Nada hay más interesante que la Historia. Ella registra hechos y situaciones que ni el más hábil novelista sería capaz de imaginar. Consideremos, por ejemplo, el pequeño episodio sucedido al interior de un carruaje francés, a mediados del siglo XIX, cuando los vientos anticlericales aún soplaban con fuerza:
Francia, 1826. Una amplia diligencia se dirige a Lyon. En su interior, seis pasajeros ansían el momento de llegar a destino. Uno de ellos, de edad avanzada, con una barba blanca desgreñada, decide emplear su tiempo en agredir a un joven sacerdote que reza su breviario, sentado en una esquina. Frente al silencio del eclesiástico, el anticlerical se exalta y comienza a soltar cada vez más la lengua: “Yo trabajo en la Administración Nacional, y tengo derecho a decir lo que pienso. Apuesto a que este cuervo no aguantará más y se verá obligado a bajar en la próxima parada” decía, riendo a carcajadas.
Al lado del sacerdote viajan dos señores de aspecto distinguido que atraen también los dardos del viejo anticlerical: “Deben ser dos jesuitas; apuesto 100 francos a que también los hago saltar”.
En ese momento, la diligencia pasa por una de esas típicas aldeas del interior de Francia, exactamente cuando el repicar de las campanas invita a rezar el Angelus. Los dos señores se persignan, y rezan el saludo a la Virgen, provocando en el viejo ateo una explosión de risas y sarcasmos contra los “cuervos”. No obstante, ellos permanecen impasibles. Disimuladamente intercambian entre sí una sonrisa cómplice con cierta nota de picardía.
– Querido Conde, es hora de rezar mi rosario. – Claro, querido Vizconde. – El ambiente cambia. El anticlerical se siente mal, incómodo. La risa se congela en sus labios. Cuando terminan de rezar, la diligencia llega a la siguiente parada. El sacerdote al descender, pregunta a los desconocidos: – ¿Puedo saber vuestros nombres, señores? – Claro. Vizconde Mathieu de Montmorency, Ministro de Relaciones Exteriores, para servirlo. – Conde Veillèle, Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de Finanzas, a sus órdenes.
Los pasajeros quedan boquiabiertos. El “funcionario de la Administración Nacional” no sabe dónde esconderse. El Conde de Veillèle se vuelve hacia él y le dice: “Creo que usted perdió la apuesta, debe pagar 100 francos”.
El irreverente ateo se ve obligado a desembolsar la cuantía. El presidente del Consejo de Ministros se vuelve hacia el no menos sorprendido sacerdote, le entrega el dinero y le dice: “Para las obras de caridad de su parroquia, Padre”.
Juan Carlos Casté. Revista Heraldos del Evangelio NO.1 Agosto – Septiembre 2002 |