Se distinguió como hombre de guerra, diplomático, gobernante y hasta como artista. No obstante, el rey David es venerado en el mundo entero como modelo de pecador arrepentido.
El Rey David (Monasterio del Escorial, España)
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Bajo el punto de vista del “ascenso social”, ningún hombre dio un salto tan prodigioso como ese juvenil pastor, hijo de un oscuro hombre conocido con el nombre de Jesé, de una ciudad todavía más oscura, llamada Belén.
Era rubio, de hermosos ojos y muy bella presencia, como lo atestigua la Sagrada Escritura. Poseía además el don de la elocuencia y era eximio tocando el arpa. Aún más, era fuerte e intrépido, al punto de matar osos y leones cuando agredían su rebaño. No obstante y pese a todas esas cualidades, no era más que un simple pastorcito cuando a casa de su padre llegó un anciano de nombre Samuel y lo ungió rey de Israel. “Y desde aquel momento, en lo sucesivo, vino sobre David el espíritu del Señor” (1 Sm 16, 13). ¡En un solo instante, de pastor de ovejas pasó a rey escogido directamente por Dios!
La Historia no registra un salto más portentoso.
Jesús, “hijo de David”
La historia de David está relatada con riqueza de detalles en el Primero y el Segundo Libro de Samuel, y en el Primer Libro de las Crónicas. Entre las innumerables facetas de su personalidad, no es fácil definir la más sobresaliente; pero aún así se pueden realzar algunas: hombre de guerra, diplomático, gobernante, artista.
Poeta de inspiración casi inagotable, hizo brotar de su corazón innumerables cantos y plegarias en alabanza a Dios. La Escritura Sagrada lo presenta como eximio arpista, pero también como organizador de los cantores del Templo y hasta como inventor de instrumentos musicales.
Es tenido, con razón, como el rey por excelencia. Tal vez más que cualquier otro soberano, tuvo el don de allegar a sí y alistar a su servicio a los hombres más competentes de su tiempo. Victorioso contra todos sus enemigos, gobernó con sabiduría y justicia al Pueblo Elegido. La bendición del Altísimo coronó con el éxito cada una de sus empresas, y así llevó al reino a un alto grado de prosperidad y esplendor.
Pero las Sagradas Escrituras le confieren un título de gloria incomparablemente superior. Al describir la genealogía de Jesús, san Mateo lo define como “hijo de David” (1, 1). Y san Lucas dice a la Virgen María, en la Anunciación: “el Señor Dios le dará el trono de David, su padre” (1, 32-33). También san Pablo, ignorando a todos los restantes ancestros del Salvador, afirma que es “nacido de la estirpe de David, según la carne” (Rm 1, 3). A Jesús se le llama en diferentes pasajes “hijo de David”.
El Salmo 50 – Miserere
Sin embargo, lo que hizo al Rey Salmista un hombre recordado y venerado en el mundo entero no fue este título, sino otro: el de pecador arrepentido.
David pecó y con fuertes agravantes. Pese a todo, reprendido por el enviado del Señor, el profeta Natán, reconoció humildemente sus crímenes e imploró el perdón de Dios, confiando en su infinita misericordia. Entonces fue cuando compuso el Salmo 50, titulado Miserere, en el que se expresan los distintos elementos de la contrición perfecta.
Claramente puede verse el reconocimiento de la propia culpa: “Pues conozco mi transgresión, y mi pecado está siempre delante de mí […] Contra ti, contra ti solo he pecado, he hecho lo malo a tus ojos”. El Salmista subraya la torpeza de lo que cometió, y no debería haber cometido.
Reprendido por el profeta Natán, David reconoció humildemente sus crímenes e imploró el perdón de Dios (vitrales de la catedral de Colonia, Alemania)
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De ahí nace un pedido de perdón, con la manifestación del dolor: “Apiádate de mí, ¡oh Dios! […] Por Tu gran misericordia borra mi iniquidad”. Se invoca la gran misericordia de Dios como quien da a entender que su pecado, al ser muy grave, sólo podrá ser perdonado gracias a la fuerza de una misericordia insigne.
Una súplica realizada con toda confianza: “Lávame, y seré más blanco que la nieve. […] Un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias”. Enseguida, el pecador, que ya siente su alma regenerada, le pide a Dios un favor mayor para que su enmienda sea completa: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro y renueva dentro de mí un espíritu recto”.
Todo esto, coronado con una promesa de retribución al Señor por tanta misericordia: “Yo enseñaré a los transgresores tus caminos […] y cantará mi boca tus alabanzas”. Dios lo perdonó y lo introdujo de nuevo en su amistad. Sabedor de que Dios quiere la salvación de todos los hombres, el Salmista asume un compromiso: hará apostolado para la conversión de otros pecadores.
Penitencia y confianza
De la incredulidad de santo Tomás Jesús supo sacar un inapreciable beneficio; pues, habiendo tenido la oportunidad de tocar con sus dedos las divinas llagas del Redentor, el Apóstol incrédulo sirvió de testigo para los hombres débiles en la fe, en todos los tiempos.
Lo mismo puede decirse del David pecador: su contrición, seguida por el caudaloso perdón de Dios, estimula a toda la humanidad para imitarlo en la penitencia y en la confianza, tanto como lo imitó en el pecado.
Esta reflexión tiene un valor incalculable en la Cuaresma, período en que, de manera especial, la Santa Iglesia invita al pueblo fiel a hacer penitencia, es cierto, pero con confianza filial en la bondad infinita de nuestro Redentor.