Grigio, el protector de DON BOSCO

Publicado el 07/14/2015

 

Entró a la Historia un singular mastín que salvó la vida de san Juan Bosco en diversas ocasiones. ¿Era de verdad un simple perro?

 


 

Por increíble que parezca, san Juan Bosco tuvo muchos enemigos, recibió innumerables amenazas y sufrió varios atentados. Como el sacerdote ejemplar que era, nunca anduvo armado; la Divina Providencia siempre lo defendió en los momentos de peligro.

 

Don Bosco, Mamá Margarita y el can Grigio
(pintura de la Casa Matriz Salesiana, Turín, Italia)

¿De qué modo?

 

Entre otros, valiéndose de un misterioso perro de gran tamaño, hocico largo y orejas erguidas, parecido a un lobo. A causa de su color ceniciento recibió el nombre de Grigio, “Gris” en italiano.

 

“¡Voy a morir! ¡Voy a morir!”

 

Una noche de 1852, regresando solo a casa, el santo se dio cuenta que un bandido lo seguía a pocos pasos, dispuesto a agredirlo. Don Bosco se puso a correr, pero algo más adelante encontró al resto de la banda cerrándole el paso en una esquina. Se detuvo de improviso y le clavó el codo en el pecho al primer agresor, que rodó por tierra gritando: “¡Voy a morir! ¡Voy a morir!”

 

El éxito de la maniobra lo salvó de un perseguidor, pero los demás avanzaron amenazantes. En ese momento apareció el providencial sabueso. Saltaba de un lado a otro, dando ladridos tan aterradores y furiosos, que los malhechores debieron pedirle a san Juan Bosco que lo calmara y lo mantuviera junto a sí mientras ellos trataban de huir.

 

Un perro capaz de “prever el futuro”

 

En otra ocasión, impidió al santo abandonar la casa.

 

Era de noche y Don Bosco necesitaba salir. Mamá Margarita intentó disuadirlo, pero él la tranquilizó, tomó su sombrero y se puso en camino, acompañado por algunos niños. En el portón encontraron a Grigio tendido en el suelo.

 

–¡Oh, Grigio! Tanto mejor, iremos bien acompañados –dijo el santo–. Levántate y ven con nosotros.

 

Pero el perro, en lugar de obedecer, gruñó y no se movió. Uno de los muchachos le dio un puntapié para ver si lograba levantarlo, pero el gran animal le mostró los dientes de forma amenazante.

 

Mamá Margarita dijo entonces:

 

–¿No quisiste oírme? Pues hazle caso al perro, y no salgas a esta hora.

 

Atendiendo el deseo materno, Don Bosco volvió adentro. Poco después apareció corriendo un vecino para prevenirlo de no salir, porque habían sido vistos cuatro individuos armados merodeando en los alrededores, decididos a matarlo.

 

Más tarde, personas dignas de crédito confirmaron el hecho.

 

Ese perro capaz de “anticipar el futuro” y obrar en consecuencia, ¿era un simple animal irracional? El Fundador de los Salesianos no respondió esta pregunta, pero hizo una interesante narración a sus discípulos. La transcribimos a continuación en sus propias palabras.

 

Relato de Don Bosco

 

Grigio fue motivo de muchas conversaciones y variadas hipótesis. Muchos de ustedes lo vieron y hasta lo acariciaron. Haciendo a un lado las historias peregrinas que se cuentan de él, voy a exponerles la pura verdad.

 

A causa de los frecuentes atentados de los que yo era objeto, me aconsejaron no andar solo cuando tuviera que ir a la ciudad de Turín o al volver de ella.

 

Una tarde oscura regresaba a casa con algo de miedo, cuando vi a mi lado un enorme perro, que a primera vista me asustó; pero ya que me festejaba como si fuera su dueño, entablamos inmediatamente buenas relaciones y me acompañó al Oratorio.

