San Pedro Damián, por Antiveduto Grammatica Museo de San Donato, Siena (Italia)
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Dos cosas son especialmente necesarias al perfecto predicador: ser rico de ideas al exponer la doctrina y brillar por la elevación de su vida religiosa. Y si el sacerdote no puede tener estas dos cosas juntas, la vida inmaculada es más importante que la capacidad doctrinaria, pues el fruto procedente de las acciones vale más que la retórica. El ejemplo de una vida luminosa es más eficaz que la elocuencia o la elegante oratoria.
Por lo tanto, ya que los sacerdotes de la Iglesia son “los cielos que proclaman la gloria de Dios” (cf. Sal 19, 1) es indispensable que del predicador rebose la lluvia de la doctrina espiritual y refulja por su vida religiosa, a la manera del ángel, que al anunciar a los pastores el nacimiento del Señor, resplandecía de fulgurante luz y expresaba con palabras lo que venía a anunciar. Esto equivale a lo que dijo el profeta Malaquías: “La boca del sacerdote atesora conocimiento, y a él se va en busca de instrucción, pues es mensajero del Señor del universo” (Mal 2, 7).
Y si no puede ser el mensajero que con la lengua desempeña perfectamente la tarea de predicador, sea por lo menos la estrella que emite los luminosos rayos de una vida santa. Y esto justamente por el hecho de que, con su luz, la estrella hizo más conocido lo que el ángel había anunciado con palabras a los pastores. Por eso se lee en el libro de Daniel: “Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad” (Dan 12, 3). Pero es necesario que quien no es dotado de elocuencia para predicar, refulja con mayor luminosidad por los méritos de su vida.
San Pedro Damián, Epístola 145