La confianza es un celestial escudo contra todas las desventuras, una poderosísima espada que apunta hacia los enemigos de nuestra salvación, un perfecto y cristalino canto de amor a Dios. ¿Cómo practicar tan excelsa virtud?
Si preguntamos en un ambiente común de nuestros días, compuesto por personas poco versadas en teología, qué es la confianza, sin duda recibiremos las respuestas más diversas.
Unos la describirán como el ánimo ante las dificultades; otros, como la fuerza para no temer los sufrimientos; la mayor parte, tal vez, como la convicción de que, al final, todo saldrá bien… Sin embargo, aunque en todas esas definiciones haya algo de verdad, ninguna de ellas caracteriza esa virtud de manera correcta.
Nuestra Señora de la Confianza – Pontificio Seminario Romano Mayor, Roma
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Entonces, ¿qué es la confianza?
Filial dependencia en relación con el Altísimo
Según una expresión clásica, consistiría en la esperanza fortalecida por la fe, lo cual, en cierto modo, coincide con la idea de que al fin todo saldrá bien. No obstante, existen importantes diferencias entre ambos conceptos.
Con su habitual precisión, Santo Tomás de Aquino la describe como una “esperanza robustecida por una opinión firme”.1 Esa “firmeza en la esperanza” proviene de consideraciones que producen “una opinión vehemente” 2 acerca del bien que se ha de alcanzar. Por tanto, para crear esa opinión “firme” y “vehemente” que él indica debemos tener algún motivo concreto. No basta adoptar cierta actitud difusamente optimista ante la existencia.
La palabra latina “fiducia” —confianza—, explica el Doctor Angélico, tiene la misma raíz que “fides” — fe— y “parece significar principalmente el que uno conciba esperanza porque da crédito a las palabras de otro que le promete ayuda”.3 Es decir, confiamos siempre en alguien, en lo que dice o en lo que él es.
En último análisis, confiamos en Dios. Y así como nadie, en su sano juicio, osaría abandonarse al cuidado de un desconocido, por muy buenas que sean las referencias que se tengan de él, sólo podrá creer verdaderamente en el auxilio divino quien establezca una estrechísima y filial dependencia en relación con el Altísimo.
La convivencia con Dios confiere una gran paz interior. Depositar en las manos de la Providencia todas las necesidades y anhelos le trae al hombre el paraíso ya en esta tierra, pues nada podrá faltarle o amenazar.
“Tendrás seguridad en la esperanza, te sentirás protegido y dormirás tranquilo; descansarás sin que nadie te asuste, y muchos buscarán tu favor. Pero los ojos del malvado se consumen, no tendrá posibilidad de refugio, su esperanza es sólo un suspiro” (Job 11, 18-20).
El ejemplo de Santa Teresa de Lisieux
Eximio ejemplo de esa interrelación nos lo dio la gran Santa Teresa del Niño Jesús, que se ponía en la presencia del Altísimo como un niño ante su querido progenitor.
Nos cuenta su hermana Celina que “amó a Dios como un niño quiere a su padre, con muestras de ternura increíbles. Durante su enfermedad, al hablar de Él, confundió una palabra con otra y le llamó: ‘Papá’. Nos echamos a reír, pero ella replicó toda emocionada: ‘¡Oh sí!, Él es en verdad mi ‘Papá’ y qué dulce es para mí darle este nombre’. Jesús lo era todo para su corazón”.4
Los extremos de pueril cariño para con Jesús alcanzados por esta alma predilecta se pueden contemplar a través de sencillos gestos de devoción, como el que nos narra Celina:
“Durante su enfermedad, yo había cometido una imperfección, y arrepintiéndome mucho de ello, me dijo:
—Besad el crucifijo, ahora mismo.
Yo lo besé en los pies.
—¿Es ahí donde un hijo besa a su padre? ¡Rápido, rápido; se le besa la cara!
Yo lo besé.
—Y ahora una se deja besar.
Tuve que acercarme el crucifijo a mi mejilla, y entonces me dijo:
—¡Está bien, esta vez todo queda olvidado!”.5
“Se piensa naturalmente en quien se ama”
La hermana de Santa Teresa nos muestra también cómo, sin dejar sus quehaceres prácticos, tenía la mente continuamente puesta en su Bien Amado:
“La unión con Dios de sor Teresa era sencilla y natural, así como su manera de hablar de Él. Al preguntarle si perdía alguna vez la presencia de Dios, me contestó sencillamente: ‘¡Oh no!, creo que no he estado nunca tres minutos sin pensar en Dios’. Le manifesté mi sorpresa de que tal aplicación de la mente fuera posible. ‘Se piensa naturalmente en quien se ama’, replicó”.6
Dice el Catecismo que “la oración es la elevación del alma a Dios”.7 Rezar no consiste, por tanto, en la mera repetición de padrenuestros y avemarías, sino en algo mucho más elevado. Es necesario aprender a vivir en función del Padre celestial, tratando de relacionarse con Él a través de una conversación continua e ininterrumpida.