 

Lo que sucedió aquella tarde se repitió muchas veces, de manera que puedo decir que Grigio me prestó importantes servicios. Les contaré algunos.

 

Regresé bien escoltado al Oratorio

 

A fines de noviembre de 1854, durante una tarde oscura y lluviosa, volvía de la ciudad por la calle de la Consolata. En un punto determinado, advertí a dos hombres que caminaban a poca distancia frente a mí. Cuando trataba de pasar al lado opuesto, para no topármelos, ellos volvían hábilmente a colocarse frente a mí. Quise volver sobre mis pasos, pero no tuve tiempo: dieron un par de saltos hacia atrás y me arrojaron un manto a la cara. Uno de ellos logró amordazarme con un pañuelo. Quería gritar pero no podía ya.

 

En ese preciso momento apareció Grigio. Rugiendo como un oso, se lanzó con las patas contra el rostro de uno, mostrándole las fauces al otro, de manera que les convenía más envolver al perro que a mí.

 

–¡Llame al perro!, gritaron espantados.

 

–Lo llamaré, pero dejen a los transeúntes en paz.

 

–¡Llámelo deprisa!

 

Grigio seguía rugiendo como un oso enfurecido. Ellos se fueron por su camino, y Grigio, siempre a mi lado, me acompañó. Regresé bien escoltado al Oratorio.

 

Ni siquiera olfateó la comida

 

Las noches en que nadie me acompañaba, tan pronto como dejaba atrás las últimas casas veía aparecer a Grigio por algún lado de la calle. Muchas veces los jóvenes del Oratorio lo vieron entrar al patio. Algunos querían pegarle, otros arrojarle piedras.

 

–No le molesten, es el perro de Don Bosco, les dijo José Buzzetti.

 

Entonces todos se pusieron a acariciarlo y lo siguieron hasta el comedor, donde yo estaba cenando con algunos clérigos y sacerdotes, y con mi madre. Ante una visita tan inesperada, todos se quedaron amedrentados.

 

–No teman, es mi Grigio, déjenlo pasar, les dije.

 

Dando un largo rodeo a la mesa, vino hasta mí para festejarme. Yo también lo acaricié y le ofrecí sopa, pan y carne, pero los rechazó. Aún más: ni siquiera olfateó la comida.

 

Siguiendo entonces con sus muestras de satisfacción, apoyó la cabeza en mis rodillas, como si quisiera hablarme o darme las buenas noches; enseguida, con gran entusiasmo y alegría, los niños lo acompañaron afuera. Recuerdo que aquella noche había regresado tarde a casa y un amigo me había traído en su carruaje.

 

Lo buscaron, pero nadie lo encontró

 

La última vez que vi a Grigio fue en 1866, mientras iba de Murialdo a Moncucco, a la casa de mi amigo Luis Moglia. El párroco de Buttigliera quiso acompañarme un buen trecho, lo cual hizo que la noche me sorprendiera a la mitad del camino.

 

–¡Oh, qué bueno sería tener a mi Grigio aquí!, pensé.

 

En ese momento Grigio vino corriendo hacia mí, con grandes demostraciones de alegría, y me acompañó durante el trecho del camino que aún debía recorrer, unos tres kilómetros. Llegando a la casa de mi amigo, conversé con toda la familia y fuimos a cenar, mientras mi compañero quedó descansando en un rincón de la sala. Terminada la comida, mi amigo dijo:

 

–Vamos a dar de comer a tu perro.

 

Y tomando un poco de comida, se la llevó al perro pero no lo encontró, por más que lo buscara en todos los rincones de la sala y de la casa. Todos se quedaron admirados porque ninguna puerta, ninguna ventana había sido abierta, y los perros de la casa no dieron ninguna alarma. Buscaron a Grigio en los cuartos superiores, pero nadie lo encontró.

 

Esa fue la última vez que vi a Grigio. Jamás supe de su dueño. Sólo sé que ese animal fue verdaderamente providencial para mí en los muchos peligros en que me vi metido.

 

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