Aquel que se dejó crucificar por cada uno de nosotros permite que pasemos muchas veces por el dolor y por la prueba. Consiente que nos hiramos, pero cuida de nuestra herida con amor.
Quién no se ha conmovido al leer la historia de Job, hombre “justo, honrado y temeroso de Dios que vivía apartado del mal” (1, 1)?
Su riqueza, constituida por un considerable rebaño de ovejas, camellos, bueyes y burras, le daba un enorme prestigio en Oriente. Y sus siete hijos y tres hijas marcaban a su familia con el innegable signo de la bendición divina. Dios premiaba la virtud de Job con la prosperidad en esta tierra.
Satanás recibe permiso para tentar al justo
Ahora bien, el astuto enemigo de la humanidad le pidió autorización al Creador de todas las cosas para tentar a ese hombre íntegro, a lo cual Dios le respondió: “Haz lo que quieras con sus cosas, pero a él ni lo toques” (1, 12).
Job con sus amigos – Parroquia de la
Visitación, Limbourg (Bélgica) |
Sin pérdida de tiempo, Satanás hizo caer un aluvión de desgracias sobre aquel hombre justo, y haciendo que recibiera casi simultáneamente las más trágicas noticias: los sabeos —tribus nómadas de la rama semita que se dedicaban al pillaje— le habían robado todos los bueyes y burras; las ovejas del patriarca fueron consumidas por un rayo que cayó del cielo; los caldeos —habitantes de la margen oriental del río Éufrates— se llevaron sus camellos; y para colmar la medida de los infortunios, todos sus hijos e hijas murieron cuando un huracán derrumbó las paredes de la casa donde se encontraban.
Ante tales y tantas desdichas, Job no pudo haber tenido una actitud más noble. Se rasgó el manto, se rapó la cabeza en señal de profundo dolor y, echándose por tierra, pronunció una frase que se volvió proverbial: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor” (1, 21).
Habiendo perseverado tan hermosamente en la virtud, el patriarca salió victorioso en el combate invisible contra el padre de las tinieblas. Pero Satanás consiguió de Dios una nueva autorización, sin la cual no podía hacer nada, y en esta ocasión “hirió a Job con llagas malignas, desde la planta del pie a la coronilla” (2, 7).
Su propia esposa, al verlo postrado y obligado a rasparse las heridas con una tejuela, no aguantó contemplar tamaño sufrimiento y, al igual que hizo Eva en el paraíso, incitó a su marido al pecado proponiéndole que maldijera a Dios de una vez. Pero Job se mantuvo íntegro delante del Altísimo.
Tres amigos se ponen en camino
Job era de la región de Hus, que muchos exegetas la identifican con el reino de Edom o Idumea, situado al sur del mar Muerto.
Así como la fama de su sabiduría se había difundido por Oriente, también sus infortunios no quedaron ignorados. Tres de sus amigos, próceres en sus respectivas tierras, quisieron comprobar con sus propios ojos la situación de ese hombre conocido como virtuoso, reducido ahora a la más triste situación, y “se pusieron de acuerdo para ir a compartir su pena y consolarlo” (2, 11).
Sus nombres eran Elifaz, Bildad y Sofar, y procedían de Temán, Súaj y Naamat, respectivamente, situadas también en la región de Edom. Mientras se preparaban para viajar, transcurrieron sin duda muchos días durante los cuales Job pudo reflexionar sobre su vida y las acciones de Dios.
Cuando llegaron y vieron de lejos a aquel hombre de antes, próspero y respetado por su virtud, se llevaron un sobresalto. En la mentalidad de esa época las desgracias sólo les sobrevenían a los que habían cometido algún pecado.
Siguiendo el aparatoso estilo oriental, se rasgaron el manto y echaron polvo al aire, que enseguida cayó sobre sus cabezas. Compadeciéndose de la situación de Job, se sentaron a su lado, en el suelo, y allí permanecieron siete días sin dirigirle la palabra. Así es la grandeza del Antiguo Testamento, inconcebible para la mentalidad pragmática de los días actuales.