Santa Teresa del Niño Jesús – Carmelo de Lisieux.
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Una vez más, Celina nos presenta un ejemplo de ese singular espíritu de oración que transciende las obligaciones terrenas:
“Un día entré en la celda de nuestra querida hermanita y me quedé impresionada con su expresión de gran recogimiento. Cosía con gran actividad y, sin embargo, parecía absorta en una contemplación profunda: ‘¿En qué pensáis?’, le pregunté.
—Medito el padrenuestro, me respondió. ¡Es tan dulce llamar a Dios: Padre nuestro!…
Y las lágrimas brillaron en sus ojos”.8
Las cosas de este mundo las consideraba en segundo plano porque vivía con la mente puesta exclusivamente en Dios, y esa angelical convivencia hacía las delicias de su corazón. Sus palabras: “Se piensa naturalmente en quien se ama”, prueban cómo es natural en un alma confiada el amor al Padre, el espíritu de oración y la serenidad.
El mal temor de las propias faltas
Aunque no todos son capaces de ese filial abandono. Muchos consideran que es imposible poseer este género de relación con el Altísimo al sentir en sí el peso de sus propios pecados.
“Les parece que un Dios tan puro debería sentir una invencible repulsión al inclinarse hacia ellas. Una impresión desafortunada, que les da a su vida interior una actitud contrahecha y, a veces, la paraliza completamente. ¡Cómo se engañan estas almas!”.9
A fin de ahuyentar de sus hermanas del Carmelo semejantes pensamientos, Santa Teresa contaba una inocente historieta que la emocionó de modo especial cuando la leyó en su infancia:
“Un rey, habiendo salido de cacería, perseguía a un conejo blanco, que sus perros estaban a punto de alcanzar; cuando el conejito se vió perdido, retrocedió rápidamente y saltó en los brazos del cazador. Éste, conmovido ante tanta confianza, no quiso separarse más del conejo blanco, ni permitió que nadie lo tocara, reservándose el cuidado de alimentarle”.10
Y sobre este episodio comentaba: “Así hará Dios con nosotros […] si perseguidos por la justicia, figurada en los perros, buscamos refugio en los propios brazos de nuestro Juez…”.11 Si cometemos muchas faltas, debemos correr al encuentro del señor a fin de que Él nos cure y santifique, pues “si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvados por su vida!” (Rom 5, 10).
San Ignacio de Loyola – Santuario de Loyola, Azpeitia (España)
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Aun cuando el peso de nuestras culpas nos oprima, hemos de tener una confianza cristalina, la “santa obstinación” de que, arrepintiéndonos, seremos siempre recibidos por el Señor con un afecto desbordante. Él está dispuesto no sólo a perdonarnos sino a transformar el lodo de nuestras almas en límpido océano de virtud.
“La flaqueza es grande, pero Él os ayudará. A pesar de vuestra buena voluntad, tendréis tal vez caídas y recaídas; pero el Señor es misericordioso. Lo que os pide es que no os quedéis dormidos en el pecado, que no os estanquéis en los malos hábitos”.12
El argumento más poderoso contra ese temor, tan maléfico para nuestras almas, lo encontramos en las propias palabras de Cristo. Él, que vino a la tierra para salvar a los pecadores (cf. Mc 2, 17; Lc 5, 32), alentó a San Pedro con un: “No temas”, tras oírle decir: “Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8 10).
La confianza no nos aparta de los sufrimientos
Un verdadero paraíso interior es introducido por la confianza en el corazón de quien la practica. No obstante, esa virtud no pone fin a los períodos de aridez espiritual, ni a las tentaciones, y mucho menos a los sufrimientos físicos o morales que suelen asaltarnos en esta vida. Tales reveses forman parte del estado de prueba y nos son enviados para fortalecer nuestras almas y llevarlas a dar más gloria a Dios.
La confianza no nos aparta de los sufrimientos; únicamente nos ayuda a aceptarlos y a atravesarlos sin perder la paz interior. Además, exige esfuerzo y arduo combate contra nuestro orgullo y malas inclinaciones porque, por increíble que parezca, al hombre le resulta más fácil confiar en sus propias fuerzas que en Dios, creer en el auxilio terreno que en el socorro celestial.
