuego. ¿Entonces qué haremos? Preguntaba la multitud del pueblo. Maestro, ¿qué haremos? Preguntaban los publicanos. ¿Y nosotros también, preguntaban los soldados, qué haremos? Y él le decía a cada uno lo que debía hacer, y todos lo hacían. Los más grandes pecadores, las mujeres de mala vida, creían en su prédica, se convertían y se ganaban el cielo. Por el contrario, los fariseos, los escribas, aquellos que se consideraban sabios y justos, no creían y no se convertían.

La admiración que se tuvo por el santo precursor enseguida fue tan grande, que el pueblo tenía el espíritu dubitativo y todos se interrogaban si Juan no sería Cristo. Pero Juan les respondió a todos: Yo os bautizo en el agua para la penitencia; pero Aquél que debe venir después de mí es más poderoso que yo y no soy digno de desatarle las correas de las sandalias (como haría un esclavo al señor). No, no soy digno de postrarme delante de él, para desatarle la correa de la sandalia. Él os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene el abanico en la mano y limpiará la era; juntará el trigo en el granero y quemará la paja en un fuego que jamás se extinguirá.

No sólo el pueblo tenía de Juan tan alta idea. La ciudad de Jerusalén le manda una delegación solemne de padres y de levitas, para preguntarle si era el Mesías. Él respondió claramente: No soy Cristo. – ¿Cómo, entonces? ¿Sois Elías? – No. – ¿Sois un profeta? – No. – ¿Qué sois, entonces? ¿Qué decís de vos mismo? – Yo soy la voz de aquél que clama en el desierto: rectificad los caminos del Señor, como dijo el profeta Isaías. – Pero, si no sois Cristo, ni Elías, ni un profeta, ¿por qué, entonces, bautizáis? – Yo os bautizo, respondió él, en el agua, pero hay en medio de vosotros uno que no conocéis; debe venir después de mí y no soy digno de desatar los cordones de sus sandalias – Ese era Juan Bautista –. Cuanto más lo elevan, más él se rebaja, más le atribuye sólo a Jesús toda su gloria.

En medio de esa multitud de pecadores que se presenta a Juan para recibir el bautismo de penitencia, hay uno a quien él se niega a admitir al mismo. ¿Quién es? Es Jesús, que viene de Galilea al Jordán y se presenta a Juan para ser bautizado. El señor se presenta al siervo, el creador a la criatura. ¿Dios al hombre? El Santo de los Santos se confunde entre los pecadores, el Juez entre los culpados. Juan lo había reconocido y adorado desde el seno de su madre, lo reconoce de nuevo y lo adora. Yo, dijo él, inclinándose delante de Jesús, yo soy el que necesita ser bautizado por Vos; ¡y Vos venís a mí! – ¡Oh, bienaventurado Juan, obtenedme de Jesús vuestra humildad!

La humildad de Juan era sincera y él obedeció a la orden de Jesús. Ambos descienden al Jordán. El río que se había detenido otrora delante del arca de la alianza, para dejar pasar al pueblo de Dios bajo el comando de Josué; el Jordán estremece de una alegría desconocida: sus aguas rodean, con respeto, la carne adorable del Hijo de Dios hecho hombre; corren con pesar; corren santificadas por aquel contacto que santifica las aguas del universo y les comunica la virtud de borrar los pecados por el bautismo.

Entretanto, el bienaventurado Juan pone sobre la cabeza sagrada de Jesús una mano agitada por el respeto y por la alegría y bautiza a su Señor y su Dios; Jesús está inmerso en las aguas; ahoga los pecados del mundo y de ellas sale para crear un mundo nuevo, un hombre nuevo.

Al salir del desierto, adonde había ido después del bautismo y había triunfado sobre el demonio, Jesús caminaba a lo largo del Jordán. Juan lo vio llegar a su lado y dijo: He aquí el Cordero de Dios, he aquí Aquél que quita los pecados del mundo. Todos los días, por la mañana y por la noche, se inmolaba en el templo un cordero y a eso se llamaba el sacrificio perpetuo. Como si San Juan hubiese dicho: No creas que ese cordero, que se ofrece día y noche, sea el verdadero cordero, la verdadera víctima de Dios; he aquí Aquél que se puso, entrando en el mundo, en el lugar de todas las víctimas; Él también es la víctima pública del género humano, y solamente puede expirar o quitar aquel gran pecado que es la fuente de todos los otros y que por eso puede ser llamado de pecado del mundo, es decir, el pecado de Adán, que es el pecado de todo el universo.

 

Un día los discípulos de Juan le vinieron a decir: Maestro, aquél que estaba contigo más allá del Jordán y a quien disteis testimonio, bautiza y todos van a Él. Pensaban que habiendo Él venido a Juan para ser bautizado, no se debía abandonar a Juan por Él. Escuchemos la respuesta de Juan: “El hombre nada puede recibir, si no le es dado por el cielo. Vosotros me prestáis testimonio de lo que yo dije: Aquél de quien es la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo que asiste y escucha es transportado de alegría por la voz del esposo. Y por eso mi alegría se completa. Es necesario que Él crezca y que yo disminuya”. Meditemos bien en estas últimas palabras.