Sabiduría y arrogancia en los discursos
La psicología de cada uno de ellos trasparece de forma muy nítida en los discursos que harán tras esos días de silencio, y que componen la parte principal del Libro de Job.
Elifaz de Temán, el más comedido de ellos, habla con la moderación de la edad madura. Probablemente era el mayor de los tres y se supone que también fuera el más sabio. “Los pensamientos nobles y ponderados son característica del ‘sabio’ de Temán, la Atenas de los ‘hijos de Oriente’ ”,1 observan en sus comentarios al Libro de Job los Profesores de Salamanca.
Bildad apela a la sabiduría de los antiguos más que a su propia experiencia. Pero le falta la prudencia de la edad y, usando un lenguaje poco hábil y apropiado, culpa a Job con vehemencia por la muerte de sus hijos.
Sofar es joven y arrogante. No tolera que Job se proclame inocente. Para él, como para los antiguos, un hombre justo jamás podría pasar por tales pruebas, reservadas a los malhechores, que no cumplían la Ley de Dios.
Job rompe el silencio
Al cabo de los siete días de recogimiento y de dolor, Job rompió el silencio. Era el único que tenía el derecho de hacerlo. “¡Muera el día en que nací y la noche que anunció: ‘Se ha concebido un varón’ ” (3, 3), exclamó. Y una profunda lamentación invadió su primer discurso.
Lejos de ser un pecado, ese lamento es la expresión de la angustia por la cual pasaba su alma al no entender los designios de Dios en relación con él. ¡Cómo disminuiría su dolor si, al menos, supiera la razón de tales sufrimientos! Pero ni siquiera eso le era concedido saber.
Fue entonces cuando Elifaz, con palabras precisas y comedidas, introdujo el tema en torno al cual van a girar los discursos de sus tres amigos: “¿Soportarás que te dirijan la palabra?; ¿quién podría contener una respuesta?” (4, 2).
Elifaz recuerda que el mismo Job fue un apoyo para todos los que sufrían. No había consejero igual a él. Sin embargo, Dios dispuso que pasara por los peores sufrimientos. Job se acordaría de que el Altísimo no deja que el justo perezca y que nadie es inocente ante el Creador, ni siquiera los ángeles: “¿Puede un mortal ser justo ante Dios?, ¿o un hombre ser puro ante su Hacedor? […], si en sus mensajeros percibe defectos” (4, 17-18).
Es la flaqueza de los hombres la que Elifaz quiere resaltar en su primer discurso. Nadie merece nada delante de Dios y, por tanto, Job no puede reclamarle que castigue las faltas que, sin duda, había cometido.
Para los hombres de aquellos lejanos tiempos, muchos siglos anteriores a la venida de Jesús, la justicia divina premiaba o castigaba la virtud aún en esta tierra: “¿Recuerdas a un inocente destruido? ¿Has visto a los justos exterminados?” (4, 7).
A los ojos de Elifaz, Job se encontraba en un callejón sin salida: Dios lo castigaba como pecador y él insistía en su inocencia. ¿Cómo iba a obtener el perdón sin antes reconocer su culpa?
Además, aquellas antiguas gentes desconocían el efecto de la gracia santificante. No podían siquiera imaginar la bondad que desbordaba en la mirada del divino Redentor, ni entraba en sus pensamientos la posibilidad de que un pecador acudiera a María Santísima.
Palabras de Elifaz
Les faltaba, sobre todo, la noción del papel purificador del sufrimiento. Sin tener idea de que un inocente podía pasar por pruebas para aumentar sus méritos, Elifaz consignó en su discurso una enseñanza válida para todos los siglos.