Sobre esto, una vez más nos da ejemplo la virginal heroína del Carmelo de Lisieux porque, “aunque caminó en esa vía de confianza ciega y total, que ella llama ‘su pequeña vía’ o ‘vía de infancia espiritual’, nunca descuidó la cooperación personal; antes bien, le daba tal importancia que llenó toda su vida de actos generosos y continuados. Así lo entendía ella y nos lo enseñaba constantemente en el noviciado”.13
Es necesario darse sin medida
Un día, comentando con Celina un pasaje del Eclesiástico, Santa Teresa le explicó con energía que el abandono y la confianza en Dios se alimentan de sacrificios.
“Hay que hacer, me dijo, todo cuanto está en nosotros, dar sin medida, renunciarse continuamente, en una palabra, probar nuestro amor por medio de todas las buenas obras que están en nuestro poder… Pero en realidad, como todo esto es poca cosa…
es necesario, cuando hayamos hecho todo lo que creemos deber hacer, confesarnos ‘siervos inútiles’ (Lc 17, 10), esperando, sin embargo, que Dios nos dé por gracia todo lo que deseamos. He aquí lo que esperan las almas pequeñas que ‘corren’ por la vía de la infancia: digo ‘corren’ y no, ‘descansan’ ”.14
Así lo pensaba también San Ignacio de Loyola: “En las empresas difíciles, uno debe abandonarse en las manos de Dios con perfecta confianza, como si esperáramos que el éxito viniera de lo alto por una especie de milagro; pero es necesario hacer todo lo posible para llevarla a buen término, como si el éxito dependiera por completo de nuestros esfuerzos”.15
El que desea alcanzar la santidad no escatima energías en el combate a sus defectos y malas inclinaciones, sino que sabe que un don tan sublime sólo puede ser obtenido por la misericordia infinita de Dios, y Él, sin duda, no dejará de concederlo.
Celestial escudo contra las desventuras
Para los que confían, Dios les reserva lo inimaginable.
Así fue como a través de esa virtud muchos santos “robaron” de Dios el Cielo. El primero en hacerlo fue el buen ladrón que, habiendo sido justamente condenado por los hombres, no dudó en pedir y obtener el perdón de Dios: “hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43).
La confianza de Santa Gertrudis “hacía tal violencia al Corazón divino que Él no podía evitar favorecerla en todo”.16 Y Santa Catalina de Siena de tal forma tenía certeza de que sería escuchada que rezaba de este modo: “Señor, no me apartaré de vuestros pies, de vuestra presencia, mientras vuestra bondad no me haya concedido lo que deseo”.17
Por lo tanto, podemos concluir que la confianza es como un celestial escudo contra todas las desventuras, una poderosísima espada que apunta hacia los enemigos de nuestra salvación, un perfecto y cristalino canto de amor a Dios.
Al practicar esa virtud, conquistaremos la tranquilidad interior. Habiendo sido confortados por ella, podremos proclamar con el rey David: “Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte. Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos” (2 Sam 22, 2-4).
Finalmente, cabe recordar otra verdad, capaz de revestir de elevados méritos el menor de nuestros actos de virtud: solamente por medio de la Santísima Virgen, la Madre de la Confianza, nuestro abandono en Dios será completo. Las angustias e inquietudes jamás deben abatirnos porque, como hijos, tenemos el derecho de esperar lo imposible de aquella que es Madre de Misericordia, nuestra vida, dulzura y esperanza.
1 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 129, a. 6, ad 3.
2 Ídem, a. 6.
3 Ídem, ibídem.
4 SANTA TERESA DE LISIEUX. Conselhos e lembranças.
7.ª ed. São Paulo: Paulus, 1984, p. 75.
5 Ídem, p. 48.
6 Ídem, p. 72.
7 CCE 2559.
8 SANTA TERESA DE LISIEUX, op. cit., p. 74.
9 SAINT-LAURENT, Thomas de. O livro da confiança. São Paulo: Retornarei, 2019, p. 16.
10 SANTA TERESA DE LISIEUX, op. cit., p. 52.
11 Ídem, ibídem.
12 SAINT-LAURENT, op. cit., p. 66.
13 SANTA TERESA DE LISIEUX, op. cit., p. 50.
14 Ídem, p. 51.
15 BOUHOURS, Dominique (Ed.). Les maximes de Saint Ignace, fondateur de la Compagnie de Jésus, avec les sentiments de St. François Xavier, de la même Compagnie. Paris: Sébastien Marbre-Camoisy, 1683, p. 61.
16 SAINT-LAURENT, op. cit., p. 92.
17 Ídem, ibídem.