Cuando Juan estaba en la prisión, supo por sus discípulos de las obras de Cristo; mandó a dos de ellos a decirle: “¿Sois Vos quien debéis venir, o debemos esperar a otro?” La finalidad de Juan era curar a los discípulos de la mala disposición en la cual se encontraban con relación a Jesús y darles la ocasión de reconocer, por ellos mismos, que era verdaderamente el Mesías que esperaban, según el testimonio que él les había dado. Esos hombres fueron a verse con Jesús y le dijeron: “Juan Bautista nos envió, diciendo: ¿sois el que debe venir o debemos esperar a otro?” En el mismo instante Él curó varios enfermos de sus llagas, así como liberó a algunos posesos del demonio y devolvió la vista a los ciegos. Y respondiendo dijo: “Id, contad a Juan lo que visteis y oísteis: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados y el evangelio es anunciado a los pobres. Y bienaventurado el que no se escandalice de mí”.

Su respuesta mostraba la realización de estas palabras de Isaías: He aquí que debe venir Dios mismo y Él os salvará. Entonces serán abiertos los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos; entonces se curvará como un ciervo cojo y será liberada la lengua de los mudos. El Señor Dios me envió a predicar el evangelio a los pobres. Añádeles una advertencia a ellos y a los judíos para que no se escandalicen si se chocan con él, piedra angular, fundamento de salvación para unos, y piedra de escándalo para otros.

Después de que los enviados partieron, Jesús se puso a hablar de Juan a la multitud: “¿A quién fuisteis a ver en el desierto? ¿A una caña sacudida por el viento? ¿A quién fuisteis a ver? ¿A un hombre cubierto de vestidos preciosos? He aquí que los que se cubren con vestidos preciosos y viven en las delicias están en los palacios de los reyes. ¿Pero, a quién fuisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Pues de él está escrito: he aquí que envío a mi ángel delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti. En verdad, os digo: entre los que nacieron de mujer no hay profeta mayor que Juan Bautista; pero aquél que es más pequeño en el reino de Dios es mayor que él.”

El mismo Jesús era menor que Juan en edad, pero mayor en todo el resto. Ahora bien, desde el tiempo de Juan Bautista hasta el presente, el reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan. Pues hasta Jesús, todos los profetas y la ley profetizaron; pero él mostró la realización. “Y si lo queréis oír, él es aquel Elías que debe venir. El que tenga oídos para oír, que oiga”.

Herodes, el Tetrarca, había mandado a apresar a Juan y a encadenarlo en la prisión, por causa de Herodías, mujer de Felipe, su hermano, a quien había desposado; porque Juan dijo a Herodes: no os es permitido tener la mujer de vuestro hermano. Herodes quería hacerlo morir; pero temía al pueblo, porque se tenía a Juan por un gran profeta. Entretanto, le armaba celadas y quería matarlo, pero no podía, porque Herodes, que temía a Juan, sabiendo que era un hombre justo y santo, lo hacía conservar, actuando incluso en muchas cosas por su consejo y escuchándolo de buena voluntad.

 

Por fin, llegó un día favorable: el del nacimiento de Herodes, en el cual él ofreció un banquete a los príncipes, a los tribunos militares y a los principales de Galilea. La hija de Herodías bailó delante de Herodes y de tal modo de agradó a los que estaban en la mesa, que él le dijo: Pídeme lo que quieras, y yo te lo daré. Y juró: yo te daré todo lo que me pidas, aun cuando sea la mitad de mi reino. Ella salió y fue a hablar con su madre. ¿Qué pido? Su madre le respondió: la cabeza de Juan Bautista.

Volviendo inmediatamente con gran ansia a la sala donde estaba el rey, ella le hizo el pedido diciendo: “Quiero que me deis ahora mismo, en una bandeja, la cabeza de Juan Bautista.” El rey se quedó muy afligido; sin embargo, por causa del juramento que había hecho y de aquellos que estaban en la mesa con él, no la quiso contristar con una negación. Así, habiendo llamado a uno de sus guardias, le ordenó que trajese la cabeza de Juan en una bandeja. Y el guarda le cortó la cabeza en la prisión y la trajo en una bandeja; se la dio a la joven y la joven se la entregó a la madre.

Los discípulos de Juan, habiendo tomado conocimiento de su muerte, vinieron a buscar el cuerpo y lo pusieron en un sepulcro. Después le fueron a contar a Jesús lo que había sucedido.

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Fotos: santiebeati.it (Extraído de la Vidas dos Santos, Padre Rohrbacher, Volumen XV, p. 324 a 335).

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