El patriarca de Temán quería solamente que Job reconociera su culpa y confiara en el perdón divino, y por eso proclamó una bienaventuranza: “Dichoso el mortal a quien Dios corrige: no rechaces la lección del Todopoderoso” (5, 17). Con su hábil discurso, Elifaz procura que su amigo Job evite caer en la desesperación y confiese cuanto antes su pecado. Para ello, se vale de una imagen material que refleja una realidad sobrenatural de extrema belleza: “porque hiere y pone la venda, golpea y cura con su mano” (5, 18).
Adoración de la Santa Cruz en la
basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil) |
¡Cuántas veces las personas se hieren con objetos punzantes o cortantes! Para causar una herida, a veces profunda, basta sólo un instante. Sin embargo el proceso de cicatrización es largo y penoso, y el sitio de la herida se vuelve frágil hasta la sanación completa.
Mientras la herida está abierta, el cuerpo entero dirige su atención hacia aquel punto: los ojos tratan de conocer la gravedad de la contusión y de acompañar los avances de la curación; los demás miembros del cuerpo adquieren reflejos propios para evitar cualquier choque con la zona herida; la circulación de la sangre y los órganos internos se movilizan para facilitar la cicatrización, etc. Durante toda la convalecencia, el cuerpo mantendrá este estado de alerta hasta que la herida haya cicatrizado por completo.
Podemos decir, pues, que la parte afectada fue objeto de interés de todo el cuerpo, porque era la más débil.
Un nuevo régimen de gracias
No falta cierta sabiduría en las palabras del anciano Elifaz. Y la visita de los tres amigos para consolar al patriarca sufriente es una muestra de ese organismo que se vuelve hacia el lugar donde fue herido. No obstante, vista a la luz del Nuevo Testamento, la bella imagen evocada por el patriarca de Temán alcanza una nueva dimensión.
Después que Cristo murió por nuestros pecados, el régimen de la gracia se volvió otro. El Justo murió por los injustos, “muerto en la carne, pero vivificado en el Espíritu” (1 Pe 3, 18). Analizados desde ese prisma, los sufrimientos de Job se convierten en una conmovedora prefigura de Jesús y nos enseñan a sufrir en unión con Él. Cuando la Providencia nos hace pasar por el dolor y por la prueba, puede ser que esté queriendo purificarnos de los pecados anteriormente cometidos, pero también es probable que quiera hacernos participar, en alguna medida, en los sublimes y fructíferos sufrimientos del Señor.
Tanto en un caso como en el otro, recordemos que nuestro Creador y Redentor jamás dejará de cuidar de la herida. Cuando permite que pasemos por la prueba, quiere tener un pretexto para cuidar de nosotros más cerca y acompañar nuestro proceso de “cicatrización”.
Confianza total en la Providencia
Tratando de encontrar los pecados que llevaron a Job a aquel estado miserable, los discursos de sus tres amigos se van prolongando en los capítulos subsiguientes de la Sagrada Escritura, hasta que Dios decide intervenir, proclamando su propia grandeza “desde el seno de la tormenta” (40, 6).
Job era de hecho inocente y, finalizado el período de prueba, Dios lo devuelve a su antigua prosperidad. Su salud se restablece de forma instantánea. Le fueron restituidos el doble de todos sus bienes y también le fueron dados nuevos hijos. Y aún obtuvo, por medio de un holocausto pacífico, el perdón de sus tres amigos que no habían hablado bien del Altísimo, como lo había hecho el justo Job (cf. Job 42, 8).
Una bella lección para nosotros: si queremos conocer la medida del amor de Dios por los hombres, interroguemos a Aquel que se dejó crucificar por cada uno de nosotros. Si Él permite que nos hiramos lo hace para cuidar de nuestra herida; pero, sobre todo, Él ofrece las heridas que injustamente los hombres le hicieron para darle muerte al pecado y obtener la salud eterna para cada uno de nosotros.
1 GARCÍA CORDERO, OP, Maximiliano; PÉREZ RODRÍGUEZ, Gabriel. Biblia Comentada. Libros sapienciales. Madrid: BAC, 1962, t. IV, p. 50.