En el tiempo en que los ministros rezaban el Rosario

Publicado el 08/20/2014

 

Nada hay más interesante que la Historia. Ella registra hechos y situaciones que ni el más hábil novelista sería capaz de imaginar. Consideremos, por ejemplo, el pequeño episodio sucedido al interior de un carruaje francés, a mediados del siglo XIX, cuando los vientos anticlericales aún soplaban con fuerza:

 

Francia, 1826. Una amplia diligencia se dirige a Lyon. En su interior, seis pasajeros ansían el momento de llegar a destino. Uno de ellos, de edad avanzada, con una barba blanca desgreñada, decide emplear su tiempo en agredir a un joven sacerdote que reza su breviario, sentado en una esquina. Frente al silencio del eclesiástico, el anticlerical se exalta y comienza a soltar cada vez más la lengua: “Yo trabajo en la Administración Nacional, y tengo derecho a decir lo que pienso. Apuesto a que este cuervo no aguantará más y se verá obligado a bajar en la próxima parada” decía, riendo a carcajadas.

 

Al lado del sacerdote viajan dos señores de aspecto distinguido que atraen también los dardos del viejo anticlerical: “Deben ser dos jesuitas; apuesto 100 francos a que también los hago saltar”.

 

En ese momento, la diligencia pasa por una de esas típicas aldeas del interior de Francia, exactamente cuando el repicar de las campanas invita a rezar el Angelus. Los dos señores se persignan, y rezan el saludo a la Virgen, provocando en el viejo ateo una explosión de risas y sarcasmos contra los “cuervos”. No obstante, ellos permanecen impasibles. Disimuladamente intercambian entre sí una sonrisa cómplice con cierta nota de picardía.

 

– Querido Conde, es hora de rezar mi rosario.
¿Me quiere acompañar?

– Claro, querido Vizconde.


Yo los acompaño si me permiten

intervino el joven sacerdote.

El ambiente cambia. El anticlerical se siente mal, incómodo. La risa se congela en sus labios. Cuando terminan de rezar, la diligencia llega a la siguiente parada. El sacerdote al descender, pregunta a los desconocidos:

– ¿Puedo saber vuestros nombres, señores?

– Claro. Vizconde Mathieu de Montmorency, Ministro de Relaciones Exteriores, para servirlo.

– Conde Veillèle, Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de Finanzas, a sus órdenes.

 

Los pasajeros quedan boquiabiertos. El “funcionario de la Administración Nacional” no sabe dónde esconderse. El Conde de Veillèle se vuelve hacia él y le dice: “Creo que usted perdió la apuesta, debe pagar 100 francos”.

 

El irreverente ateo se ve obligado a desembolsar la cuantía. El presidente del Consejo de Ministros se vuelve hacia el no menos sorprendido sacerdote, le entrega el dinero y le dice: “Para las obras de caridad de su parroquia, Padre”.

 

Juan Carlos Casté.

Revista Heraldos del Evangelio NO.1 Agosto – Septiembre 2002

 

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