El tesoro de la confesión

Publicado el 06/11/2014

 

Entre los sacramentos instituidos por Nuestro Señor para la salvación de los hombres, uno de los que ciertamente mejor refleja su misericordia infinita es el de la Confesión. Qué alivio es para un cristiano el saber que, en el momento en que el sacerdote pronuncia la fórmula de la absolución, el propio Dios perdona las faltas, por mayores y más numerosas que sean. ¿Cuántas vidas no habrán cambiado, cuántos trágicos caminos no se habrán transformado en una vía luminosa, dentro de la silenciosa penumbra de un pequeño confesionario?

 

Algunos hechos sencillos sobre esa maravillosa institución cristiana se muestran extremadamente útiles tanto para la formación cuanto para la edificación personal de los fieles.

 

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En el momento en que el sacerdote pronuncia la fórmula de la absolución, Dios mismo perdona las faltas, por mayores y numerosas que éstas sean.

¡Yo soy más culpable que tú!

 

La confesión es la puerta del Cielo abierta hasta para los mayores pecadores y, por eso, nadie se debe desesperar.

 

Un día, el P. Milleriot SJ, fallecido en 1882 en París, predicaba un retiro y, hablando de la misericordia, exclamaba pintorescamente:

 

— Señores, ¡una suposición! Si Judas, en lugar de desesperarse y perderse, se hubiese ido a encontrar con San Pedro y le dijese:

— ¿Quieres escuchar mi confesión?

San Pedro respondería:

— Arrodíllate ahí y comienza.

— ¡Oh! Yo soy muy desventurado, Pedro, vendí y traicioné a mi Maestro.

— ¿Sólo hiciste eso? ¡Yo soy más culpable que tú, yo le traicioné tres veces! Haz tu acto de contrición, y yo te daré la absolución.

 

Un hombre sin pecado

 

Un alto magistrado, conversando con un sacerdote de una pequeña parroquia, se permitió burlarse de la religión y, entre otras cosas, de la Confesión.

— Padre —dijo él— yo no me confieso, por la simple razón de que no cometo pecados.

— Eso puede ocurrir —replicó el sacerdote— y siento pena por usted, pues, de hecho, existen personas que no pecan, pero conozco sólo dos tipos: aquellos que todavía no llegaron al uso de la razón, y aquellos que la perdieron.

 

Pero, ¿Me pediste alguna vez perdón?

 

Un santo tuvo una visión en la que veía a Satanás de pie y de frente al trono de Dios, que se dispuso a escuchar lo que el espíritu maligno le decía:

— ¿Por qué me condenaste, si sólo Os ofendí una vez, y has salvado a millares de hombres que Os ofendieron varias veces?

Y Dios le respondió:

— Pero, ¿Me pediste alguna vez perdón?

 

Un ídolo adorado

 

— ¿Quieres que te cure de la gota? Entonces, prométeme que destruirás todos tus ídolos – dijo un día San Sebastián a un alcalde de Roma.

— Te lo prometo.

El alcalde los rompió todos, excepto uno.

Y la gota continuaba empeorando cada vez más. Entonces el santo le explicó la necesidad de destruir también el ídolo escondido que él todavía adoraba.

¡Cuántos pecadores se olvidan de la contrición necesaria, pues no osan destruir el ídolo meticulosamente escondido en su corazón! El alcalde solamente fue curado después de cumplir completamente la promesa.

 

Una restitución

 

San Antonino dijo en cierta ocasión a un demonio que estaba cerca del confesionario:

— ¿Qué haces ahí?

— Estoy restituyendo.

— ¡Oh! ¡Que impresionante! ¡Te has vuelto muy sabio!

— Sí, cuando quiero hacer caer a un pecador, le quito toda la vergüenza y ahora, cuando trata de confesarse, se la devuelvo.

 

No tendría eso en cuenta

 

Cierto día le preguntaron a un santo:

— ¿Si, entrando en una iglesia, vieses dos confesionarios, uno ocupado por un sacerdote y otro por un ángel, a quién preferirías?

— No tendría eso en cuenta —respondió el hombre de Dios— pues en el confesionario no hay ni hombre ni ángel, únicamente Jesucristo.

 

Es necesario confesarse y comulgar en Pascua

 

En Mayo de 1883 un hombre mundano con problemas en sus negocios fue a pedir ayuda a Don Bosco, que se encontraba de paso por París. Éste, en lugar de preguntarle sobre sus negocios, replicaba simple y muy dulcemente:

— ¡Pues bien! Es necesario confesarse y comulgar en Pascua.

— En la situación espiritual en la que me encuentro, es imposible, no tengo ni un momento que perder.

— ¡Pues bien! Es necesario confesarse y comulgar en Pascua.

— Pero… pero… pero… —el hombre daba todas las disculpas de costumbre.

— ¡Pues bien! Es necesario confesarse y comulgar en Pascua.

— Pero… ¿alguna cosa me dijo usted y no hice?

— ¡Pues bien! Es necesario confesarse y comulgar en Pascua.

Aquello empezaba a ser irritante, el hombre de negocios se mofó un poco y terminó por decir:

— Está bien, es verdad, hace cuarenta años que no comulgo en Pascua.

Mientras, el hombre de Dios no se irritaba y repetía con la misma calma:

— ¡Pues bien! Es necesario confesarse y comulgar en Pascua.

Al día siguiente el hombre de negocios retomó el camino de la iglesia para ocuparse del único asunto que tenemos en este mundo: se confesó y comulgó en Pascua.

 

(Traducido con adaptaciones de “L’Ami du clergé”, 1908 pp. 350-352; 508-509.)

 

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